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9 de julio de 1816



¿Por qué se tardó seis años en declarar la independencia? A fines de 1815 las cosas no se presentaban nada bien para las Provincias Unidas. El panorama se complicó tras la caída de Napoleón Bonaparte: Fernando VII había vuelto al trono de España y se aprestaba a recuperar las colonias americanas. Puertas adentro, se sucedían los gobiernos y ardía el conflicto que enfrentaba a Buenos Aires con José Gervasio Artigas y los caudillos del Litoral. La tercera campaña al Alto Perú había fracasado; descartada esa vía, San Martín se hallaba en Mendoza organizando el ejército de los Andes.


El ardid conocido como “la máscara de Fernando” no daba para más; restablecido el absolutismo, sería ingenuo continuar con aquella simulación de fidelidad al rey, pergeñada para ganar tiempo. En medio de esas marchas y contramarchas, bien se podía volver a ser una colonia española o, incluso, un protectorado inglés, como intentó el director supremo Carlos de Alvear.


En 1816 se convocó a un congreso general en San Miguel de Tucumán, lejos de Buenos Aires, la metrópoli recelada por las provincias. Los diputados, provenientes de los distintos rincones del viejo virreinato, acudieron a la cita, salvo las provincias que formaban parte del Protectorado de los Pueblos Libres que, con excepción de Córdoba, no estuvieron representadas.


La sesión inaugural se realizó el 24 de marzo de 1816, en la legendaria casona cedida por doña Francisca Bazán de Laguna, refaccionada a las apuradas y amoblada como mejor se pudo con muebles prestados y sillas traídas de un convento vecino. La presidencia del cónclave era rotativa; el 1 de julio le tocó ocuparla al sanjuanino Francisco Narciso Laprida.


El 6 de julio, Manuel Belgrano, recién llegado de Europa donde cumplió una misión diplomática, expuso ante los diputados. Les dijo que, en su opinión, “la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía atemperada”, y, ante la mirada atónita de algunos, agregó: “llamando la dinastía de los Incas por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta Casa tan inicuamente despojada del trono”.


Entretanto, el reloj corría y la cuestión central se dilataba. El 9 de julio, apremiados por el acoso de las invasiones realistas que frenaba Martín Miguel de Güemes y por el apuro de San Martín que escribía cartas conminatorias al diputado mendocino Tomás Godoy Cruz, los congresales declararon solemnemente la independencia de las Provincias Unidas. Había llevado seis largos años amasar una voluntad colectiva suficiente para dar ese paso trascendental, la gran asignatura pendiente que al fin se consumaba.


Le tocó a Juan José Paso, que oficiaba de secretario, dar lectura al acta donde quedaba asentada la “voluntad unánime e indubitable de estas Provincias de romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España”, a lo que más tarde se agregó “y de toda otra dominación extranjera”. Laprida fue el primero en estampar su alambicada rúbrica al pie del documento que luego, uno a uno, suscribieron los restantes diputados. El acta fue traducida al quechua y aymara para difundirla entre los pueblos originarios.


Conocida la noticia, un clima de júbilo inundó la ciudad. Aquella noche, los congresales y lo más granado de la sociedad tucumana participaron de los festejos y del baile que se realizó en los patios de la histórica casona, iluminados y adornados para la ocasión.


La declaración de la Independencia era lo que San Martín esperaba desde hacía meses para poner en marcha su plan que contemplaba libertar primero Chile y después el Perú. Tal era su ansiedad que, para ahorrar tiempo, viajó hasta Córdoba donde se reunió con Juan Martín de Pueyrredón, el Director Supremo designado por el Congreso, que regresaba a Buenos Aires. En ese encuentro quedó aprobado el plan sanmartiniano y se acordaron los detalles de la campaña que decidiría el destino de esta parte del continente.


El Congreso continuó sesionando en Tucumán hasta fines de 1816. A comienzos de 1817, mientras San Martín emprendía el cruce de la cordillera de los Andes, los diputados se trasladaron a Buenos Aires, donde proseguirían sus deliberaciones hasta 1820. Ese año, el Congreso se disolvió pocos meses después de sancionar una constitución de corte centralista, que fue rechazada por las provincias. Simultáneamente, caía el último Directorio, tras la derrota a manos de los caudillos en Cepeda.


La guerra americana se prolongó hasta 1824, concluyendo a fines de ese año en la batalla de Ayacucho. Aunque se logró la ansiada independencia, en poco tiempo la unidad territorial del antiguo Virreinato del Río de la Plata se fragmentó en cuatro nuevos países—Argentina, Paraguay, Bolivia y Uruguay— que pudieron ser uno solo si las cosas se hubieran dado de otro modo, como bien pudo haber ocurrido. El sueño de la Patria Grande quedaba en el camino….

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