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Alvear, la piedra en el zapato

Carlos María de Alvear murió el 3 de noviembre de 1852. Tenía todo a su favor para ocupar los lugares más altos del podio. Sin embargo, no fue así; tanto que se lo recuerda más por la rivalidad que mantuvo con José de San Martín que por sus propios logros.

Carlos María de Alvear murió en Nueva York, muy lejos del Río de la Plata, donde había depositado sus mejores sueños. Al tiempo de su muerte, esa etapa de su vida, la de los sueños, había quedado atrás, olvidada casi. Para entonces, hacía ya 14 largos años que residía en los Estados Unidos, desempeñándose como embajador. Designado por Juan Manuel de Rosas y, después de Caseros, confirmado por Urquiza.

Su destino estuvo atado al de José de San Martín desde el principio, al punto que una especie jamás corroborada los presenta como medio hermanos, hijos del mismo padre –don Diego de Alvear–, legítimo uno y bastardo el otro, y con 11 años de diferencia entre ambos. Concebidos cuando las dos familias moraban en las misiones correntinas, en tiempos de la colonia. Los dos, siendo niños, cada uno a su tiempo, marcharon al Viejo Mundo, donde se hicieron militares de carrera. Años más tarde, en 1812, juntos regresaron a Buenos Aires. Venían decididos a sumarse a la causa independentista, sólo que Alvear tenía el linaje, la fortuna y la vocación de poder que le faltaban al otro, más humilde y taciturno.

Ambos integraron la sociedad secreta, ramificación de la masonería inglesa, que en ese tiempo tomó las riendas de la política rioplatense. La primera movida política de la logia fue voltear al Triunvirato y convocar a la llamada Asamblea del año XIII. Casi enseguida San Martín abandonó Buenos Aires, en tanto que Alvear siguió escalando posiciones hasta que, en enero de 1815, la Asamblea lo nombró director supremo en reemplazo de su tío, Gervasio Posadas. Tocado por la vara de la fortuna, su carrera parecía imparable. Al impulso final para llegar al cargo que equivalía a la actual presidencia de la Nación se lo dieron la exitosa culminación del largo sitio de Montevideo y la caída del último bastión español en el Río de la Plata.

En realidad, Alvear tomó la posta cuando el fruto de la victoria había ya madurado y estaba al caer. Una vez en el poder, lo primero que hizo fue mantener a San Martín alejado de Buenos Aires, nombrándolo gobernador de Cuyo. Sin embargo, su estrella no tardaría en apagarse.

Años difíciles Por aquellos días, la situación interna y externa de las Provincias Unidas era harto complicada: en Europa, los interminables Borbones renacían de las cenizas, en tanto que aquí los desaguisados políticos y la lucha entre facciones iban en aumento.

La Revolución pasaba por su peor momento y el gobierno central debía prestar atención a varios frentes en forma simultánea. Además de la azarosa guerra que se libraba en el lejano Alto Perú –la actual Bolivia–, estaba José Gervasio de Artigas, que no daba respiro a los mandos porteños. Pero a Alvear no lo arredraban las dificultades: altanero y personalista, aunque los mandos militares no le respondían del todo, decidió jugar fuerte y poner a las Provincias Unidas bajo la protección de la corona británica. Para que no cayeran nuevamente en poder de los españoles, decía. Sin embargo, las cosas no le salieron bien y su gobierno duró apenas 95 días. Durante todo ese tiempo se vivió un clima de agitación política y social, alimentado por las intrigas palaciegas y el aumento incesante del costo de vida. Para frenar el descontento, Alvear decretó la pena de muerte para los conspiradores e impuso la censura de prensa. Estas medidas no hicieron más que tensar el ambiente y acelerar la caída de su gobierno.

Al golpe de gracia se lo dieron las tropas que se amotinaron en Fontezuelas, negándose a entrar en guerra con los caudillos. Sin poder militar y sin el apoyo de la logia, que para entonces le había soltado la mano, Alvear quedó en una situación de extrema debilidad política y no le quedó otro remedio que presentar la renuncia que la Asamblea aceptó inmediatamente

Después de eso, casi en secreto, el ex hombre fuerte se embarcó en una fragata inglesa que lo llevaría a Río de Janeiro. Su hora de gloria había sido efímera y con ella se desvaneció el acariciado sueño de convertir a las Provincias Unidas en un protectorado británico.

Revancha y embajada Sin embargo, tras un largo ostracismo, matizado con funciones diplomáticas, Alvear tuvo su revancha 10 años más tarde, cuando estalló otra guerra, esta vez con el Brasil. Entonces fue convocado por el presidente Rivadavia, quien lo nombró ministro de Guerra, aunque dejó tempranamente el cargo para comandar las fuerzas republicanas que marcharon al frente.

Con San Martín fuera de escena, Alvear tenía en sus manos la posibilidad de recuperar el terreno perdido y volver a ser. No le fue nada mal: su nombre quedó asociado al triunfo militar más resonante de aquella campaña, el de Ituzaingó. Sin embargo, esa victoria no definió la guerra y el gobierno de Rivadavia se desbarrancó inexorablemente, arrastrándolo en la caída. Debió entonces dar un paso al costado hasta que Lavalle derrocó a Dorrego y lo repuso en la cartera de Guerra. Claro que el gobierno de Lavalle duró muy poco y Alvear menos aún.

En 1832, Juan Manuel de Rosas, el hombre fuerte del momento, intentó enviarlo como embajador a los Estados Unidos, aunque ese propósito no se concretaría sino varios años más tarde. Fue el tiempo en que Alvear intentó regresar a la política, aunque sin mayores resultados. Un par de años después, para alejarlo por completo de la escena, Rosas insistió en que ocupara la legación argentina en los Estados Unidos y esta vez Alvear le dio el gusto: partió hacia aquel país desairando a los unitarios que jamás le perdonaron que aceptara representar a Rosas. Menos aún que defendiera con ardor su gobierno de los embates de Francia e Inglaterra.

Colofón Murió el 3 de noviembre de 1852, una semana después de cumplir 63 años. Sus restos fueron repatriados al año siguiente de su muerte y desde entonces reposan en el Cementerio de la Recoleta, en una elegante tumba adornada por una estatua ecuestre. El recuerdo de su apellido se mantuvo vigente durante décadas, avivado primero por su hijo Torcuato, intendente de la ciudad de Buenos Aires entre 1883 y 1887, y después por Marcelo Torcuato, su nieto, quien ejerció la presidencia de la Nación en la década de 1920.

Pese a que lo buscó durante toda su vida, la historia no colocó su nombre al tope del panteón nacional, donde sí quedó, en lo más alto, el de su rival: José de San Martín.

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