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La pascua carapintada de 1987



19 de abril de 1987, domingo de Pascua. Concluía una Semana Santa caliente, que pasaría a la historia por haberse producido el primer alzamiento de los llamados Carapintadas, un grupo de efectivos del Ejército que, con sus rostros embetunados, se amotinaron en reclamo de impunidad durante la presidencia de Raúl Alfonsín.


La mayoría de ellos habían participado, directa o indirectamente, de la represión ilegal durante la última dictadura y temían ser requeridos por la Justicia para responder por delitos de lesa humanidad, una cuestión que intranquilizaba a buena parte de la oficialidad aún en actividad. Luego del resonante juicio a las Juntas militares que dirigieron el Proceso de Reorganización Nacional, en diciembre de 1986 se sancionó la ley de Punto Final. El gobierno, sumido en una agenda de prioridades más apremiantes, parecía resignado a dar vuelta la página del pasado reciente. La norma paralizó las causas judiciales iniciadas en 1985, estableciendo expresamente “que se extinguirá la acción penal contra toda persona que hubiese cometido delitos vinculados a la instauración de formas violentas de acción política hasta el 10 de octubre de 1983”. Sin embargo, al fijar un plazo de 60 días, quedaba una puerta entreabierta para que se efectuaran nuevas presentaciones y citaciones. Fue entonces que los organismos de Derechos Humanos, letrados y funcionarios judiciales disconformes con la actitud del gobierno —que tacharon de claudicación ante las demandas de los militares— trabajaron intensamente durante enero y febrero de 1987 para concretar el mayor número posible de imputaciones de última hora. Lejos de darse por satisfechos, entre los militares renació el espíritu de cuerpo que condujo a redoblar la negativa a presentarse cuando fueran convocados por la Justicia.


El levantamiento carapintada de aquella Semana Santa fue dirigido por el coronel Aldo Rico, quien oficiaba de vocero ante los medios de comunicación alegando “obediencia debida” para justificar la conducta de sus camaradas. Invocando la condición de algunos de ellos de héroes de Malvinas, los amotinados exigían una solución política al planteo y la renuncia del generalato que a su entender no los representaba. La rebeldía del mayor Ernesto Barreiro, quien se refugió en un regimiento en Córdoba para no comparecer ante el tribunal, desencadenó los hechos que derivaron en el acuartelamiento de tropas en Campo de Mayo. El resto de la fuerza, si bien no participó activamente, respaldaba de hecho la movida. No en vano la columna de tanques que había partido de Rosario al mando del general Ernesto Alais nunca llegó a destino para reprimir la sublevación, desairando al comandante del Ejército, Héctor Ríos Ereñú, que pronto pasaría a retiro.

El panorama era harto complejo. El presidente Raúl Alfonsín iba por su cuarto año de gobierno y la atmósfera de primavera republicana de 1983 había cedido frente a las dificultades propias de los tiempos que corrían. Ante la negativa de los sublevados a acatar a los mandos naturales y deponer su actitud, el pueblo se movilizó espontánea y masivamente en todos los puntos del país en defensa de la democracia amenazada. En simultáneo, todo el arco político democrático se pronunció en defensa de las instituciones y manifestó su apoyo al gobierno. Aunque los responsables de la asonada repetían que el objetivo de la misma no era voltear al gobierno, se temía que si lograban sus propósitos podrían ir por más. La mayor concentración popular se produjo en Plaza de Mayo, en la ciudad de Buenos Aires, donde se reunieron cientos de miles de ciudadanos para repudiar la maniobra y defender la República recuperada en 1983. Era un hecho inédito y, por cierto, auspicioso: en ninguno de los seis golpes de Estado del siglo XX hubo movilización ciudadana ni demasiadas solidaridades partidarias cuando se consumaron.


Apremiado por las circunstancias, en un gesto que lo enaltece, el presidente acudió a Campo de Mayo para interceder personalmente en el conflicto. Cumplida la gestión, regresó a la Casa Rosada donde lo aguardaba una multitudinaria concentración y desde uno de los bacones pronunció la frase que pasó a la historia: “Felices Pascuas. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina” (imagen). Así se evitó lo que pudo haber desembocado en un enfrentamiento entre civiles y militares de imprevisibles consecuencias. Fue el final del momento más dramático de la transición democrática, felizmente superado por la firme voluntad ciudadana que impidió un nuevo atropello contra las instituciones.


Después de esas cien horas que aquel año tuvieron en vilo al país, todo volvió a la normalidad, aunque quedó instalada la sensación pública de que el diferendo no estaba cerrado y seguiría obrando como factor de inestabilidad política. Pocos meses más tarde se sancionó la Ley de Obediencia Debida, que tampoco dejó conformes a la facción de militares que protagonizó nuevos alzamientos en los años que siguieron, pero esa es otra historia…

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