En el año del Bicentenario, abundaron las menciones a los procesos fundacionales. En esa revisión del pasado, no podía estar ausente el llamado “crisol de razas” a la hora de evocar las fuentes de la sociedad argentina actual.
La definición de crisol que provee el Diccionario de la Real Academia Española alude a metales fundidos, a la cavidad para recibirlos y cosas así. Crisol de razas, siguiendo ese hilo, en nuestra Argentina, metaforiza la fusión de etnias diferentes que aportó la inmigración de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX en un recipiente universal: el ser nacional.
Esta visión del proceso de confusión -en el sentido de mezclar cosas diversas, de manera que no puedan reconocerse o distinguirse- de corrientes heterogéneas, derivado de la inmigración masiva, fue el preferido del arco nacionalista del pensamiento criollo para presentar, a su vez, a una Argentina de brazos abiertos y capaz de abrigar en su seno a las más disímiles expresiones culturales sin distingo alguno, claro que sometidas a un patrón único, el de la propia nacionalidad. Ese paradigma cultural sobrevuela buena parte de la literatura decimonónica y de comienzos del siglo XX, asomando con fuerza en la pluma de algunos exponentes del nacionalismo acendrado de la época, como Leopoldo Lugones y Gustavo Martínez Zuviría, por ejemplo.
Quizá sin quererlo, los cultores de esta visión quedaban emparentados a la cerrada concepción hispánica de la pureza de sangre y el consiguiente mandato de no contaminar el linaje heredado con mezclas impuras como las que podían sobrevenir del contacto con los indios, negros o mulatos que abundaban en estas tierras. Ni hablar de los judíos, los primeros estigmatizados y perseguidos por los soberanos españoles.
Claro que hay otra manera de ver y entender el proceso de construcción de la identidad nacional: como un fenómeno aluvional, donde los distintos componentes se entrelazaron pero sin perder su individualidad del todo; pasando a formar parte de una nueva matriz, pero aportando a su vez su propia memoria genética y cultural que permanece viva en el espacio emergente. Una visión, podría decirse, más integradora y plural.
Tierra Prometida
Es probable que los inmigrantes que llegaron a estas tierras no fueran los que Sarmiento y Alberdi tenían en mente para poblar nuestro desierto. Ellos hubieran preferido –y dejaron constancia de sus deseos, sobre todo Sarmiento- gente europea, de raza sajona, antes que otros desarrapados del mundo. Los “maquinistas ingleses” de los que hablaba el padre de la Constitución de 1853. O las maestras bostonianas que importó Sarmiento para sembrar la semilla de la educación, y de paso mejorar la raza.
Las cosas fueron diferentes: los pretendidos anglosajones optaron por Norteamérica, mientras que aquí, en cambio, llegaron oleadas de españoles, italianos, alemanes, árabes, judíos de distintos lugares y otras minorías. Aquella Argentina en ciernes abrió sus puertas a todos, y fuera de la humillante Ley de Residencia –el derecho de admisión que se arrogó la elite dirigente de comienzos de siglo XX-, los trató bastante bien. Sin embargo, los judíos debieron soportar la persecución de grupos antisemitas de esa época, al punto que episodios como la Semana Trágica de 1919 terminaban convertidos en verdaderos pogroms, tan siniestros como los que asolaban la Europa de la que habían huido muchos de ellos. Algo que con distintas características se repitió a lo largo de los años.
Los contingentes de inmigrantes fueron acomodándose en el nuevo hogar como mejor pudieron, tratando de aprovechar las oportunidades que ofrecía un país donde casi todo estaba por hacerse. Las distintas colectividades eligieron el ámbito que más les recordaba su tierra de origen o donde creían que podían ejercer mejor sus oficios; así, los provenientes de la Italia del Norte escogieron la pampa santafesina y cordobesa; los alemanes y suizos el Litoral y la Mesopotamia; los árabes el Noroeste argentino; los galeses e irlandeses la vasta Patagonia; los españoles la ciudad de Buenos Aires.
¿Y los judíos? El primer contingente, proveniente de Rusia, llegó a Buenos Aires en 1889, en el vapor Wesser, y no les fue muy bien, pese a la benevolencia del barón Hirsch, el legendario filántropo que facilitaba la radicación de judíos en distintas zonas rurales del globo: aquí, las tierras prometidas no estaban. Superado el primer tropiezo, siguieron arribando, hasta alcanzar los veinte mil a fin de siglo, cifra que en poco tiempo superó los cien mil en las décadas siguientes. Muchos se quedaron en la metrópoli, y poblaron el barrio de Once, donde replicaron una comunidad de idénticos usos y costumbres a sus ancestros. Los porteños los apodaron “rusos”, porque la mayoría provenía de la tierra de los zares, donde la cacería era sanguinaria. Toda una simplificación, porque los había de casi toda Europa Central. Otros contingentes judíos marcharon al interior, sobre todo a las provincias de Entre Ríos y Santa Fe, donde fundaron colonias y alumbraron el pintoresco “gaucho judío”, mimetizado con el hombre de tierra adentro.
Sinagogas, comida casher, dialecto idish; celebraciones como el Día del Perdón, el Shabat o el Bar Mitzva, muy pronto se ganaron un lugar en la vida cotidiana de los argentinos y pasaron a formar parte del acervo multicultural del país convertido en nuevo hogar.
En Córdoba
La colectividad judía de la provincia de Córdoba es una de las más importantes del país; la segunda, después de la de Buenos Aires. Los primeros inmigrantes llegaron a fines del siglo XIX, junto a la corriente general. A diferencia de otros, buscaron la mediterraneidad para tentar suerte, y a partir del arribo de nuevos contingentes y familiares de los pioneros, se conformó una colectividad numerosa, radicada preferentemente en la ciudad capital y en los principales centros urbanos del interior.
De a poco, los miembros de la colectividad israelita fundaron instituciones comunitarias y asistenciales, sinagogas, colegios y centros recreativos. Se metieron de lleno en la vida económica cordobesa: abrieron comercios, tiendas, industrias y bancos; crearon trabajo y riqueza. Estudiaron y se graduaron en la Universidad y hoy, además, enseñan y dirigen diversas unidades académicas.
Integrarse sin perder identidad, compartirlo todo pero sin diluirse, fue la consigna. Como resultado de ese proceso, la comunidad judía forma parte inseparable de la matriz demográfica, productiva, social y cultural de una provincia que pasó por las mismas vicisitudes que el resto del país y que, de cara al tercer Centenario, intenta ser cada día más abierta, solidaria, tolerante y plural. Shalom.
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