Durante tres días, entre el 2 y el 5 de abril de 1963, chocaron dos sectores de las fuerzas armadas, identificados como Azules y Colorados. Como pocas veces en la historia, los dos bandos enfrentados pasaron a los hechos.
Fue mucho más que una cuestión meramente cromática. Duró apenas tres días, pero de todas las escaramuzas registradas a lo largo de la historia entre distintos sectores o facciones de las fuerzas armadas fue, probablemente, la más álgida de todas. Tanto que hubo disparos y muertos, algo inusual entre los militares argentinos que solían resolver sus cuitas pacíficamente en torno a una mesa, bien lejos del campo de batalla.
Las cosas en el seno de las fuerzas armadas venían mal desde hacía rato, casi desde el momento mismo en que derrocaron a Perón. Logrado ese objetivo unificador, enseguida asomaron las diferencias entre ellos. "Ni vencedores ni vencidos", proclamó, entusiasta, Eduardo Lonardi, el líder de la Revolución Libertadora de 1955, soslayando los efluvios antiperonistas de sus colegas de armas, y a los 50 días estaba fuera del gobierno.
Lo sucedió la dupla Aramburu-Rojas, que sí interpretaba cabalmente el sentir dominante en las Fuerzas Armadas. Entonces hubo escarmiento; hasta fusilamientos hubo, en 1956. Pero la cosa no paró allí: de mala gana se llamó a elecciones en 1958, que dieron el triunfo a un aliado de Perón, Arturo Frondizi, al que los militaron no dejaron en paz hasta que se cobraron su cabeza en marzo de 1962.
La intención del sector duro, el ala "gorila", de las Fuerzas Armadas que prohijó el golpe era hacerse lisa y llanamente del poder y retomar la línea dura. Sin embargo, por esos avatares del destino, fue a dar al sillón de Rivadavia el entonces presidente provisional del Senado, un "ucrista" de Río Negro llamado José María Guido, y los golpistas tuvieron que conformarse con manejarlo desde las sombras.
Lejos de aquietarse las aguas, nadie quedó conforme y la tensión fue en aumento: el interinato de Guido estuvo signado por la inestabilidad y la intolerancia, cuando no por la violencia represiva. Así las cosas, renació con fuerza el debate interno en el seno del Ejército, donde las diferentes posiciones dividieron de forma tajante a oficiales y jefes. Estaban por un lado los más refractarios a cualquier entendimiento o distensión, por minúscula que fuere, que pudiera significar el resurgimiento del abominable peronismo que tanto les había costado erradicar del poder; y por el otro los que –sin ser menos antiperonistas– se mostraban más contemporizadores y dispuestos a buscar una salida electoral con el concurso de sectores civiles incontaminados por el antiguo régimen y, por qué no, los llamados neoperonistas que estaban de moda.
Cuestión de matices: el límite, para todos, era Perón. ¿Y cómo se identificaba a unos y otros? Muy fácil: Colorados los primeros, los duros; Azules los segundos, los supuestamente blandos. Mientras Guido hacía lo que podía –o lo que le dejaban hacer–, los dos bandos, irreconciliablemente enfrentados por esas distintas visiones de la realidad, seguían adelante con sus planes. Los Colorados conspiraban todo el tiempo, esperando el momento propicio para dar el zarpazo y terminar con los vanos sueños democráticos de sus colegas que, temían, bien podían depositar nuevamente a un amigo de Perón en la Casa Rosada. No querían por nada del mundo tener que soportar a otro Frondizi después de todo lo que se había hecho para desperonizar a la Argentina. Los Azules, entretanto, urdían con parte del arco político una solución que significara cierta apertura y bajara un tanto el grado de exposición de las Fuerzas Armadas.
Ya en setiembre de 1962 hubo un conato de choque armado, antesala de lo que vendría unos meses más tarde. Esa vez salieron gananciosos los Azules, que frenaron a los Colorados y colocaron a uno de sus hombres, Juan Carlos Onganía, en la jefatura del Ejército.
A los tiros
Los bandos en pugna volverían a verse las caras el 2 de abril de 1963. Ese día los Colorados se movilizaron para desplazar a los Azules y hacerse del poder. Tenían todo calculado, hasta el nombre del presidente que pensaban entronizar: Benjamín Menéndez, el mismo que había encabezado el levantamiento de 1951. Ni hablar de elecciones.
La Armada –la más recalcitrante de las tres armas– se plegó corporativamente, mientras que en el Ejército se sumaron las divisiones coloradas que respondían a otro conspicuo golpista: el general Toranzo Montero.
La Fuerza Aérea, por su parte, mantuvo una actitud prescindente pero reacia al levantamiento. Hubo acciones armadas en varios puntos, pero las más importantes tuvieron su centro cerca de Bahía Blanca, entre la sublevada base naval de Punta Indio y la fuerza del Regimiento de Tanques de Magdalena, comandada por el general Alcides López Aufranc.
Los marinos conminaron al jefe tanquista a plegarse al movimiento, mientras una avioneta que sobrevolaba la columna de blindados arrojaba volantes intimando la rendición.
Como el ultimátum no fue acatado, al poco rato, en horas del mediodía, la aviación naval comenzó a bombardear el cuartel, prolongándose el ataque durante toda la tarde. Se dice que ese día, víctimas de las más de 100 bombas lanzadas desde el aire, cayeron nueve soldados y hubo numerosos heridos.
Pasada la tensa vigilia nocturna, con las primeras luces del día siguiente, la aviación "leal" atacó la base, arrasándola. En tierra quedaron 24 máquinas destruidas y los cuerpos de por lo menos cinco infantes de Marina.
Cuando horas después los tanques ingresaron al lugar, quedaba poco por hacer: el oficial al mando había huido al Uruguay y los demás se rindieron. Desde ese día, López Aufranc pasó a ser "El Zorro de Magdalena", remedando al original, Rommel, el del desierto africano.
Finalmente, el día 5 los rebeldes depusieron su actitud y ofrendaron su rendición al gobierno. Onganía y Lanusse, referentes de la victoriosa cúpula Azul, sonrieron satisfechos: a partir de ese momento quedaban como dueños absolutos del poder.
Colofón
Los Azules se fortalecieron mientras que los Colorados debieron admitir la derrota y fueron separados de las posiciones que mantenían antes de la sublevación fallida. Inmediatamente, el plan político de los vencedores cobró fuerza y tres meses más tarde, en julio, se realizaron las elecciones generales.
Pese a que hubo algunos escarceos, el peronismo fue nuevamente proscripto y el triunfo le correspondió a la Unión Cívica Radical del Pueblo, una de las dos ramas en que se había dividido el viejo partido –la otra eran los llamados Intransigentes–, que obtuvo un escaso margen de votos y entonces Arturo Illia se calzó la banda presidencial. Se abrió así un nuevo tiempo de esperanza en la convulsionada Argentina que sin embargo no duraría demasiado. Pero ésa es otra historia.
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