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Batalla de El Tala

El 27 de octubre de 1826 se libró la batalla de El Tala, en tiempos de unitarios y federales.

No fue una gran batalla comparada con otras, ni tuvo consecuencias trascendentes, pero enfrentó a dos protagonistas de ese tiempo azaroso y agrietado de la historia argentina: Juan Facundo Quiroga y Gregorio Aráoz de Lamadrid. Caudillo federal de nota el primero, militar de la guerra de la independencia el segundo. Idolatrado y temido, el riojano; corajudo y de alta autoestima el tucumano.


Un año antes, la inminencia de la guerra con el Brasil había puesto en marcha aprestos bélicos. A Lamadrid, que se hallaba en Salta, se le pidió que reuniera contingentes de las provincias del norte. Con ese fin, se trasladó a Tucumán, su provincia, gobernada por Javier López, quien había derrocado a su antecesor Bernabé Aráoz —primo y protector de Lamadrid— y lo había mandado a fusilar. López se rehusó a prestar el apoyo solicitado, al tiempo que se preparaba una rebelión para destituirlo, pero Lamadrid se anticipó a la movida y se hizo designar gobernador en noviembre de 1825.


El contexto era harto complejo: en febrero de 1826, Bernardino Rivadavia asumió la presidencia y la mayoría de las provincias no acataron su autoridad sino la de caudillos y referentes locales como Juan Facundo Quiroga, Felipe Ibarra y el cordobés Juan Bautista Bustos, que articulaban acciones para sofrenar el centralismo unitario.


Desde ese espacio federal recelaban de Lamadrid por demorar el rechazo a la presidencia de Rivadavia, que fue en aumento cuando la reconoció oficialmente. El gobernador de Catamarca, Manuel Antonio Gutiérrez, lo imitó, y una incursión federal no tardó en irrumpir en esa provincia. Desde Tucumán, Lamadrid despachó una fuerza que lo repuso en el cargo.


Quiroga, convencido de que Lamadrid era la cabecera de playa de Rivadavia para expandir el unitarismo en la región que consideraba propia, marchó entonces sobre Tucumán con un millar de hombres que obligó a su contrincante a organizar y amar a las apuradas una fuerza capaz de hacerle frente. Lamadrid mandó a emisarios a Quiroga, proponiéndole evitar la efusión de sangre, pero el Tigre de los Llanos hizo caso omiso y enarboló la bandera negra con la calavera blanca y dos tibias cruzadas que era su divisa de guerra, con la inscripción “Religión o muerte”, para que quedara en claro de qué lado del mostrados estaba.


El choque se produjo el 27 de octubre de aquel año en un paraje llamado El Tala. El trámite del combate fue un tanto incierto al comienzo, en medio de disparos de cañones y cargas de caballería, como solía ser, hasta que el caballo de Lamadrid fue alcanzado por un proyectil y el jinete quedó a merced de sus rivales, con quienes libró un denodado duelo cuerpo hasta caer desvanecido. Así lo cuenta en sus memorias: “Mientras tanto los enemigos me dejaron desnudo y por muerto en el campo, con quince heridas de sable. En la cabeza once, dos en la oreja derecha, una en la nariz que me la volteó sobre el labio y un corte en el lagarto del brazo izquierdo, y más un bayonetazo en la paletilla y junto con el cual me habían tirado el tiro para despenarme, tendido ya en el suelo. Me pisotearon después de esto con los caballos, me dieron de culatazos y siguieron su retirada”.


Para entonces, Quiroga se había alzado con la victoria. Lo sorprendente es que, más tarde, cuando vinieron por su cadáver, se dieron con la sorpresa de que…no estaba. Algunos de sus soldados regresaron para recuperar el cuerpo de su jefe y lo hallaron “completamente desnudo, todo ensangrentado, privado de mis sentidos, y sin otra prenda que el escapulario de Mercedes que me había mandado mi señora desde Buenos Aires, y un pedazo del cordón con que tenía colgado el reloj al cuelo regados con la sangre”, apuntó. Se había salvado y se restableció milagrosamente, tanto que, cuando corrió la voz, lo bautizaron “Lamadrid, el inmortal”.


Desafiante, apenas repuesto, escribió unas líneas a Ibarra: “El muerto de El Tala desafía a los caciques Quiroga e Ibarra para que lo esperen mañana a darle cuenta de las atrocidades que han cometido en su pueblo”, a lo que el santiagueño le respondió: “Me alegro mucho que estés ya mejorado para servir a tus amos los porteños”. Ambos habían revistado en el ejército de Belgrano. Así estaban las cosas en aquella Argentina en ciernes…


Quiroga tomó el control de Tucumán y Lamadrid debió exiliarse en Bolivia. Sin embargo, no estaba dicha la última palabra entre ellos: volverían verse las caras en 1831, en La Ciudadela, pero esa es otra historia…


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