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Belgrano, el otro grande

El 20 de junio es el Día de la Bandera. Se instituyó como tal en 1938, por ley nacional, en homenaje a su creador, Manuel Belgrano, que murió ese mismo día en el año 1820. Es decir que se tardó más de un siglo en hacer justicia con uno de los dos próceres más grandes de la historia.

Que el general Manuel Belgrano fue un grande nadie lo duda. Tanto como el otro gigante de nuestra historia, el general San Martín, a quien tampoco el reconocimiento de sus connacionales le llegó en vida, sino varias décadas después de su muerte, allá en la lejana Boulogne Sur Mer.

Desde entonces, desde que se hizo justicia con ellos, los dos, San Martín y Belgrano, comparten el podio más elevado de la veneración pública y son recurrentemente citados y colmados de calificativos empalagosos en aulas, libros de textos y ceremonias oficiales. Uno fue ungido como el Padre de la Patria y el otro como el Creador de la Bandera, símbolo de la nacionalidad. Un reparto ecuánime si se quiere. Sin embargo, algunos se preguntan quién fue más importante de los dos, quién el número uno y quién el dos. La pregunta suena un tanto atrevida. Más importante que eso, un ejercicio inconducente y banal, resulta preguntarse, por ejemplo, qué hicieron por la Patria y cómo fue en vida la relación entre ellos. Los dos compartieron el mismo tiempo histórico y fueron protagonistas centrales de una época intensa y crucial para la Argentina en ciernes: el de la lucha por la independencia. Vidas paralelas Podemos entonces quedarnos tranquilos: los dos hicieron mucho. Se conocieron en vida, y, lo más importante, hubo un gran afecto entre ellos y una sincera camaradería. Belgrano era el mayor de los dos: le llevaba ocho años al niño que nació más tarde en Yapeyú. Sin embargo, a simple vista pareciera que las cosas hubiesen sido al revés; tal vez porque uno –San Martín- tenía la formación militar y la autoridad innata que al otro le faltaba y por eso siempre actuó como un superior, o simplemente porque ese otro –Belgrano- vio en el primero el liderazgo y el carisma necesario para erigirse en el jefe que aquella guerra azarosa pedía a gritos.

Como fuere, Belgrano, que tenía tanto talento y patriotismo como ausencia de ínfulas, aceptó ocupar un segundo plano y acató de buen grado el reemplazo al frente del Ejército del Norte dispuesto en su momento por el gobierno central. “Mi corazón toma aliento cada instante que pienso que usted se me acerca”, le escribió descubriendo su sinceridad cuando se aproximaba la hora del relevo. “Estoy firmemente persuadido de que con usted se salvará la Patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto”. ¿Qué más se le podía pedir? Y lo mejor es que no eran palabras de ocasión ni elogios gratuitos: Belgrano estaba convencido de verdad que así sería. Ellos no se conocían de antes; se conocieron ese día del año 1814 en que se dieron aquel abrazo histórico, en la posta de Yatasto según algunos, en la de Algarrobos, según otros. No importa donde fue: lo importante es que aquel abrazo sincero realmente existió y selló una hermandad histórica que nadie pudo derribar.

Compartieron un corto tiempo, allá en Tucumán, el mismo que San Martín tuvo a su cargo el deshilachado ejército derrotado en Vilcapugio y Ayohuma. Después cada uno siguió su camino. Desde Cuyo, donde organizaba el cruce de Los Andes, antes de emprender el largo viaje, San Martín apoyó fervorosamente la iniciativa expuesta por Belgrano ante los congresales reunidos en Tucumán, aquello de una monarquía republicana con un príncipe inca a la cabeza. Las cosas siguieron su curso y no volvieron a verse en este mundo. En 1820, al tiempo de la muerte de Belgrano, San Martín había liberado Chile y preparaba la expedición a Lima, último paso de su hazaña continental. Lo sobrevivió treinta años, y casi todos los pasó en el exilio.

No, no vale la pena preguntarse cuál de los dos fue más importante: fueron dos grandes de verdad, tan grandes como el patriotismo que los animaba y la gloria que merecidamente se ganaron.

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