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¿Belgrano monárquico?

Antes y después de la Revolución de Mayo hubo intentos de coronar a alguien en el Río de la Plata como un modo de dejar de ser colonia española. Cuando al fin tomaron el poder, los integrantes de la Primera Junta apelaron a la ficción de gobernar en nombre de Fernando VII, el rey depuesto, aun sabiendo que era un recurso momentáneo para salir del paso.

Lejos de dilucidarse, la discusión entre monárquicos y filo republicanos se prolongó hasta 1816, siendo éste –la determinación de la forma de gobierno- uno de los asuntos centrales del plan de trabajo del Congreso reunido en Tucumán, que tampoco lo resolvió.

La espinosa cuestión desvelaba a Belgrano, quien no sólo se vio recurrentemente envuelto en ella, sino que fue, además, protagonista de algunos ensayos que no llegaron a concretarse. Su muerte temprana le impidió participar de los sucesivos esfuerzos por institucionalizar el país, aunque, a tenor de lo ocurrido en las décadas posteriores a su fallecimiento, difícilmente hubiera alcanzado a ver consumado su anhelo más profundo.

Doña Carlota Joaquina “Entonces fue, que no viendo yo un asomo de que se pensara constituirnos, y sí a los americanos prestando una obediencia injusta a unos hombres que por ningún derecho debían mandarlos, traté de buscar los auspicios de la infanta Carlota y de formar un partido a su favor”. (Manuel Belgrano. Autobiografía).

Cuando Napoleón Bonaparte invadió la península ibérica, los reyes de Portugal hicieron los petates y partieron hacia el Nuevo Mundo. Para comienzos de 1808, Don Juan, el príncipe regente, se había instalado junto a su consorte Carlota Joaquina de Borbón y el resto de la pomposa corte de Braganza en Río de Janeiro, la capital del Brasil. A poco de su llegada, ni lenta ni perezosa, la infanta cayó en la cuenta de que, hallándose su padre y su hermano prisioneros de los franceses, y, estando ella en libertad, podía reclamar para sí la posesión de las colonias españolas en América del Sur, especialmente el apetecible Virreinato del Río de la Plata.

Sin preocuparse demasiado por la situación que atravesaban sus familiares –envueltos, además, en una patética rencilla de poder entre padre e hijo- la ambiciosa mujer proclamó a los cuatro vientos su pretensión. En nuestras pampas, pese a que el virrey Liniers había jurado lealtad al monarca cautivo de Napoleón y reconocido a la tambaleante Junta de Sevilla, el reclamo de Carlota Joaquina despertó la imaginación de un grupo de porteños avispados en el arte de la política, quienes se mostraron dispuestos a acompañar la postulación de la hermana de Fernando VII como regente de los dominios borbónicos en América del Sur.

Belgrano, Castelli, los hermanos Rodríguez Peña, Beruti y Pueyrredón, entre otros, eran los autores de este plan audaz, entreviendo que podría ser un camino táctico para obtener una mayor cuota de autonomía de la administración peninsular. Después se vería cómo seguir. “Los Americanos, en la forma más solemne que por ahora les es posible, se dirigen a Su Alteza Real y le suplican les dispense la mayor gracia y prueba de su generosidad, dignándose trasladarse al Río de la Plata, donde la aclamarán por su Regenta en los términos que sean compatibles con la dignidad de la una y libertad de los otros...”, rezaba el empalagoso convite que los patriotas rioplatenses enviaron a Carlota Joaquina. Para ganar tiempo, le pedían, además, que enviara cuanto antes a su sobrino, el infante Pedro Carlos a Buenos Aires. Belgrano y sus amigos querían ejercer la mayor presión posible sobre el virrey Liniers, renuente a aceptar el planteo. Además de elevar un memorial a Liniers, Belgrano envió cartas al regente Don Juan, al influyente Conde de Linhares y a Pedro Carlos, para que no se demorara “un instante” la presencia del infante o se desataría una guerra fratricida. Para Belgrano, la autoridad virreinal rechazaba la “justa reclamación” carlotista porque no había consultado “los intereses de la felicidad pública”. La princesa, entretanto, halagada por los mensajes provenientes del sur, le comunicaba al príncipe regente su intención de trasladarse a Buenos Aires utilizando para ese fin los barcos que un almirante inglés había puesto a su disposición. Don Juan, abrumado por la persistencia de su esposa, no quería dar su consentimiento a la operación hasta no estar completamente seguro de la complicidad de Gran Bretaña. Las dudas se terminaron cuando, finalmente, Lord Standford, el embajador inglés, lo disuadió de seguir adelante. A partir de ese momento el proyecto perdió sustentación, aunque el grupo de patriotas que lo respaldaba, especialmente Belgrano, siguió en contacto con Carlota Joaquina durante algún tiempo. Poco más tarde sobrevino la Revolución de Mayo y Belgrano debió ocuparse de otros menesteres.

Reino Unido del Río de la Plata Fines de 1814. Las instrucciones reservadas que Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia recibieron del Director Supremo Gervasio de Posadas eran más que claras. Debían partir inmediatamente a Europa, reunirse en Londres con Manuel de Sarratea –agente oficioso del gobierno– y juntos marchar a España para, en nombre de las Provincias Unidas, presentar las felicitaciones a Fernando VII por haber sido restituido en el trono español. Debían, además, asentar las quejas por los desmanes virreinales en estas tierras y, como objetivo central, encaminar negociaciones capaces de frenar la contraofensiva española en América. En una palabra, ganar tiempo a la espera de vientos más propicios. Sucede que 1814 había sido un muy mal año para la causa de mayo. Tras los resultados adversos de las campañas al Alto Perú, se hablaba de una inminente invasión realista encabezada por el general Morillo. Belgrano, que a comienzos de ese año había entregado el mando del vapuleado Ejército del Norte al general San Martín y regresado a Buenos Aires, se hallaba en la quinta de un amigo a la espera del proceso al que se lo sometería por su actuación en el Alto Perú. Apesadumbrado e invadido por los recuerdos, el creador de la Bandera se había entregado a la redacción de una autobiografía. Fue entonces cuando el gobierno lo convocó para que secundara a Bernardino Rivadavia en una sofisticada misión diplomática que tenía como principal objetivo salvar la Revolución a cualquier precio. De acuerdo con las directivas recibidas, Belgrano y Rivadavia partieron hacia el Viejo Mundo con la consigna de tentar al repuesto monarca español con el establecimiento de una monarquía moderada bajo los preceptos liberales en boga. Arribaron a Londres en mayo de 1815, cuando Napoleón Bonaparte, tras escabullirse de la isla de Elba donde estaba confinado, había ya recuperado el trono de Francia, lo cual complicaba ostensiblemente el plan original.

Fue entonces cuando Sarratea les confió que él había puesto en marcha otra operación destinada a introducir una cuña entre los monarcas borbónicos, enfrentados entre sí. El plan consistía en convencer a Carlos IV, padre de Fernando VII, de que, en el Río de la Plata, lo mejor era coronar a otro de sus hijos: el infante Francisco de Paula, quien, según se rumoreaba, no era en realidad hijo del rey, sino de su valido Godoy, amante oficial de la reina. El ex rey moraba en Roma, en una fastuosa residencia, junto a su esposa, la reina María Luisa. Sarratea les cuenta, además, que había conchabado al conde de Cabarrús –un aventurero de los tantos que merodeaban las cortes europeas- para que acercase la propuesta al monarca caído en desgracia después de abdicar a favor de su hijo Fernando. Según Mitre, Belgrano y Rivadavia “considerando que en el estado de la Europa nada tenían que esperar de sus gobiernos, resolvieron, después de maduro examen, adoptar el plan propuesto por Sarratea”. Al parecer, el inefable conde logró la adhesión de la reina María Luisa a la iniciativa, más no así la de Carlos IV, quien se mostró un tanto remiso a aprobarla. Ansiosos por obtener resultados para no volver a Buenos Aires con las manos vacías, Belgrano y Rivadavia enviaron de vuelta a Cabarrús con un fárrago de memoriales, mapas y hasta un proyecto de Constitución del llamado Reino Unido del Río de la Plata, pretensión que esta vez el Borbón rechazó de plano. Para colmo de males, Napoleón era derrotado definitivamente en Waterloo, lo que hacía previsible un rebrote del absolutismo monárquico y el fin de la primavera liberal. Envueltos en la desazón propia de los fracasos, se desató una rencilla interna entre los impulsores de la iniciativa. Mientras Belgrano y Rivadavia cargaban las tintas sobre el noble que ofició de operador, acusándolo de haber malversado los fondos que se le proveyeron, Sarratea la emprendía contra sus socios, a los que hacía responsables del naufragio del “negocio de Italia”, como solía llamarle. Lo cierto es que en medio de una trifulca que estuvo a punto de provocar un duelo entre Belgrano y Cabarrús –que Rivadavia logró evitar-, todo quedó en la nada. La misión había fracasado, no obteniéndose la reconciliación con Fernando VII ni el reconocimiento de la independencia de las ex colonias. Decepcionado, Belgrano emprendió el regreso a Buenos Aires en noviembre de 1815.

Un príncipe inca El país de 1816 no era más pacífico que el que Belgrano había dejado al partir a su misión a Europa, en 1814. Acosado por los españoles y presionado por el apuro de San Martín, el 24 de marzo de ese año comenzó a sesionar el Congreso de las Provincias Unidas en la ciudad de San Miguel de Tucumán. A poco de su llegada, Belgrano fue llamado por el Congreso “para que expusiera el estado actual de la Europa, ideas que reinaban, concepto que ante las Naciones de aquella se había formado la Revolución de las Provincias Unidas y esperanza que éstas podían tener de superarlo”. Belgrano se presentó ante los diputados el 6 de julio de 1816 –tres días antes de que se declarara la Independencia-, y, según consta en el acta secreta de la sesión de ese día, después de abundar en detalles acerca de lo que ocurría en Europa, que los congresistas escucharon atentamente, planteó su idea de coronar a un príncipe inca, en consonancia con la tendencia a “monarquizarlo todo”, que había constatado en su paso por el Viejo Mundo. Frente a los congresistas de Tucumán, el general dijo que, en su concepto, “la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía atemperada”, y, ante la mirada atónita de algunos de ellos, agregó “llamando la dinastía de los Incas por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta Casa tan inicuamente despojada del trono”. Probablemente Belgrano se inspiró en la idea presentada años atrás por Francisco Miranda, el patriota venezolano, al gobierno británico.

La iniciativa, honestamente concebida, contó con el apoyo de algunos diputados y no fue rechazada de plano por el Congreso, que la debatió en varias sesiones posteriores a la del 9 de julio. Sólo Fray Justo Santa María de Oro –por razones formales- Tomás de Anchorena –por disidencias de fondo- se opusieron a su tratamiento. Fue finalmente dejada de lado, entre otros motivos, por la cerril oposición del diputado altoperuano José María Serrano, quien expuso en profundidad las, según él, insalvables dificultades que ofrecía llevar a la práctica la temeraria idea y los graves perjuicios que ocasionaría pretender entronizar a un heredero incaico en las circunstancias conflictivas como las que se vivían. Insólitamente, el mismo Congreso que desechó esta propuesta, decidió entablar negociaciones con la corte de Río de Janeiro con el objeto de coronar a un infante del Brasil o a cualquier otro príncipe extranjero que no fuera español. En este último caso la condición era que contrajera enlace con una infanta de la casa real del Brasil. En cualquier caso, el rey surgido de este entuerto debía acatar la Constitución que sancionara el Congreso reunido en Tucumán. El Director Supremo nombrado por ese mismo Congreso, Juan Martín de Pueyrredón, frenó la iniciativa al tomar conocimiento de la misma. Sin embargo, la aspiración de coronar a un príncipe europeo no desapareció del todo.

Sin saberlo Belgrano, que había retomado el mando del Ejército del Norte, entre 1818 y 1819, se llegó a tentar sin éxito al duque de Orleans, miembro de la casa real de Francia. Finalmente, en abril de 1819 el Congreso –que se había trasladado desde Tucumán a Buenos Aires– sancionó una Constitución Nacional que por su carácter centralista, lo mismo que el proyecto monárquico, mereció el rechazo unánime de las provincias.

La anarquía estaba a la vuelta de la esquina, pero Belgrano sólo alcanzaría a ver el comienzo de la misma. Murió el 20 de junio de 1820, el día que Buenos Aires tuvo tres gobernadores.

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