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Bombas contra Perón

A comienzos de 1955, la segunda presidencia de Juan Domingo Perón no pasaba por su mejor momento. Atrás habían quedado las jornadas festivas de un gobierno que en su hora de mayor esplendor había cosechado la adhesión de vastos sectores populares. Pasada ese estado de gracia, la muerte de Evita, el primer intento de golpe cívico militar y la declinación de la economía marcaron el inicio de un nuevo tiempo, para nada exento de manifestaciones cruzadas de violencia e intolerancia.

Aquel año, pese a que Perón conservaba el pleno respaldo de la clase trabajadora, el clima político se tornó tenso y comenzaron a percibirse signos de agotamiento, especialmente en las capas medias y altas de la población, refractarias al partido gobernante. En parte porque el modelo económico ya no derramaba beneficios como antes y, en parte, porque la liturgia oficial exasperaba a los sectores antiperonistas, lo cierto es que con el paso de los días crecía un peligroso estado de división en el seno de la sociedad.

Esa brecha se ensanchó aún más cuando Perón decidió profundizar el enfrentamiento con la Iglesia Católica. Entonces, desde ambos lados –oficialismo y oposición- se jugó fuerte: el gobierno tomó medidas drásticas como, por ejemplo, la sanción intempestiva de una ley de divorcio, que irritó a la cúpula eclesiástica, que respondió a su vez pasando de la crítica velada a la acción directa.

Este diferendo, aparentemente confesional, quebró a su vez el frente interno de las Fuerzas Armadas, instalando un ambiente de inestabilidad que tuvo su pico el sábado 11 de junio, durante la fiesta religiosa de Corpus Christi, cuando se congregó frente a la Catedral metropolitana una multitud pocas veces vista. Mezclados entre la feligresía y desafiando la prohibición oficial, aun cuando muchos de ellos ni siquiera profesaban esa fe, marcharon tomados del brazo reconocidos dirigentes opositores que habían hallado en la poderosa Iglesia Católica el paraguas político del que carecían desde la conformación -en 1946- de la Unión Democrática patrocinada por Spruille Braden, el embajador de los EE.UU. Lo cierto es que se logró convertir una conmemoración religiosa en una manifestación antigubernamental.

El gobierno recogió el guante y replicó en el acto: aduciendo que durante la celebración se había quemado una bandera argentina, se ordenaron detenciones y se realizaron supuestos actos de desagravio que no hicieron más que exacerbar la tensión reinante. Las bombas del 16 de junio Pocos días más tarde, el miércoles 15, aviones de guerra de la Marina, decorados con el símbolo de Cristo Vence (una cruz dibujada dentro de una “V”), se concentraron en la base de Punta Indio, cercana a la ciudad de La Plata. El plan urdido por un grupo de oficiales superiores de esa fuerza era, al día siguiente, atacar directamente el corazón del poder: la Casa Rosada, y, de ser posible, acabar con la vida de su ocupante. En efecto, el objetivo de máxima era matar a Perón y reemplazarlo por una junta de la que participarían connotados políticos opositores que habían dado el visto bueno a la operación.

La audaz maniobra contaba con amplio apoyo entre los mandos medios de la fuerza y la participación de civiles que, organizados en comandos armados, entrarían en acción a la hora señalada. Sin embargo, no tenía el respaldo del Ejército, que hasta ese momento mantenía los pies en el plato y acataba la cadena de mandos.

En realidad, Perón conocía de antemano que algo se estaba gestando en el seno de la Marina, pero ya sea porque no creyó del todo a sus informantes o porque pensó que sus enemigos no serían capaces de llegar tan lejos, no adoptó ningún recaudo para frenar la intentona. Al punto que ese jueves 16 de junio llegó a su despacho a la hora acostumbrada y a las siete en punto comenzó con las audiencias marcadas en su agenda diaria. Sin embargo, pasadas las nueve, escuchó el juicioso consejo del general Franklin Lucero y se trasladó al vecino edificio del Ejército. Los demás moradores de la sede gubernativa siguieron en sus puestos, ajenos a la tragedia que se avecinaba desde el aire. Lo mismo que los transeúntes, que a esa hora se movilizaban por la zona como si nada, y los miles de empleados que poblaban las dependencias contiguas a Plaza de Mayo.

Mientras, a no más de 400 metros de allí, el contraalmirante Toranzo Calderón, jefe rebelde, instalaba el comando de operaciones y aprestaba el batallón de infantes que tomaría por asalto la Casa Rosada luego de los bombardeos. Matar a Perón A la misma hora en que 20 aviones North American AT6, 5 Beechcraft AT11 y 3 Catalinas, todos recargados de bombas, despegaban de Punta Indio con rumbo a Buenos Aires; unos 300 civiles armados se parapetaban en las adyacencias de Plaza de Mayo para tomar la Casa de Gobierno.

Las máquinas sobrevolaron en círculos el Río de la Plata durante un buen rato, esperando que se despejara un banco de niebla que providencialmente se había posado sobre el objetivo, hasta que a las 12.35 del mediodía descargaron la primera andanada de mortíferas bombas. Una de ellas penetró por una claraboya de la Casa Rosada y las demás estallaron en las inmediaciones, causando zozobra y grandes destrozos. En menos de cinco minutos se lanzaron cuatro toneladas de explosivos, causando las primeras víctimas. Enseguida cundió el pánico: desconcierto, corridas y gritos por todas partes. Ante el giro que tomaban los acontecimientos, Perón y sus colaboradores bajaron al sótano del ministerio para ponerse a salvo.

Pasada esa primera oleada, tal como estaba planeado, efectivos de Marina atacaron la Casa Rosada, pero fueron repelidos por las fuerzas leales apostadas en el lugar y no lograron su propósito, aunque el tiroteo prosiguió durante varias horas. Luego de reabastecerse en Ezeiza, la escuadra aérea hizo una segunda pasada y descargó otra tanda de bombas, esta vez diseminadas por todo el Bajo porteño.

Para entonces habían entrado en combate los primeros Gloster de la Aeronáutica, librándose algunos duelos en el aire. Y también llegaron al lugar contingentes de obreros que la CGT -desoyendo las directivas de Perón- movilizó en apoyo y defensa del gobierno. Poco más tarde, hubo todavía una tercera y última pasada con los mismos efectos que las anteriores. Luego de eso, en lugar de regresar a Ezeiza, las máquinas rebeldes volaron hacia el Uruguay, donde hallaron resguardo. Allí también, a bordo de un DC3 fletado especialmente, recalaron los dirigentes políticos implicados en el golpe. Todo había terminado. Saldo luctuoso El panorama que presentaban las inmediaciones de la Plaza de Mayo a la caída del sol era dantesco: humaredas que oscurecían el cielo, cadáveres por doquier, ayes de dolor, sirenas de ambulancias, vehículos en llamas, personas que buscaban desesperadamente a otras. Por todos lados, caos y escenas desgarradoras. Con el paso de las horas retornó la calma y el gobierno, de a poco, retomó el control de la situación.

En represalia, esa misma noche se quemaron varias iglesias y grupos de manifestantes saquearon la Curia metropolitana. A última hora de esa jornada trágica, Perón habló por Cadena Nacional, dando su propia visión de los acontecimientos y descargando la responsabilidad de lo sucedido en los mandos de la Marina y en los políticos enrolados en la Unión Democrática. El número de víctimas fatales es impreciso y hasta hoy no existe un listado definitivo de bajas, que las estimaciones más confiables elevan a un número cercano a 400 muertos y un millar de heridos.

Desde el punto de vista político, el ataque aéreo a Plaza de Mayo, aunque fallido, fue la antesala de lo que vendría después, a la vez que puso en marcha la cuenta regresiva para la caída de Perón que ocurrió pocos meses más tarde, el 16 de septiembre de ese fatídico año de 1955. Pero esa es otra historia…

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