A comienzos de 1955, la segunda presidencia de Juan Domingo Perón no pasaba por su mejor momento. Atrás habían quedado las jornadas festivas de un gobierno que en su hora de mayor esplendor había cosechado la adhesión de vastos sectores populares. Pasada esa hora, la muerte de Evita y el primer intento de golpe de Estado marcaron el inicio de un nuevo tiempo, para nada exento de manifestaciones de violencia e intolerancia de uno y otro lado.
Aquel año, pese a que Perón conservaba el respaldo de la clase trabajadora, el clima político se tornó tenso y comenzaron a percibirse signos de agotamiento, especialmente en las capas medias y altas de la población. En parte porque el modelo económico ya no derramaba beneficios como antes, y, en parte, porque la liturgia oficial exasperaba cada vez más a los sectores antiperonistas, lo cierto es que con el paso de los días crecía un peligroso estado de división en el seno de la sociedad.
Esa brecha se ensanchó aún más cuando Perón decidió profundizar el enfrentamiento con la Iglesia Católica. Entonces desde ambos lados –oficialismo y oposición- se jugó fuerte: el gobierno tomó medidas drásticas como la sanción de la ley de divorcio, por ejemplo, que irritó a la cúpula eclesiástica que respondió pasando de la crítica a la acción.
Este diferendo aparentemente confesional quebró a su vez el frente interno de las Fuerzas Armadas, instalando un ambiente de inestabilidad que tuvo su pico durante la fiesta religiosa de Corpus Christi. El sábado 11 de junio, se congregó frente a la Catedral metropolitana una multitud pocas veces vista. Mezclados entre la feligresía y desafiando la prohibición oficial, marcharon tomados del brazo reconocidos dirigentes opositores que habían hallado en la Iglesia Católica un paraguas político, aun cuando muchos de ellos ni siquiera profesaban esa fe. Lo cierto es que lograron convertir una conmemoración religiosa en una manifestación antigubernamental.
El gobierno acusó recibo del tiro por elevación y replicó en el acto. Aduciendo que durante la celebración se había quemado una bandera argentina, se ordenaron detenciones y se realizaron supuestos actos de desagravio que no hicieron más que exacerbar la tensión reinante.
16 de junio
Pocos días más tarde, el miércoles 15, aviones de guerra de la Marina, decorados con el símbolo de Cristo Vence (una cruz dibujada dentro de una ve corta), se concentraron en la base de Punta Indio, cercana a la ciudad de La Plata. El plan urdido por un grupo de oficiales superiores de esa fuerza era, al día siguiente, atacar directamente el corazón del poder: la sede misma del Poder Ejecutivo nacional.
La maniobra contaba con amplio apoyo entre los mandos medios de la fuerza y estaba asegurada además la participación de civiles que, organizados en comandos armados, entrarían en acción a la hora señalada. Sin embargo, no tenía el respaldo del Ejército, que hasta ese momento mantenía los pies en el plato. El objetivo era matar a Perón y reemplazarlo por una junta de la que participarían connotados políticos opositores que habían dado el visto bueno a la operación.
En realidad, Perón conocía de antemano que algo se estaba gestando en el seno de la Marina, pero ya sea porque no lo creyó del todo o porque pensó que sus enemigos no serían capaces de llegar tan lejos, no adoptó ningún recaudo para frenar la maniobra. Tanto que ese jueves 16 de junio llegó a su despacho a la hora acostumbrada y a las siete en punto comenzó con las audiencias marcadas en su agenda diaria. Sin embargo, pasadas las nueve, escuchó el juicioso consejo del general Franklin Lucero y se trasladó al vecino edificio del Ejército. Los demás moradores de la Casa Rosada siguieron en sus puestos, ajenos a la tragedia que se avecinaba. Lo mismo que los transeúntes que a esa hora se movilizaban por la zona como si nada y los miles de empleados que trabajaban en las dependencias contiguas a la Plaza de Mayo.
Mientras, a no más de 400 metros de allí, el contraalmirante Toranzo Calderón, jefe rebelde, instalaba el comando de operaciones y aprestaba el batallón de infantes que tomaría por asalto la Casa Rosada luego de los bombardeos.
Matar a Perón
A la misma hora que veinte North American AT6, cinco Beechcraft AT11 y tres Catalinas, todos cargados de bombas, despegaban de Punta Indio con rumbo a Buenos Aires, unos 300 civiles armados se parapetaban en las adyacencias de Plaza de Mayo para asaltar la Casa de Gobierno.
Las máquinas sobrevolaron en círculos el Río de la Plata durante un buen rato esperando que se despejara un banco de niebla que providencialmente se había posado sobre el objetivo, hasta que a las 12.35 del mediodía descargaron la primera andanada de bombas. Una de ellas penetró por una claraboya de la Casa Rosada y las demás estallaron en las inmediaciones, causando zozobra y grandes destrozos. En menos de cinco minutos se lanzaron cuatro toneladas de explosivos, causando las primeras víctimas. Enseguida cundió el pánico: desconcierto, corridas y gritos por todas partes. Ante el giro que tomaban los acontecimientos, Perón y sus colaboradores bajaron al sótano del ministerio para ponerse a salvo.
Pasada esa primera oleada, tal como estaba planeado, efectivos de Marina atacaron la Casa de Gobierno, pero fueron repelidos por las fuerzas leales y no lograron su propósito, aunque el tiroteo prosiguió durante varias horas. Luego de reabastecerse en Ezeiza, la escuadra aérea hizo una segunda pasada y descargó otra tanda de bombas, esta vez diseminadas por todo el Bajo porteño.
Para entonces habían entrado en combate los primeros Gloster de la Aeronáutica, librándose algunos duelos en el aire. Y también llegaron al lugar contingentes de obreros que -desoyendo las directivas de Perón- la CGT movilizó en apoyo del gobierno. Hubo todavía una tercera y última pasada con los mismos efectos que las anteriores. Luego de eso, en lugar de regresar a Ezeiza, las máquinas rebeldes volaron hacia el Uruguay, donde hallaron resguardo. Allí también, a bordo de un DC3 fletado especialmente, recalaron los dirigentes políticos implicados en el golpe. Todo había terminado.
Saldo luctuoso
El panorama que presentaban las inmediaciones de la Plaza de Mayo a la caída del sol era dantesco: cadáveres por doquier, ayes de dolor, sirenas de ambulancias, vehículos humeantes, personas que buscaban desesperadamente a otras. Por todos lados, caos y escenas desgarradoras. Con el paso de las horas retornó la calma y el gobierno retomó el control de la situación.
En represalia, esa misma noche se quemaron varias iglesias y se saqueó la Curia metropolitana. A última hora, Perón habló por la Cadena Nacional, dando su propia visión de los acontecimientos y descargando la responsabilidad de lo sucedido en los mandos de la Marina y políticos enrolados en la Unión Democrática. El número de víctimas fatales es impreciso y hasta hoy no existe un listado definitivo de bajas, que las estimaciones más confiables elevan a un número cercano a 400 muertos y un millar de heridos.
Desde el punto de vista político, el ataque aéreo a Plaza de Mayo, aunque fallido, fue la antesala de lo que vendría después y puso en marcha la cuenta regresiva para la caída de Perón que ocurrió pocos meses más tarde, el 16 de septiembre de ese fatídico año de 1955.
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