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Candidaturas testimoniales de ayer

En el peronismo hubo candidaturas testimoniales en otros tiempos, como aquellas de las agitadas décadas de 1960 y 1970.

No es la primera vez que en la Argentina se enarbolan candidaturas testimoniales, o al menos concebidas a medida de las necesidades de un momento político determinado y con un fin distinto o de mayor alcance al de una elección en particular. Hubo otras a lo largo de la historia, y para más datos en el seno del peronismo, como ahora, y en la provincia de Buenos Aires, la misma que está hoy en el centro de la polémica, claro que en un contexto institucional y político muy diferente del actual.

Con Perón en el exilio Al respecto, es interesante recordar algo que sucedió en el año 1962, cuando el peronismo estaba proscripto y Juan Perón permanecía exiliado en Madrid. Aquel año correspondía renovar las gobernaciones provinciales, un quebradero de cabeza para el aún presidente Arturo Frondizi, que había quedado en medio de las presiones cruzadas de los militares, que exigían de él más antiperonismo, y de los propios peronistas, que reclamaban airadamente el cumplimiento de los compromisos asumidos a cambio de los votos que lo llevaron a la presidencia.

Eran tiempos violentos; teñidos de huelgas, atentados y dura represión, pero igual había que fijar el cronograma electoral. En ese contexto, con las elecciones en ciernes y bajo la mirada atenta de las Fuerzas Armadas, el peronismo de la provincia de Buenos Aires levantó la fórmula Framini-Perón, un binomio integrado por un dirigente sindical de probada lealtad –Andrés Framini– y por el mismísimo Juan Domingo Perón, que habilitó la insólita jugada como una manera de poner al desnudo las contradicciones del régimen y a la vez dejar en claro quiénes eran sus hombres de confianza. Ni bien trascendió la especie, los militares pusieron el grito en el cielo y se apresuraron a vetarla, obligando al entonces ministro del Interior, Roque Vítolo, a declarar públicamente que Perón estaba fuera de concurso. Rápida de reflejos, la Justicia Electoral hizo lo suyo y rechazó la postulación de Perón “por no tener residencia en el país, no estar en el padrón y ser un fugitivo de la Justicia”.

Sin embargo, la cosa siguió adelante: otro dirigente provincial llamado Marcos Anglada ocupó el segundo lugar y la fórmula Framini-Anglada resultó finalmente oficializada. La inscribió la Unión Popular, uno de los sellos utilizados en aquella época por el justicialismo proscripto e impedido de usar sus propias siglas (en Córdoba, el Partido Laborista llevó la fórmula Berardo-Zuriaga). Enseguida, la consigna ¡Framini, Anglada, Perón en la Rosada!, tan movilizadora como provocativa, se convirtió en un grito de guerra que resonó con fuerza en las barriadas populares del conurbano, un bastión donde el peronismo tenía cifradas sus esperanzas de triunfo.

Los comicios se llevaron a cabo el 18 de marzo de 1962 y la fórmula bonaerense obtuvo 1.170.000 votos, alzándose con la victoria. La experiencia le costó la cabeza a Frondizi, que hasta último momento apostó a la derrota del peronismo y terminó pagando los platos rotos. Los militares lo obligaron a dimitir y su sucesor, José María Guido, anuló los comicios e impidió que Framini asumiera como gobernador. Lo mismo ocurrió en otras 10 provincias donde había ganado el justicialismo. No sólo eso, sino que actualizó los términos del ominoso Decreto 4161 que prohibía cualquier manifestación peronista, volviendo las cosas a su estado anterior. Lo que siguió es historia conocida.

Cámpora al gobierno, Perón al poder Algo parecido, aunque en un contexto diferente, ocurrió años más tarde, en 1972, cuando se puso en marcha la institucionalización del país y nuevamente Perón fue proscripto por una disposición emanada de la Junta de Comandantes que impedía ser candidatos a quienes no fijaran residencia en el territorio nacional antes del 25 de agosto, una fecha arbitraria pergeñada por el entonces presidente de facto Alejandro Lanusse para condicionar al líder justicialista. “No vuelve porque no le da el cuero”, desafió en voz alta, entonado por los avances del llamado Gran Acuerdo Nacional (GAN).

Perón hizo caso omiso y siguió su propia estrategia, manejando desde Madrid los hilos de la movida que preanunciaba el inexorable fin de la dictadura y el retorno de su movimiento al poder. Cuando llegó la hora de oficializar las candidaturas, el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli) inscribió una fórmula que –dadas las circunstancias de la época– también podría considerarse testimonial: la que integraban Héctor J. Cámpora –un soldado incondicional– y Vicente Solano Lima, un aliado conservador. Ambos cumplían el requisito fijado por la Junta, de modo que a los militares no les quedó más remedio que admitirla.

La consigna de aquella campaña fue, esta vez, “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, como para que no quedaran dudas de cómo venía la mano. La sensación colectiva era que la nominación de ese binomio sólo respondía a una necesidad política para salvar la coyuntura, y muy pocos creían que fuera la apuesta definitiva en términos de poder futuro.

Los comicios se celebraron el 11 de marzo de 1973 y la fórmula urdida y bendecida por el ex presidente arrasó en las urnas, tornando innecesario el balotaje concebido por Lanusse como último recurso para cerrarles el camino a los peronistas. Si quedaban dudas de que aquella fue una fórmula testimonial para salvar el momento, lo que vino después lo confirmó: Cámpora duró apenas 49 días en el poder y debió dimitir para facilitar la consagración de la fórmula Perón-Perón, que expresaba sin ambages el anhelo mayoritario del movimiento e hizo coincidir el poder formal con el real. En otras palabras, se consumó plenamente lo de Cámpora al gobierno y Perón al poder y la fórmula integrada por el anciano líder retornado al país y su tercera esposa se impuso cómodamente en los comicios de setiembre de 1973. Lo que siguió después también es conocido.

Como se verá, la historia no está exenta de ejemplos de candidaturas testimoniales, pero vale la pena insistir en que su evocación sólo reviste un sentido histórico, alejado de fenómenos actuales que se inscriben en contextos muy diferentes y resultan, por lo tanto, incomparables.

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