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La grieta en la historia argentina


La historia argentina está jalonada de antinomias y controversias. Su repaso confirma que el hilo conductor de la historia de nuestra joven nación es una saga de desencuentros donde los consensos brillan por su ausencia.


No en vano, con cierta razón, muchos creen que esa tendencia compulsiva a la división permanente, al conflicto interminable, forma parte del genoma nacional. El desarrollo histórico parece confirmarlo; desde 1810, el país libró cuatro guerras contra otros tantos enemigos externos: el reino de España (1810-1824), el imperio del Brasil (1826-1828), el Paraguay (1864-1870) y el Reino Unido (1982). Sin embargo, en todo ese tiempo los enfrentamientos domésticos se cuentan por decenas, incluidas varias guerras —unitarios y federales y otras— de fronteras adentro, que en algunos casos coincidieron en simultáneo con las aludidas, una curiosidad difícil de hallar en otras partes.


Podría alegarse que en casi todos los países democráticos hay diferendos y conflictos, o que la política, en tanto puja de poder, deviene inexorablemente en controversias, pero entre nosotros parecen no tener fin. Algunos años atrás comenzó a usarse la palabra “grieta” para rotular esos conflictos y divisiones recurrentes, un vocablo bastante apropiado que se incorporó al discurso de políticos, comunicadores y analistas para aludir a posturas o percepciones opuestas e inflexibles con relación a determinadas cuestiones o temas de la agenda pública.


Una de las acepciones de “grieta” que provee el diccionario de la Real Academia Española es la apropiada desde la perspectiva histórico-política: “Dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o unidad de algo”. En nuestro caso, ese “algo” cuya solidez y unidad están amenazadas por el desacuerdo es el propio país. Al respecto, vale la pena ensayar una relectura de la historia nacional para comprobar en qué medida la mentada grieta estuvo presente y cuánto perduró e influyó en cada época y en el comportamiento de los respectivos actores políticos y sociales.


Entre nosotros, el concepto naturalizado de grieta es de algo malo a priori, equivalente a conflicto o discordia que malogra esfuerzos y consume energías sin proveer beneficios a cambio o que, la mayoría de las veces, ocasiona perjuicios. Nobleza obliga reconocer que “el caso argentino” parece darle la razón a quienes postulan o adhieren a esa percepción negativa. En efecto, una somera lectura retrospectiva deja la sensación de que, por distintas razones, el país, envuelto en continuas discrepancias, no aprovechó adecuadamente las oportunidades históricas favorables que se le presentaron y que, más de una vez, los vientos propicios fueron desperdiciados en medio de disquisiciones inconducentes acerca de si izar o no las velas en lugar de, simplemente, izarlas, y permitir que el viento las hinchase y nos hiciera avanzar. Algunas veces, cuando por fin se resolvía hacerlo, ya no había viento o, peor aún, soplaba en contra.


Otra posibilidad analítica es recurrir al enfoque dialéctico que postula la contradicción como principio rector para interpretar los fenómenos sociales, asumiendo la existencia del conflicto como factor dinámico de la historia de la Humanidad. Desde esa perspectiva, la grieta puede ser redefinida como la representación simbólica de la contradicción dominante —la lucha de contrarios, en lenguaje dialéctico— en cada momento histórico. Huelga recordar que la dialéctica reniega de la percepción estática e inmutable de los fenómenos sociales para interpretarlos como esencialmente dinámicos, como sucede en la naturaleza misma.


Vale aclarar que rescatar el posible valor analítico de las grietas históricas no implica despojarlas del carácter violento, cruel o pernicioso que pudieran tener —y de hecho tuvieron— en su respectivo tiempo, incluido el presente. También, que la metodología planteada conlleva el riesgo de incurrir en simplificaciones extremas o soslayar la complejidad natural de los procesos históricos, donde se conjugan factores de diversa naturaleza que interactúan para componer la realidad integral de cada momento.


Resulta pertinente advertir que el conflicto puede plantearse en términos sociales o políticos, o ambos a la vez. Bien puede surgir en un ámbito y trascender al otro, como de hecho ha ocurrido a lo largo de la historia, de modo concomitante o con cierto retardo según el caso. A su vez, como contracara de las divisiones, se deben computar los acuerdos nacionales, los pocos que hubo en cada ciclo histórico, de escasa duración y alcance en nuestro caso, salvo algunas pocas excepciones. Adicionalmente, resulta útil pasar revista al debate intelectual que, en cada etapa, reflejó las contradicciones en el plano de las ideas y del discurso político, frecuentemente teñido por la intensidad y exasperación del momento.

Repasar el pasado no es un mero ejercicio intelectual para complacer la vanidad, sino la módica pretensión de ayudar a interpretar el presente, que es en definitiva para lo que debe servir la Historia. Para no volver a incurrir en los mismos errores y tropezar, una y mil veces, con la misma piedra, condenados a grieta perpetua.

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