La de Caseros bien pudo ser “la madre de todas las batallas”. Sin embargo no lo fue, ya que el 3 de febrero de 1852 los dos ejércitos más grandes jamás reunidos hasta entonces apenas si entraron en combate. Rosas, consciente de la superioridad de Urquiza, sabía que su suerte estaba echada de antemano.
En 1850 toda esperanza parecía haberse desvanecido para los enemigos de Juan Manuel de Rosas. Uno a uno, los intentos por derribarlo habían terminado en nada y el comienzo del cuarto mandato de su segunda y prolongada temporada de gobierno se presentaba despejado de obstáculos. Hasta el propio San Martín, poco antes de morir, le dejó su sable como legado. La pluma de Arturo Capdevila, en Vísperas de Caseros, pinta magistralmente aquel momento: “Rosas se sentía - y no se equivocaba - una figura continental. Su gobierno, que fue por largo período un continuado ejercicio de violencias y desafueros, se había vuelto, en cierto grado, respetable. La tiranía se había estabilizado”.
Sin embargo, aquella calma era sólo aparente. En el plano interno, aunque los derrotados unitarios eran una fuerza en dispersión, el partido federal presentaba algunas fisuras. La mayor ebullición estaba en el litoral, particularmente en la provincia de Entre Ríos, dueña de una fuerza militar considerable y una economía autosuficiente. No debía extrañar, entonces, que Justo José de Urquiza, el gobernador de esa provincia, fuese el personaje más recelado por Rosas, como en su tiempo lo habían sido Estanislao López o Facundo Quiroga.
Fronteras afuera, el Brasil, al que Rosas siempre se había cuidado muy bien de no agredir, representaba una presencia amenazante: el amo de la Confederación sabía muy bien que el vecino imperio no cejaría jamás en su empeño por meter las narices en los asuntos internos del Río de la Plata.
El año siguiente, 1851, fue pródigo en acontecimientos. El 1° de mayo de ese año Urquiza hizo público su famoso Pronunciamiento y declaró la guerra a Rosas. Meses más tarde, el 11 de septiembre, la Confederación Argentina rompió relaciones con la corte brasileña. El final del tiempo rosista se precipitaba inexorablemente.
Urquiza Urquiza tenía por entonces cincuenta años. Desde 1841 gobernaba Entre Ríos de modo progresista y tolerante, empeñándose por mejorar y modernizar la vetusta administración provincial. Entre otras acciones de gobierno, fundó el prestigioso Colegio del Uruguay y la Colonia agrícola de inmigrantes de San José. Fogueado militarmente en las batallas de Pago Largo, Cagancha y Sauce Grande, participó más tarde en las de Arroyo Grande (1842) y de India Muerta (1845). Doblegados los correntinos luego de la batalla de Laguna Limpia (1846), Urquiza se convirtió en el principal sostén del poder rosista en el litoral; sin embargo, la firma del amigable Tratado de Alcaraz con la provincia de Corrientes causó profundo disgusto al Restaurador. Aunque Urquiza se sometió una vez más a la voluntad de Rosas y repudió aquél pacto entrando nuevamente en guerra con Corrientes, en adelante la relación entre ambos ya no sería la misma. Con la decisión in péctore de romper definitivamente con Rosas, el entrerriano esperó pacientemente el momento apropiado para ponerla en práctica y cobrarse la humillación sufrida.
En marzo de 1851 las brevas finalmente maduraron. Por ese tiempo Urquiza le escribía a su hermano Juan José, radicado en Buenos Aires, diciéndole que: “su poder (el de Rosas) es un poder ficticio, nulo, sin base. Al primer empuje se desplomará su trono con más facilidad que una pirámide de humo”. Era el aviso de lo que ocurriría poco después, el 1 de mayo de ese mismo año, cuando el gobierno de Entre Ríos proclamó su autonomía. Poco antes, Rosas había renunciado, tal como lo hacía de tanto en tanto, a ejercer la dirección de las relaciones exteriores y los asuntos de paz y guerra de la Confederación. El propósito de esta maniobra lúdica era, como siempre, reafirmar su autoridad sobre las demás provincias, sólo que esta vez Urquiza le aceptó la renuncia en nombre del pueblo entrerriano y le notificó la intención de recuperar “el ejercicio de su territorial soberanía”. Ese mismo día se dispuso, además, la sustitución del clásico “¡Mueran los salvajes unitarios!” , que encabezaba todos los documentos públicos, por el más civilizado y apropiado a las circunstancias “¡Mueran los enemigos de la Organización Nacional!”. La hora de la verdad había llegado.
Muchos se preguntarán porqué Urquiza resolvió, finalmente, enfrentar a Rosas, si había sido durante muchos años aliado político y sostén del gobernador de Buenos Aires. Seguramente influyeron las cuestiones económicas vinculadas con los intereses de las provincias litoraleñas, afectadas por la política centralista de Rosas, y con los asuntos particulares de Urquiza; poderoso comerciante, hacendado y propietario de mataderos y saladeros.
Rosas, como réplica al bloqueo del puerto de Buenos Aires por parte de las potencias europeas, había decretado la prohibición de navegar los ríos interiores, negando el permiso para el tráfico directo entre los puertos del litoral y de Montevideo. Esta disposición impedía el libre acceso a los puertos de las provincias de Entre Ríos y Corrientes, ocasionándoles serios perjuicios. Al mismo tiempo, Buenos Aires se quedaba con la mayor tajada de las jugosas rentas aduaneras que generaba el comercio ultramarino, mientras las incipientes economías regionales del interior se debatían en medio de grandes dificultades. Si bien la opositora más encarnizada a esta política había sido la provincia de Corrientes, cuando Entre Ríos viró hacia una posición de rebeldía, la suerte de Rosas quedó echada.
O sea que hasta el momento en que Urquiza decidió enfrentarlo, todos los intentos por terminar con el Restaurador de las Leyes habían fracasado. Hasta allí, de nada habían servido los denodados esfuerzos de los obcecados unitarios y demás enemigos de aquél: el objetivo solamente se logró cuando un “peso pesado” federal se sumó a la causa. Si ello no ocurría, difícilmente los “doctores” de Buenos Aires - como peyorativamente llamaban los federales de tierra adentro a los hombres de la metrópoli - hubieran podido mellar el poder de Rosas.
Vientos de guerra Tras el famoso Pronunciamiento, Urquiza tomó el toro por las astas y consumó la alianza con la corte brasileña. “Si el Brasil, que tiene tan justos motivos para hacer la guerra a Rosas, me custodia el Paraná y el Uruguay, yo le protesto por mi honor derribar a ese monstruo político enemigo del Brasil y de toda nacionalidad organizada”, escribe Urquiza el 20 de mayo de 1851, endulzando los oídos del joven emperador Pedro II. Inmediatamente marchó al Uruguay en busca de Oribe, el general rosista que aún sitiaba a Montevideo. Consciente de su situación desventajosa, Oribe capituló sin presentar batalla, concluyendo de ese modo el largo asedio de la capital uruguaya que duró casi diez años. Tras la rendición, el grueso del ejército de Oribe pasó a engrosar las filas urquicistas. De regreso en Entre Ríos, Urquiza se dedicó a preparar el asalto final sobre Buenos Aires. Rosas, aislado y refugiado en su residencia de Palermo, percibía que el poder se escurría entre sus dedos. Entretanto, en la capital todo era grotesco y alcahuetería barata: mientras que la obsecuente Legislatura rosista calificaba a Urquiza de “loco, traidor, vándalo, salvaje unitario”, entre el populacho circulaban ovillejos ofensivos presentándolo como “vendido” al Brasil. En el colmo del paroxismo, un cortejo de fanáticos paseaba por las calles porteñas un féretro con un muñeco en su interior que representaba al entrerriano, quemándolo luego. Urquiza, impasible, no acusaba los golpes bajos y, en cambio, sellaba el acuerdo definitivo entre las provincias de Corrientes y Entre Ríos, la República Oriental del Uruguay y el Imperio del Brasil, dejando en claro que la guerra no era contra la Confederación Argentina, sino para liberar a su pueblo “de la opresión que sufre bajo la dominación británica del gobernador Juan Manuel de Rosas”.
Mientras, en el campamento de Urquiza en Diamante, Entre Ríos, había una gran actividad; allí lo visitaban los emigrados que venían desde todas partes a ponerse a sus órdenes. Complaciente, el general los recibía y les asignaba funciones en el ejército aliado que se aprestaba a entrar en acción: a Sarmiento, uno de aquellos ilustres visitantes, le tocó un puesto bastante por debajo de sus pretensiones: boletinero del Ejército Grande.
La batalla En el plano militar, la debilidad de Rosas era ostensible luego de la defección del ejército que comandaba Manuel Oribe en la Banda Oriental, que, como se dijo, se dispersó sin entrar en combate. Además, hasta poco antes de la ruptura entre ambos, Rosas contaba la fuerza de Urquiza y a la imbatible caballería entrerriana de su lado. O sea que desde el punto de vista militar, el gobernador de Buenos Aires había quedado en una situación sumamente vulnerable, aunque políticamente no estaba mejor. Con escasa convicción, Rosas no tuvo entonces más alternativa que echar mano a los pocos efectivos con que contaba e improvisar una fuerza armada que, aunque numerosa, distaba de la fortaleza del poderoso Ejército Grande. Conscientes de su inferioridad, esta vez los “Colorados del Monte”, la guardia imperial de Rosas, marchó hacia Caseros sin la acostumbrada mística ganadora; más bien campeaba en su seno el desaliento y la sensación de que nada podría torcer el curso del destino.
Mientras, el Ejército Grande comenzaba a moverse hacia Buenos Aires. El cruce del caudaloso Paraná fue, en palabras de Sarmiento,“uno de los espectáculos más grandiosos que la naturaleza y los hombres pueden ofrecer”. El 25 de diciembre de 1851, aquella fuerza descomunal - integrada por 28.000 hombres entre correntinos, entrerrianos, brasileños y uruguayos - pisó tierra santafesina y puso proa hacia la capital. Rosario, San Nicolás, el Arroyo del Medio, fueron quedando atrás. Al lado de Urquiza cabalgaban Gregorio Aráoz de Lamadrid, veterano de mil batallas, y Benjamín Virasoro, gobernador de Corrientes y aliado incondicional del entrerriano. Para dificultar aquél avance arrollador, Rosas había mandado a quemar los pastizales y envenenar las aguadas. “Bajo los torrentes o sobre las llamas del incendio del campo, abrasados por el sol de enero, desafiando los rayos de las tempestades ¡A Palermo será nuestro grito de guerra! ¡A Palermo!”, aguijoneaba Sarmiento desde los encendidos boletines de la “imprenta volante del Ejército Grande”.
Las tropas de Rosas esperaban atrincheradas en el Palomar de Caseros, en los terrenos que hoy ocupa el Colegio Militar de la Nación, cerca de Morón. En el plácido solar, visitado a menudo por Manuelita y sus amigas durante sus cabalgatas y ahora convertido en bunker rosista, se levantaba una vieja casona rodeada por unas construcciones circulares rematadas por un torreón, que hacían las veces de hogar de miles de palomas. Ése sería el escenario donde los enemigos irreconciliables finalmente se verían las caras.
La mañana del 3 de febrero de 1852 comenzó con fuego de artillería desde ambos bandos. “¡Soldados, el tirano y sus esclavos os esperan, enseñad al mundo que sois invencibles!”. La arenga lanzada por su jefe fue la señal esperada para que la mole urquicista se echara encima de las posiciones rosistas. La batalla fue de trámite rápido. El general Pacheco, vencido de antemano, había renunciado al mando el día anterior. Ante la ausencia de sus mariscales, el propio Rosas dirigía las acciones. Pese a ello, la resistencia no duró demasiado; los soldados de Rosas no soportaron la carga del ejército aliado y se dispersaron en medio de un gran desorden. De muy poco sirvió el holocausto del coronel Juan José Hernández - acribillado a lanzazos por sus propios soldados, desesperados por huir - o el de Martiniano Chilavert, que esperó estoicamente la muerte junto al pesado cañón que ya no tenía nada para lanzar al invasor que se aproximaba. Las acciones concluyeron cerca de las dos de la tarde. Para entonces, Rosas había ya abandonado el lugar. Bajo un ombú situado en lo que hoy es la plaza Garay, redactó a lápiz sobre el recado de su caballo la renuncia que prestamente envió a la Junta de Representantes. Dos horas más tarde, ya en la ciudad, se refugió en casa de Mr. Gore, el Encargado de Negocios de Inglaterra. Desde allí salió amparado por las sombras de la noche, disfrazado con una levita que le facilitó el dueño de casa, para abordar junto a sus hijos la cañonera Centaur que lo llevaría a un exilio del que no regresará.
Al día siguiente de la batalla, un exultante Sarmiento describe en La campaña del Ejército Grande como disfrutó aquél momento, apoltronado en el sillón principal de Palermo: “tomé papel de la mesa de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos de Chile, con esta fecha: Palermo de San Benito. Febrero 4 de 1852… la tarea ha sido cumplida”.
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