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Cepeda, la hora de los caudillos



El 1° de febrero de 1820 se libró la primera batalla de Cepeda, que enfrentó a dos poderosos caudillos del litoral con los mandos porteños e inauguró un nuevo tiempo: el de las autonomías provinciales.

Febrero de 1820 fue, en lo político, un mes por demás caliente. Por aquellos días, los pocos porteños que se aventuraban a transitar por la plaza de la Victoria fueron testigos de un espectáculo poco común: caballos amarrados a la reja que rodeaba la pirámide de Mayo y, más allá, en cuclillas o apoyados contra los descascarados muros de la recova, un contingente de gauchos emponchados y con sus armas a la vista. ¿Y qué hacía esa gente allí?, se preguntarían. Escoltaban a sus jefes, que venían de vencer a las fuerzas del Directorio en los campos de Cepeda, 80 leguas al norte de la metrópoli, y que no se irían hasta asegurarse de que los porteños acataran las nuevas reglas de juego. Pero vayamos por partes. El mes había comenzado del peor modo para el tambaleante gobierno nacional: el primer día nomás, Francisco "Pancho" Ramírez y Estanislao López habían aplastado y puesto en fuga a las escasas tropas regulares con que Rondeau, el Director Supremo, intentó frenarlos. En ese tiempo, la guerra con los españoles se había alejado geográficamente hacia Chile y el Perú y, en cambio, ardía la guerra interior que enfrentaba a Buenos Aires con José Gervasio de Artigas y los caudillos del Litoral. El pobre Rondeau llegó a la contienda armada debilitado por la inesperada sublevación del Ejército del Norte que venía en camino y por la negativa del general San Martín de prestar auxilio al gobierno central.

Nadie estaba dispuesto a derramar sangre de hermanos. Hasta a los portugueses que ocupaban la Banda Oriental pidió ayuda Rondeau, aunque sin éxito. No le quedó más remedio, entonces, que dar pelea con lo que tenía a mano, que era poco.

La batalla –si es que se la puede llamar así– ocurrió cerca del límite de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe y fue de trámite rápido. Casi sin disparar un tiro ni desenvainar sus sables, las montoneras santafesinas y entrerrianas dispersaron rápidamente al enemigo. Los jefes ni siquiera mandaron a perseguir a los vencidos, como solía hacerse en estos casos. Se conformaron con verlos escapar despavoridos rumbo a Buenos Aires, donde sus habitantes seguían el curso de los acontecimientos con estupor y bastante inquietud. Los vencedores no tenían apuro; sabían que las cartas estaban echadas y la fortuna les sonreía.

Las consecuencias de Cepeda no tardaron en hacerse sentir. Rondeau, derrotado, regresó prestamente a Buenos Aires dispuesto a reasumir su cargo, pero no pudo sostenerse y a los pocos días debió renunciar; con él cayó también el Congreso –el mismo que había declarado la Independencia en 1816– que un año antes, ya en Buenos Aires, había sancionado una Constitución de corte unitario que las provincias rechazaron unánimemente. Tras la renuncia del Director Supremo, se produjo un vacío de poder que algunos trataron de llenar conformando a las apuradas una Junta de Representantes que, a su vez, designó gobernador interino de Buenos Aires a Manuel de Sarratea.

El Tratado de Pilar Mientras tanto, López y Ramírez acechaban la ciudad y planteaban sus condiciones: la provincia debía reasumir la soberanía y aceptar el sistema federal. Basta de mandones porteños y de ensoñaciones monárquicas, parecía ser el mensaje de los hombres del interior.

A cambio de eso, se pondría fin a la guerra y las montoneras volverían a sus respectivas provincias, dejando en paz a los atribulados habitantes del puerto. Sarratea no la tenía fácil ni contó con mucho tiempo para pensarlo: apenas asumido marchó al encuentro de López y Ramírez. La cita fue en Pilar, donde acampaban las fuerzas provincianas. El flamante gobernador llegaba cargado de debilidad y casi sin margen para negociar. A lo sumo intentaría una claudicación digna a cambio de una inmediata pacificación. Así, una a una, las 12 cláusulas del tratado fueron cobrando forma y el representante de Buenos Aires las aceptó casi sin discusión; por fortuna para él, ninguna de ellas era demasiado afrentosa. Aunque no se hará público, admitió pagar los "gastos de guerra", que siempre corren por cuenta del vencido, y se comprometió a apoyar la guerra contra los portugueses que, casi en soledad, libraba Artigas. Sin embargo, había algo más: Ramírez –el más impetuoso de los caudillos– le exige disolver la Junta de Representantes y, además, le anuncia que ingresará a la ciudad con sus gauchos.

Sarratea pone reparos; sabe que de ese modo quedará herido el orgullo de los porteños y le costará sostenerse en el mando. Pide conmiseración y la obtiene: los jefes provincianos entrarán a Buenos Aires, pero como pacíficos huéspedes, no como vencedores que vienen a reclamar el botín de guerra. Tampoco lo harán todos; apenas ellos y una corta escolta. Aun así, a los porteños no se les borrará fácilmente de la retina la imagen de aquellos gauchos huraños que, aunque sea por unas horas, osaron hollar el suelo del que sentían únicos dueños.

Finalmente, el día 23 se firmó el histórico tratado que ponía fin al gobierno central y proclamaba la unidad nacional bajo el sistema federal. La parte que obligaba a Buenos Aires a un virtual desarme y a proveer armas a los jefes federales no se dio a conocer, pero muy pronto circuló como rumor, causando indignación entre los habitantes de Buenos Aires y poniendo en la cornisa a Sarratea. En medio de ese clima, Ramírez y López entraron en la ciudad.

Colofón Ramírez debió permanecer casi un mes para sostener a Sarratea en el mando. Aun así no duró demasiado: a poco de marcharse el entrerriano, estallarían las divisiones internas al extremo que el 20 de junio de 1820 –el mismo día que falleció Manuel Belgrano– Buenos Aires tenía no uno, sino tres gobernadores. En medio se produjo el distanciamiento entre los caudillos y la profundización del conflicto entre Ramírez y Artigas, que acabó del peor modo. Por lo demás, en el país se inauguraba una etapa que –según el cristal con que se la mire– algunos llamarán de la anarquía y otros de las autonomías provinciales y que se prolongará por varios años. Pero ésa es otra historia...


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