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Combate de San Lorenzo



“Febo asoma, ya sus rayos iluminan el histórico convento…”. Aquel 3 de febrero de 1813 los primeros rayos de sol iluminaban el convento de San Carlos Borromeo, a orillas del Paraná.

El Regimiento de Granaderos a Caballo había llegado la noche anterior. Eran 120 hombres reclutados y entrenados por el coronel José de San Martín por encargo del gobierno; un cuerpo de caballería de elite que ese día tendría su bautismo de fuego. San Martín había aceptado gustoso aquella encomienda: deseaba demostrar su valía y, de paso, desmentir algunas versiones malintencionadas que se habían echado a rodar en Buenos Aires: que era un agente inglés o un espía al servicio de los españoles. Tras 28 años de ausencia, nada le había resultado fácil en su tierra, donde era casi un desconocido.


“Tras sus muros, sordos ruidos oír se dejan de corceles y de aceros…”. Hacía días que San Martín venía siguiendo desde tierra el recorrido de aquella escuadrilla española que el Triunvirato gobernante quería impedir que siguiera asolando la ribera. Apenas clareó, subió al campanario con su catalejo para constatar el desembarco.


“Son las huestes que prepara San Martín para luchar en San Lorenzo…”. Mandó entonces a sus hombres a salir sigilosamente por detrás con sus caballos, y parapetarse detrás del edificio hasta que ordenara el ataque. Debían aguardar que el enemigo bajara a tierra y sorprenderlo a campo abierto.


“El clarín, estridente sonó, y la voz del Gran Jefe a la carga ordenó…”. El plan de acción consistía en la división del batallón en dos compañías que cargarían simultáneamente, una comandada por San Martín en persona y la otra por el capitán Justo Bermúdez.


“Avanza el enemigo, al paso redoblado y al viento desplegado su rojo pabellón…”. Entre la barranca y el convento había unos 300 metros de terreno llano, donde se libraría el combate. Los intrusos, alrededor de 250 hombres, marchaban al compás del redoble de sus tambores, con sus banderas flameando. No se imaginaban lo que les esperaba.


“Cabral, soldado heroico, cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria, su vida rinde, haciéndose inmortal…”. Una ligera falla de sincronización con el flanco comandado por Bermúdez hizo que San Martín se adelantara y quedara expuesto al fuego enemigo. Una descarga de metralla derribó su corcel, que cayó a tierra aprisionando la pierna izquierda del jinete; un revival de lo ocurrido durante la carga de Arjonilla en 1808. Cuando los realistas advirtieron que el caído era el jefe patriota, se abalanzaron sobre él. San Martín zafó del primer bayonetazo de milagro, pero de no ser por el puntano Juan Bautista Baigorria y el correntino Juan Bautista Cabral, hubiera perdido la vida: el primero abatió al soldado español que se aprestaba a eliminarlo, mientras que el segundo lo ayudó a salir de la difícil situación en la que se hallaba. El valiente granadero que salvó la vida de su jefe a costa de la propia, balbuceó sus últimas palabras en su lengua guaraní.


“Y nuestros granaderos, aliados de la gloria, inscriben en la historia su página mejor…”. El combate había sido intenso y breve; bastaron quince minutos para que la acometida de los bravos granaderos pusiera en fuga a los realistas, que se precipitaron hacia los botes dejando tras de sí 40 muertos, 14 prisioneros, dos cañones, varias armas y una bandera que el jefe vencedor envió como trofeo a Buenos Aires. En el hospital montado en el convento murió el capitán Bermúdez, uno de los catorce héroes caídos en combate.


Acallados los ecos de la refriega, bajo la sombra de un pino, San Martín dictó el parte de la victoria, la primera de una larga serie que lo tendría por protagonista. “Tengo el honor de decir a V.E. que los granaderos de mi mando en su primer ensayo han agregado un nuevo triunfo a las armas de la patria”. Luego se quedó en silencio, con el pensamiento reconcentrado en la memoria del correntino que aquel día le salvó la vida y orgulloso del coraje y patriotismo de los suyos.


“¡Honor, honor al gran Cabral! ...”. Durante años, al pasarse lista, cuando se lo nombraba a Juan Bautista Cabral, el sargento más antiguo respondía: “¡Murió en el Campo de Honor, pero existe en nuestros corazones!”


San Lorenzo quizás no fue una gran batalla, ni tuvo un valor estratégico decisivo en la guerra de la independencia, pero marcó un hito de alto simbolismo en la historia de la patria y, como afirmó Bartolomé Mitre décadas más tarde “dio un nuevo general a sus ejércitos y a sus armas un nuevo temple”.


En 1901, Cayetano Silva inmortalizó el acontecimiento en la hermosa y queridísima “Marcha de San Lorenzo”.

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