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Con la Capital a otra parte

Que el nuestro es un país federal tan solo en los papeles, no es ninguna novedad. Que Buenos Aires, la capital de la República Argentina, es una ciudad llena de privilegios que banca el resto del país, tampoco.

Veamos. Los vuelos internacionales y domésticos, ferrocarriles, autopistas y rutas nacionales convergen en la metrópoli. Los porteños tienen el mejor servicio de transporte y una red de subterráneos moderna y extensa que pueden utilizar por un costo irrisorio, el más bajo del mundo. Algo parecido pasa con las tarifas residenciales de gas y electricidad que, absurdamente, siguen subsidiadas por el gobierno nacional, mientras que los sufridos provincianos soportan costos muy superiores, cuando no tienen que lidiar con la garrafa, tan cara como humillante. También la nafta es más barata en la metrópoli que en el interior.

Los sueldos son más altos que en el resto de la Argentina, y por tener domicilio allí la mayoría de las reparticiones públicas y las grandes corporaciones privadas, el empleo formal prevalece sobre el informal, a la inversa de lo que ocurre en el interior profundo.

La oferta cultural es, por lejos, la mejor del país, en acceso, cantidad y calidad.

Son ejemplos apenas, la lista es larguísima, pero bastan para resaltar la diferente calidad de vida de unos y de otros. Aunque duela reconocerlo, hay argentinos de primera –los que viven en Buenos Aires- y argentinos de segunda, sobre todo los que pueblan las provincias más pobres.

Una manera de atenuar este estado de cosas sería trasladar la Capital, llevarla a otra parte. No en vano, cada tanto, alguien reflota el tema. Ahora bien, ¿es este el mejor momento para plantear semejante epopeya?

Un poco de historia Los constituyentes de 1853, ante la falta de consenso para designar a Buenos Aires capital de la República, dejaron librado el asunto a una ley posterior. Que tardó todavía 27 años en sancionarse, porque recién en 1880, y por la fuerza, se logró vencer la resistencia de los llamados “autonomistas”, que no aceptaban “capitalizar” a su ciudad. En medio, hubo varios intentos por fijar otra sede de los poderes de la Nación. Uno de ellos que estuvo a punto de concretarse, era trasladar la metrópoli a Villa María o Villanueva. Se llegó a sancionar la ley respectiva, pero Domingo F. Sarmiento, el presidente en ejercicio, la vetó. Luego, en 1880, quedó liquidada, como se dijo, la llamada “cuestión capital”.

En el siglo XX se volvió a estar cerca, esta vez durante la presidencia de Raúl Alfonsín, cuando se decidió el traslado de la Capital a la ciudad de Viedma, en la provincia de Río Negro. Los avatares de la política y las complicaciones que debió afrontar el gobierno en aquella época, hicieron que todo quedara en la nada y la capital siguiera en su lugar.

Más tarde, en 1994, la reforma de la Constitución dio otra vuelta de tuerca al centralismo al elevar a Buenos Aires a la categoría de Ciudad Autónoma, con todas las canonjías correspondientes ese rango, incluida una porción nada desdeñable de la Coparticipación Federal. Esa misma reforma, en uno de sus tramos menos afortunados eliminó el Colegio Electoral, el último vallado que conservaban los pueblos del interior para morigerar los efectos de la mega concentración poblacional metropolitana y bonaerense.

El ejemplo de otros países La presencia asfixiante de macrociudades se repite en muchos lugares del planeta. Hay países, incluso, donde, en lugar de una, hay al menos dos urbes de esas características, como el caso de Italia (Roma – Milán), España (Madrid – Barcelona) o de la vecina Brasil (San Pablo – Río de Janeiro). Incluso de China, la nueva potencia mundial (Beijing – Shangai).

No son muchos, en cambio, los casos donde la capital es una ciudad del montón, o de menor rango que otras del mismo país. Curiosamente, la mayoría de las naciones equivalentes a la nuestra optaron por contar con capitales administrativas de menor volumen demográfico, que tampoco son el centro de la actividad económica y cultural, procurando seguramente disminuir la gravitación de las macro ciudades en pos de un mejor equilibrio interior.

Es el caso de: Ottawa (Canadá), Brasilia (Brasil), Pretoria (Sudáfrica), Wellington (Nueva Zelanda), Canberra (Australia) o Nueva Delhi (India). Ninguna de las nombradas es la mayor ciudad de sus respectivos países, ni la más importante. Hay ejemplos similares en Europa, como La Haya (Holanda), Belfast (Irlanda del Norte) o Berna (Suiza), o como lo fue Bonn en la ex Alemania Occidental. Ni siquiera Washington D.C, en el país cuyo modelo fue tomado como base de nuestra organización institucional, pese a ser la sede del gobierno, es la primera ciudad de los Estados Unidos de Norteamérica. Traslado sí, traslado no Muchos dirán que la iniciativa, sugestivamente reflotada por el presidente de la Cámara de Diputados, es una cortina de humo para distraer la atención del público de otros problemas candentes como la inflación o los cortes de luz. Es posible. Otros alegarán que resultaría costoso, inoportuno o innecesario. Incluso, se corre el riesgo de que planteado así, un poco a la bartola, el tema puede banalizarse o, peor aún, postergarse sine die.

Sin embargo, más allá de que se trata de planteos atendibles, alguna vez hay que revertir la flagrante desigualdad y desequilibrio espacial de la Argentina, imitando a otros países, donde la capital no es la urbe más importante sino más bien la sede administrativa de los poderes del Estado.

Lo deseable sería que la cuestión, dada su importancia, se resuelva en un marco de racionalidad, consenso y justicia, alejado de todo oportunismo o conveniencia circunstancial. El país se lo merece.

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