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Crimen y castigo en la Historia Argentina

El Ejército argentino, la más antigua de las tres armas, nació el 29 de mayo de 1810, cuando la Primera Junta convirtió los batallones improvisados para enfrentar las invasiones inglesas en regimientos regulares. Desde entonces, la institución estuvo en el centro de la historia nacional, en tiempos de paz o de guerra, con democracia o sin ella. Su actuación osciló entre la heroicidad de la primera hora y el oprobio del pasado reciente. Dio hombres de honor y de los otros. Sin embargo, a su tiempo, las acciones más oscuras fueron soslayadas y los responsables de crímenes y abusos no rindieron cuentas. Repaso histórico En el pasado, paradójicamente, los únicos comandantes que fueron juzgados por supuesta “mala praxis” en su desempeño fueron próceres de la talla de Manuel Belgrano o Cornelio Saavedra, quienes debieron responder por los fracasos militares en el Alto Perú.: Juan José Castelli, un civil, murió mientras se le formaba proceso por idéntico motivo. José de San Martín, por su parte, estuvo a punto de ser acusado por desobedecer al gobierno y sometido también a juicio.

Concluida la guerra de Independencia, los militares se mezclaron en el sanguinario conflicto interior que duró hasta bien avanzado el siglo. En uno u otro de los bandos en pugna, y con la misma ferocidad propia de aquellos tiempos sin ley ni justicia. Esa guerra se cobró tantas vidas como la otra, y hubo sucesos abominables de ambos lados; sin embargo, nadie fue llevado ante un tribunal. Ni Juan Lavalle por fusilar a Manuel Dorrego, ni los sicarios de La Mazorca rosista, ni Mitre por mandar a degollar al Chacho Peñaloza o arrastrar al país a una guerra insensata, la del Paraguay, sólo por citar algunos episodios. Hubo muchos más, que permanecieron impunes.

Pasada esa etapa, tampoco fue revisada la responsabilidad de Julio Argentino Roca por la matanza oficial de aborígenes durante la Campaña del Desierto, ni la de quienes arremetieron contra los indígenas del Chaco.

Igual suerte corrieron los baños de sangre, frecuentes en las primeras décadas del siglo XX, como el 1° de mayo de 1909, la Semana Trágica o la llamada Patagonia Rebelde, que dejaron un tendal de víctimas. A falta de castigo judicial, Ramón Falcón, responsable de la primera, y el coronel Héctor Varela, de la última, murieron en atentados anarquistas.

Sin embargo, hasta allí, los militares actuaban como brazo armado del poder civil que gobernaba el país. Además, contaban con el Código de Justicia Militar pergeñado por José María Bustillo, que protegía sus fueros y los ponía lejos de los tribunales ordinarios. Así fue hasta 1930, cuando un general volteó a Hipólito Yrigoyen, inaugurando un tiempo aciago de alternancia entre la Constitución y el facto que duró más de cincuenta años.

Tiempos modernos Salvo el de 1943, los demás golpes militares fueron cruentos. Algunos, de entrada nomás, como la llamada Revolución Libertadora que derrocó a Juan Perón, que no vaciló en fusilar sin juicio previo a los cabecillas de un movimiento restaurador en 1956. Pero no aplicó la misma vara para castigar la matanza a sangre fría de un grupo de civiles en los basurales de José León Suárez. Quien ordenó la primera medida, Pedro Eugenio Aramburu, fue muerto años más tarde por la guerrilla.

Los golpistas de 1966 no aplicaron violencia para tomar el poder porque no fue necesario. La usaron más adelante, y mucho, para reprimir las manifestaciones populares y la lucha antidictatorial. El pico más alto de esa escalada represiva, la masacre de dieciséis prisioneros en la base Almirante Zar, en Trelew, sigue impune hasta el presente. Igual que los crímenes de las siniestras Tres A, cometidos durante la última etapa del gobierno constitucional de María Estela Martínez.

Como se ve, durante mucho tiempo, los derechos humanos y las libertades individuales fueron letra muerta, cuando el régimen de turno o camarillas amparadas desde el poder podían hacer a su antojo, sin que la justicia, oportunamente, les pidiera cuentas. Por fortuna, el juicio a las Juntas, en 1985, interrumpió esa tradición y puso fin a una mala costumbre –una de las tantas- bien argentina: la impunidad. No es poca cosa.

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