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Cruce de los Andes: rumbo a la gloria

El Ejército de los Andes está en la alta cordillera. San Martín marcha a lomo de mula, cerrando la columna principal que cruza por el camino de Los Patos, uno de los seis pasos previstos. Lleva en sus alforjas la última carta de Juan Martín de Pueyrredón, en la que el Director Supremo le reiteraba su confianza en el éxito de la misión, pese a los temores que despertaba el desafío: “Es preciso que Dios sea godo para que no ayude nuestra empresa”, decía.


Además de mapas y planos pormenorizados de la travesía, el Libertador portaba las instrucciones oficiales acerca de cómo debía conducirse en Chile y, en especial, del tono y contenido de las comunicaciones a dirigir al pueblo chileno: “Se celará no se divulgue ninguna especie que indique saqueo, opresión, ni la menor idea de conquista, o que intente conservar la posesión del país auxiliado”, reiterando que la independencia y la libertad de los pueblos americanos y la gloria de las Provincias Unidas eran los móviles excluyentes de aquella expedición.


Bartolomé Mitre, en su Historia de San Martín y la emancipación americana, describe el atuendo sanmartiniano: “Iba vestido con una chaqueta guarnecida de pieles de nutria y envuelto en un capotón de campaña con vivos encarnados y botonadura dorada; botas granaderas con espuelas de bronce, su sable morisco ceñido a la cintura; cubierta la cabeza por su típico falucho bicornio, forrado en hule, que, para mayor seguridad, sujetó con un pañuelo por debajo de la barba”. Tal como se lo ve en casi todas las imágenes que reflejan el histórico momento.


Para el Libertador no era un viaje de placer; tenía muchos problemas de salud: úlceras a veces sangrantes, dificultades respiratorias que se presentaban con frecuencia y síntomas de una gota incipiente, entre otros. Males psicosomáticos, que recrudecían cada vez que el estrés lo agobiaba, cosa que pasaba a menudo, y que en las inclementes alturas parecían ensañarse aún más.


Para aliviar los agudos dolores gastrointestinales, siempre tenía a mano una poción a base de láudano para beber un trago y poder seguir. Como el láudano es un derivado del opio, este hábito fue difundido maliciosamente por sus enemigos para desacreditarlo. Cuando podía hacerlo, tomaba baños termales para morigerar el dolor de articulaciones. Sufría de insomnio, le costaba conciliar el sueño y a veces debía dormir sentado por el asma que le cerraba los bronquios. El doctor Diego Paroissien, médico del ejército, vigilaba con ojo atento la salud del Libertador.


Estaba próximo a cumplir 39 años y hacía casi treinta que llevaba vida de cuartel, sin más descanso que los escasos meses que mediaron entre la baja en España y su arribo a Buenos Aires en 1812. Además de ser un hombre reconcentrado y excesivamente meticuloso, que no dejaba nada librado al azar ni solía exponer sus sentimientos o efusiones en público, no se cuidaba lo suficiente; fumaba y su dieta —abundante carne y guisos picantes— resultaba contraindicada para su úlcera. Pese a todo, dejaría de lado esos padecimientos y no descansaría para llamarse a reposo hasta que la independencia americana y el sueño de la Patria Grande fueran una realidad palpable.


En Mendoza habían quedado Remedios, su joven esposa, y Mercedes Tomasa, la hija de ambos que acababa de cumplir cinco meses. Su mente está dividida entre esos afectos íntimos, siempre presentes, y las vicisitudes de la guerra endemoniada cuya suerte muy pronto se jugaría al todo o nada en tierra chilena. La moneda estaba en el aire. Gloria o muerte: bien sabía que no había término medio para la empresa en que se hallaba empeñado. En todo eso cavilaba mientras la mula, cautelosa, hollaba los senderos cordilleranos bordeando abismos insondables como la suerte que lo esperaba del otro lado.


En la cuesta de Valle Hermoso se desató una tempestad de granizo que obligó a detener la marcha. Cuando amainó el temporal, según cuenta Bartolomé Mitre: “Apeóse de su mula, se recostó en el suelo y se durmió con una piedra por cabecera. Al tiempo de continuar la marcha, pidió a su asistente los chifles guarnecidos de plata en que llevaba su provisión de agua y de aguardiente de Mendoza; invitó al coronel Hilarión de la Quintana —a quien había nombrado su primer ayudante de campo—, y reconfortado por aquel corto sueño después de tantas noches de vigilia, encendió un cigarrillo de papel y mandó que las charangas de los batallones tocasen el himno nacional argentino, cuyos ecos debían resonar bien pronto por todos los ámbitos de la América del Sud”.


En lo alto, un cóndor con sus alas desplegadas sobrevuela la escena. Sencillamente sublime…


Cruce de Los Andes | San Martín | Historia Argentina | Esteban Dómina

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