¿Qué hago? ¿Compro dólares, renuevo el plazo fijo, cambio el auto o me tapo la cabeza con la frazada?, se pregunta un atribulado argentino en el living de su casa mientras contempla azorado las imágenes explícitas del derrumbe global que muestra la pantalla del televisor. Y más azorado todavía por el súbito viraje de los países capitalistas hacia recetas hasta hace poco repudiadas, como la nacionalización de la banca, por ejemplo.
Por lo visto la cosa viene seria, murmura. Peor aún que el crac de 1929, según dicen. A su lado, su mujer escucha los análisis triviales que los profetas mediáticos de la televisión porteña derraman incansablemente y se pregunta a su vez si por la mañana, en la feria, los precios serán los mismos de hoy y si en las góndolas habrá carne y leche.
En un barrio vecino, un operario de Iveco que fue suspendido busca en las noticias algún indicio de que será algo pasajero: lo de él es más grave; está en juego su trabajo. En una vivienda rural, en tanto, un productor agropecuario que está mirando el mismo canal hace cuentas y comprueba que, con la última cotización de la soja, no le cierran los números.
Y podríamos seguir. Postales como esas se repiten a la misma hora en casi todos los hogares argentinos. Hay preocupación desde que el mundo, cual gigantesco Perito Moreno, comenzó a resquebrajarse y soltar enormes trozos de hielo que caen estrepitosamente sobre las aguas globales. Causan un gran revuelo y provocan en las personas, por más lejos que estemos del centro de los acontecimientos, una inconfundible y amarga sensación de zozobra.
A lo que más le temen los argentinos es a la factura. A esa que tarde o temprano saben que va a llegar. ¿Cuánto durará la crisis? Imposible saberlo. Cuánto costará y qué quedará del sistema financiero global cuando amaine el temporal –si es que amaina– tampoco. Lo único seguro es que la factura va a llegar. Por una razón simple: los países centrales –los más golpeados por la crisis- tratarán por todos los medios, como lo hicieron siempre, de trasladar los costos hacia la periferia. Donde estamos nosotros. Entonces es muy importante saber qué tienen en mente los gobernantes de cada país, entre ellos el nuestro, para sofrenar los efectos inmediatos del temporal y, más importante aún, tratar que la factura, cuando llegue, pase de largo.
Reacciones
Frente a grandes problemas –la crisis que azota al mundo lo es- pueden adoptarse diferentes actitudes, pero haciendo una enorme simplificación del vasto menú, nos quedamos con dos: negarla o aprovecharla.
De entrada, el Gobierno argentino pareció haber optado por la primera; al menos ésa fue la sensación que quedó luego de que la Presidenta, durante su última visita a los Estados Unidos, mientras hacía sonar la campana de Wall Street, ensayó casi un canto tribunero, de esos que las hinchadas dedican a sus rivales para mortificarlos: ¿vieron que ustedes también son vulnerables, que el mercado no soluciona todo?, les dijo en la cara a los maltrechos operadores prontos a quedarse sin trabajo.
Desahogo ideológico o licencia discursiva al margen, lo cierto es que para la Presidenta, hasta ahí, la calamidad global en ciernes no nos afectaba, y que los que necesitaban un plan B eran ellos y no nosotros que, afortunadamente, según su visión, estábamos a salvo de cualquier cataclismo por haber aplicado un modelo propio, autóctono, que ahora mostraba sus bondades. Presentó como una virtud lo que no necesariamente lo es, porque no hay aislamiento posible ni desacople capaz de poner suficiente distancia con fenómenos, como el presente, que llegan a todas partes.
Algo es cierto: la Argentina está más sólida que otras veces, que a fines de 2001 por caso, cuando no habríamos aguantado un solo round. Sin embargo, cuando el jazz se pareció más a un malambo furiosamente zapateado, quedó a la vista que el diagnóstico presidencial estaba errado y el contagio fue inevitable. Pruebas al canto: los coletazos del tifón no tardaron en llegar a nuestras costas, provocando aquí los mismos efectos que en todos lados: bolsa para abajo, bonos por el piso, riesgo país eyectado a las nubes, crédito escaso y caro y cosas por el estilo. Como tampoco quedaremos librados de los pesares que siguen a un colapso internacional de magnitud: enfriamiento de la economía, menor consumo, impacto en el empleo y, en general, en la vida cotidiana. No se necesita ser premio Nobel para saberlo.
“Reseat”
Reseat es una palabra inglesa que, literalmente, quiere decir cambiar de asiento o volverse a sentar. Pero tiene otra traducción: “rectificar”, que fue la adoptada por los fabricantes de nuevas tecnologías para indicar una función consistente en empezar de nuevo. Es el botón que tiene cualquier computadora para sacarnos de apuro cada vez que nuestra impericia o los caprichos del software nos impiden seguir adelante con lo que estamos haciendo. Los usuarios más jóvenes, incluso, acuñaron un neologismo que usan a menudo: “resetear”, que es precisamente volver todo a foja cero y recomenzar cuando todo parece estar pedido, cuando la situación es crítica por demás o el daño es muy grande y los parches y remiendos ya no surten ningún efecto.
Eso es lo que está haciendo el mundo, “resetearse”. Aunque la crisis sigue adelante y cada día se escribe un nuevo capítulo más dramático que el anterior, el cerebro del ordenador global está trabajando, desarrollando un nuevo orden económico, un tablero con los mismos actores pero con diferentes reglas de juego. Que no necesariamente será benéfico o mejor para las llamadas economías emergentes –eufemismo que reemplazó a “países en vías de desarrollo” o, directamente, a “países dependientes”– y lo más probable es que no lo sea.
Sin embargo, detrás de la crisis se esconde una oportunidad para países como el nuestro, por aquello de que toda gran crisis iguala hacia abajo y, como en el juego de la Oca, vuelve a colocar a todos en la línea de partida, o al menos acorta las diferencias, que hasta ayer eran abismales. Desde ese punto de vista, los países que sepan aprovechar convenientemente esta circunstancia impensada unos pocos meses atrás, pueden reposicionarse mejor de cara al futuro. Claro que nada es gratis, para eso deben comenzar por hacer una lectura correcta y obrar en consecuencia.
Estamos a tiempo
La buena noticia es que estamos a tiempo. ¿A tiempo de qué? De “resetearnos” también nosotros. De intentar aprovechar la crisis y convertirla en una oportunidad. Adoptar una nueva agenda, revisar y sincerar las metas para 2009 y, por ejemplo, de una vez por todas resolver el conflicto con el campo. Poner los productores a producir, cambiarles el humor, sacarlos de la vera de las rutas y acordar con ellos una política sencilla y eficaz, donde cada parte ceda lo que tiene que ceder. ¿Es tan difícil?
Mantener la intransigencia puede costarnos caro. Trazar una estrategia coherente, que libere las fuerzas productivas y proteja la industria y el trabajo local todo lo que se pueda. Y olvidarnos del tren bala, al menos hasta que el maná vuelva a llover desde el cielo. Y arreglar el asunto del Indec. Otra cosa que sería interesante reconsiderar es cuáles amigos nos son más útiles en el mundo que viene, si los pocos que tuvimos hasta hoy o un abanico más amplio, capaz de brindarnos mayor contención en un tiempo donde resurgirá con fuerza la conveniencia de potenciar las asociaciones regionales y las relaciones multilaterales activas.
También la política, tal como hoy la conocemos en la Argentina, debiera cambiar. Hacerse más cooperativa y, sobre todo, más solidaria con la gente. No estaría nada mal que hubiese más diálogo, apertura, búsqueda de consensos y asesoramientos calificados. Nadie vería con malos ojos que, frente a la crisis, el Gobierno deje de lado los enfrentamientos estériles y busque ayuda; o al menos se deje ayudar.
El conflicto con el campo, que duró meses, encendió luces amarillas. Ahora es el mundo el que está en alerta roja. ¿Seguiremos ignorando las señales o, positivamente, sorprenderemos a propios y extraños con una actitud inteligente, práctica y despojada de prejuicios? Si a quienes gobiernan les cuesta dejar de lado ciertos enfoques o cambiar de rumbo, esta vez, en medio de una hecatombe mundial de proporciones, tienen la oportunidad de hacerlo sin que se note demasiado.
No es momento para ortodoxias o rigideces vanas. ¿O acaso los países occidentales, templos del capitalismo y adoradores del libre mercado, empujados por la crisis, no tiraron por la borda ataduras dogmáticas ancestrales sin ponerse colorados? ¿Qué tiene de malo hacer lo que conviene hacer cuando las circunstancias lo exigen? No todo está perdido: “El dinero desaparece”, dijo hace poco el Papa para desdramatizar la situación, y tiene razón. Y los países quedan: es bien sabido que toda crisis deja ganadores y perdedores. No está escrito en ningún lado que debamos estar entre los segundos. De nosotros depende.
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