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¿Cómo fue la Revolución de Mayo?

¿El 25 de mayo de 1810 fue, como nos enseñaron de niños, una jornada glamorosa y apacible, sólo perturbada por la llovizna que supuestamente caía ese día? ¿O fue, en cambio, el resultado de una operación política que no tenía dada de ingenua? Si nos atenemos a lo que cuentan los libros de la primaria o se muestra en las representaciones escolares, con niños embadurnados con corcho quemado y niñas disfrazadas de dama antigua bailando el pericón, pareciera que aquello, más que una revolución, fue una fiesta con empanadas, pastelitos y chocolate caliente. Y paraguas y cintas celestes y blancas. Sin embargo, el 25 de Mayo de 1810 las cosas fueron bien diferentes. Quizá confunde un poco que no hubo tiros ni muertos, ni siquiera contusos. Pero igual fue una revolución.

El 25 de Mayo fue el punto culminante de una sucesión de hechos y movidas que jalonaron el camino hasta llegar a esa instancia decisiva, cuando los líderes del movimiento que se venían moviendo en las sombras pusieron las cartas sobre la mesa. ¿Qué había pasado hasta allí? Veamos: días atrás había llegado la noticia de la caída de la Junta de Sevilla, último reducto monárquico, y ni bien corrió la voz, en la jabonería de Vieytes se ultimaron los preparativos para tomar el poder. Enseguida vinieron el Cabildo Abierto del 22 de mayo y el intento postrero del partido español de mantener al virrey Cisneros en funciones. El 25 fue el día D, el último plazo que fijaron los patriotas para liquidar el pleito.

Para entender mejor cómo fueron las cosas, repasemos un jugoso diálogo que Vicente Fidel López, uno de nuestros historiadores más fiables, reproduce en La gran semana de Mayo. La escena transcurre en las inmediaciones del salón donde el Cabildo deliberaba a puertas cerradas mientras en la plaza, según el relato tradicional, el pueblo reunido reclamaba saber de qué se trataba todo aquello. A esa altura, un par de delegados de los patriotas ingresaron al edificio a parlamentar mientras que afuera, ante la falta de definiciones, el clima se caldeaba cada vez más y algunos exaltados comenzaban a perder la paciencia. No sabemos si llovía o brillaba el sol de otoño. Fue entonces que el síndico Leiva, que timoneaba las arduas negociaciones, se asomó al balcón y comprobó que en la Plaza de la Victoria sólo permanecía un puñado de personas; los demás, cansados de la espera, se habían marchado a sus casas.

-¿Dónde está el pueblo? ¡Nosotros no vemos ahí sino un número muy reducido de individuos! –le hace decir López al funcionario español, en tono altanero, provocando a los patriotas que reclamaban la renuncia del virrey y la conformación de una nueva junta de gobierno. -Señores del Cabildo -habría contestado Beruti en tono firme, aunque sin perder la calma-, esto ya pasa de juguete, no estamos en circunstancias de que ustedes se burlen de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con moderación, ha sido por evitar desastres y la efusión de sangre. El pueblo en cuyo nombre hablamos está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otras partes la voz de alarma para venir acá. Si quieren ustedes verlo, toquen la campana, y si es que no tienen el badajo, nosotros tocaremos generala, y verán ustedes la cara de ese pueblo cuya presencia echan de menos. ¡Sí o no! Pronto, señores: decididlo ahora  mismo porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños, pero si volvemos con las armas en la mano, no respondemos de nada.

Ahora o nunca Claro como el agua: sí o no. El que así hablaba era Antonio Beruti, el manso repartidor de cintas celestes y blancas según la versión edulcorada, que lejos de serlo era en realidad uno de los cabecillas del movimiento junto a su inseparable amigo Domingo French, igual de fogoso. Los dos comandaban el grupo de choque del bando patriota, la llamada Legión infernal, una pandilla de sujetos tan duros como incondicionales a sus jefes,

El que citamos fue un minuto crucial, un instante dramático en que la revolución se jugaba a suerte o verdad: quizá no se repetiría otra oportunidad como esa. El planteo del bando criollo ya se había puesto a consideración y sólo restaba saber si las autoridades del Cabildo aceptaban o no resignar el mando para dar paso a un nuevo gobierno. Según cómo reaccionaran los españoles, las cosas podían resolverse por las buenas o salirse por completo de cauce. Si el representante del rey se mantenía firme y no flexibilizaba su postura, lo más seguro era que Beruti cumpliera su amenaza y convocara a la gente que aguardaba en los cuarteles –los barrios de entonces- con lo que la trifulca estaría asegurada y seguramente correría sangre. Si en cambio Leiva y los otros reconocían que tenían perdida la partida, todo sería más fácil. Ocurrió lo segundo, y acto seguido se proclamó la Primera Junta, se labraron actas y el camino quedó expedito para que el poder cambiara de manos. Los integrantes del nuevo gobierno esperaban el resultado de las negociaciones reunidos en casa de don Miguel Azcuénaga; menos Mariano Moreno, a quien al parecer hubo que traer de otra parte para que todos juntos, con Cornelio Saavedra a la cabeza, marcharan a jurar sus cargos en el Cabildo. Circunspectos, tensos por la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, caminaban Belgrano, Paso, Castelli y Larrea, entre otros. Apenas se conoció la buena nueva, las iglesias echaron a vuelo sus campanas, en los regimientos se tocó a diana, comenzaron a explotar cohetes y salvas por todas partes y damas y caballeros ganaron las calles para celebrar el acontecimiento: había nacido la Patria.

Misión cumplida Así fueron las cosas, que podrían haber sido bien diferentes si como se dijo el bando español oponía resistencia. No lo hizo, porque si bien los partidarios del rey contaban aún con el apoyo de muchos vecinos notables y de una parte del clero, carecían de poder de fuego desde que los principales cuerpos militares, empezando por los Patricios, se habían plegado a la revolución. De mala gana, accedieron entonces a ceder el poder. El primero en entenderlo fue el propio virrey Cisneros, que dio un paso al costado, abandonó el Fuerte y se embarcó rumbo a Montevideo. Pese a que todo se hizo en nombre de Fernando VII, por esos días preso de Napoleón Bonaparte, todo el mundo sabía que el propósito del nuevo gobierno era obtener la completa emancipación de España. No más amos. Claro que los integrantes de la junta, conscientes de la magnitud del paso dado, no lo dirían en voz alta hasta conseguir más adhesiones y lograr que la relación de fuerzas fuese más favorable. Hasta allí todo había sucedido en Buenos Aires: era menester entonces recorrer de punta a punta el extenso virreinato y sumar a los pueblos del interior a la causa revolucionaria, algo nada sencillo. Tanto que la suerte fue esquiva al principio, con Córdoba sublevada, Montevideo y el Paraguay reticentes a acatar las nuevas autoridades y el Alto Perú controlado por el español. No quedaba otro camino que emprender una larga y cruenta guerra que costaría muchas vidas y enormes sacrificios.

Desde esa perspectiva, la Revolución de Mayo fue más un punto de partida que de llegada, el primer hito de un largo proceso histórico que culminó varios años más tarde, después de sufrir avatares que más de una vez pusieron en vilo la independencia que finalmente se consiguió.

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