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Del setentismo a la era social

Los años ‘70 tuvieron en la Argentina un alto voltaje. A diferencia de los edulcorados ‘60, la década setentista fue un tiempo de convulsiones sociales y políticas. Bien puede decirse que en esa década las tensiones acumuladas durante el período que va desde 1955 hasta 1969 rompieron los socavados muros de contención y se derramaron con furia sobre la sociedad, y nada ni nadie quedó al margen de la impetuosa oleada.

En el fragor de las luchas populares de aquellos años se acuñó un pensamiento setentista, de perfiles propios, y a la vez autónomo de los dogmas en boga, que dio sustento a los diferentes actores y caracterizó a la tórrida etapa.

Ese pensamiento, enfocado desde una perspectiva ideológica, suele ser encasillado como de izquierda y violento y, por lo tanto, poco apto para resolver los problemas actuales del país. En un mundo que cambió radicalmente, aparece como anacrónico e inaplicable. Sin embargo, en tanto parte de un debate no saldado, a menudo emerge y se asoma, impertinente, ya sea en el discurso o en la acción de protagonistas actuales.

No debe olvidarse que, además de una corriente ideológica, el setentismo fue un modo cultural y de vida que involucró a toda una generación de argentinos: en aquellos años, la ideología impregnaba cada uno de los actos de la vida cotidiana, hasta los más insignificantes.

Por ese motivo, la perspectiva generacional aparece con fuerza cuando se trae al presente el fenómeno setentista.

Los del ‘70 A riesgo de resultar tedioso, a veces vale la pena remitirse al diccionario de la Real Academia para precisar los alcances de alguna palabra, sobre todo de palabras pesadas por su contenido, como “generación”, definida por aquél como conjunto de personas que, por haber nacido en fechas próximas y recibido educación e influjos culturales y sociales semejantes, se comportan de manera afín o comparable en algunos sentidos.

A tenor de la acepción transcripta, la del ‘70 fue una generación con todas las letras. Comprende a los que en 1973 tenían entre 18 y 28 años, límites que pueden correrse un par de años para abajo o para arriba y elastizarse hasta incluir algún que otro veterano de guerras anteriores. Los intelectuales progresistas de entonces, en su mayoría, acompañaron el ruidoso proceso juvenil. Como nunca antes (ni después) una generación completa se involucró de manera activa en la lucha política, cuyo pico fue, precisamente, el señalado año de 1973. Casi todos los comprendidos en la franja etaria juvenil, de un modo u otro, directa o indirectamente, participaron del vértigo político-militar de aquellos días. Dolorosamente, muchos quedaron en el camino.

Los sobrevivientes tomaron distintos rumbos; no todos siguieron en política, al menos activamente. En realidad fueron los menos. El grueso, con grandes dificultades, abandonó la lucha por el poder y se reinstaló socialmente, en muchos casos tras un forzoso exilio externo o interno, empujado por la Triple A o la persecución durante la etapa del Proceso.

Algunos intentaron un acercamiento a la política en 1983, estimulados por el retorno de la democracia, pero el impulso duró poco. La imagen de Alfonsín y su atractivo discurso socialdemócrata se hicieron añicos ante los ojos de los setentistas con las leyes de obediencia debida y punto final.

Más tarde, la experiencia menemista despertó sensaciones encontradas: hubo quienes se reciclaron en esa etapa, mientras que para otros la estética menemista y algunos paradigmas de la política oficial, como las “relaciones carnales” con los Estados Unidos, resultaron indigeribles. Presumiblemente, buena parte de los desencantados, ya no con el gobierno de turno sino con la política toda, se refugiaron en el voto bronca o el voto en blanco en la década del ‘90. Tampoco fenómenos más recientes, como el Frepaso y la Alianza, los sacarían del ostracismo. Fueron, para la mirada setentista, procesos mediáticos, oportunistas (en sentido literal y no peyorativo), pero de escasa sustentación social e histórica, incapaces de enamorar desde lo ideológico.

Entre los que, a pesar de todo, siguieron o reanudaron la actividad política, hay quienes llegaron a ocupar espacios importantes desde 1983 a la fecha, pero ninguno como quien ejerce en la actualidad la presidencia de la Nación. Néstor Kirchner es un representante genuino de la generación del ‘70, a la que llevó 30 años colocar a un hombre de sus filas en la máxima magistratura. Antes, otros habían alcanzado posiciones destacadas, tanto en el ámbito nacional como provincial, pero es la primera vez que un miembro de aquella generación “llega” a la presidencia, como culminación del ciclo histórico.

Este solo hecho amerita una mirada hacia el pasado reciente.

Las ideas de los ‘70 La ideología dominante era revolucionaria. El mundo estaba en erupción y la Argentina no se quedaría al margen: también aquí soplaban vientos huracanados. ¿Por qué se peleaba? A esto, todos, aun buena parte de la derecha, responden “por un hombre nuevo y por una sociedad más justa”. Ésta era, sucintamente, la utopía en estado químicamente puro que daba sustento al compromiso humanista y militante y a la entrega generosa de los

El intríngulis se desataba a la hora de establecer los contenidos ideológicos de aquellas consignas altisonantes. ¿Cuál es esa sociedad más justa? ¿Cómo se llega a ella? A la hora de responder estos interrogantes brotaban a borbotones todas las doctrinas, teorías y gurúes desde Marx hacia acá. Se mezclaban, como en una curiosa torre de Babel, las enseñanzas de Lenín, Mao, Ho Chi Min, Marcusse, Althuser, Gramsci, Fannon, con las Primo de Rivera y algún que otro teórico fascista. Se confundían en un mismo caleidoscopio los ardores de los amantes del socialismo, con los del nacionalismo o del comunismo y los adherentes a la lucha armada o la toma violenta del poder con los predicadores de otros métodos menos rigurosos. No había una síntesis posible de aquella parafernalia, ni podría haberla. Sólo había cierto grado de consenso alrededor del socialismo como meta, que cada quien definía a su gusto, y del acceso al poder “por las malas”, ya que nadie creía que las fuerzas armadas pudieran soltarlo “por las buenas”. Todo lo demás desunía. También había unanimidad en recoger el nombre de Ernesto Guevara como la figura emblemática y ejemplo de conducta a seguir: el “Che” era el ídolo indiscutido de la generación del ‘70. En un país dependiente, no podían estar ausentes del discurso revolucionario los contenidos antiimperialistas. Terminada la Segunda Guerra el poder hegemónico del mundo pasó a manos del imperialismo americano (aunque la derecha gustaba hablar de “los dos imperialismos”), lo que dio lugar, a su vez, a un afinamiento de la teoría de la dependencia. El eufemismo cepalino impuesto durante los ‘60 para designar a los países tercermundistas (“en vías de desarrollo”) fue reemplazado por el más explícito “países dependientes”. A la vez que se asumía la condición de tal, en la Argentina y en el mundo colonizado la juventud enarbolaba la bandera de la liberación nacional, sobre cuyos contenidos también había distintos enfoques.

Existía algo más que dividía las aguas, que separaba los bandos, aun los de parecido pelaje: el peronismo. Buena parte de la energía se gastaba en discutir acerca de si el peronismo representaba el mejor camino o el más directo hacia la toma del poder o si, en cambio, escondía una trampa mortal para la clase obrera y los sectores populares. Peronismo de por medio, las coincidencias básicas mencionadas rápidamente encontraban dos cauces bien diferentes: el que se propiciaba desde el peronismo revolucionario y el que se agitaba desde la izquierda no peronista (o antiperonista, a secas). Cómo se dirimió en la faz práctica esta polémica es historia conocida: a los tiros.

Abusando de la síntesis, podría afirmarse que la mayoría de los programas en boga en la década del ‘70, dejando a un lado las medidas extremas como, por ejemplo, expropiaciones generalizadas y compulsivas, contemplaban más o menos las mismas cosas y apuntaban hacia un planteo nacionalista y estatista que, según los distintos matices, dejaba muy poco fuera de la órbita del Estado.

Ese planteo estaba en línea con el mundo de entonces, todavía bipolar y sacudido por las luchas coloniales. El campo socialista era vasto: a los gigantes Rusia y China se habían sumado experiencias nuevas en otros países que ampliaban considerablemente el espectro de opciones y preferencias. Allí estaban Cuba, Argelia, Vietnam e incluso Chile, entre las revoluciones más simpáticas y modelos a imitar si no se quería caer en la exclusiva referencia soviética. Los procesos insurgentes en esos países eran relativamente cercanos y resonaban aún los ecos del Mayo francés, de la primavera de Praga y del Cordobazo: en todas partes se respiraba ideología.

El mundo capitalista, en tanto, estaba casi reducido a los Estados Unidos y a Europa, aunque en esta última la izquierda era fuerte y controlaba varios países. El Mercado Común Europeo era aun más una promesa que una realidad palpable.

Argentina, después de los militares, asumía la tercera posición y se enrolaba en el Movimiento de Países no Alineados, integrado mayoritariamente por naciones sudamericanas y africanas. Era el famoso Tercer Mundo. Esta, la del alineamiento internacional independiente, era otra pata de la ideología setentista, y, como se dijo, mucho tenía que ver con la doctrina justicialista de la tercera posición.

O sea que, a grandes rasgos, el modelo setentista propiciaba un país socialista, con mucho Estado, tercermundista, no alineado ni con Estados Unidos ni con Rusia, y socialmente igualado. El “cómo” lograr semejante objetivo no estaba demasiado claro, sólo que este proceso debían liderarlo la clase obrera y los sectores populares.

No es motivo de este trabajo bucear en las causas del fracaso de esta tentativa; sólo diremos que los animadores de la experiencia setentista no lograron encontrar el camino para transitar políticamente la etapa democrática en medio de las contradicciones reinantes y que, finalmente, cayeron en el juego de la reacción. Fue decisivo, además, no haber sintonizado con Perón, líder indiscutido de esa etapa.

Perón Es interesante analizar la relación que unió a la generación del ‘70 con Perón, figura central del proceso setentista. Aunque a muchos pueda parecerles un exceso, la mayoría de los jóvenes de aquella época que “descubrieron” el peronismo provenían de familias antiperonistas. Para sorpresa (o disgusto) de sus mayores, aquellos jóvenes se aprendieron las estrofas de la pegadiza marcha, dispuestos a luchar por la vuelta del anciano General. Toda una curiosidad: las mismas capas medias que pocos años antes habían engendrado a los comandos civiles para derrocarlo, ahora, reconciliadas con el pueblo e incorporadas al gigante invertebrado y miope del que hablaba John William Cooke, luchaban por su retorno. Un proceso parecido se registró en el seno de la iglesia católica.

La relación de estos sectores juveniles con el veterano líder pasó por distintas fases, describiendo una singular parábola: a la indiferencia o rechazo inicial siguieron, sucesivamente, la aceptación, el encantamiento y la decepción final, en coincidencia con las diferentes etapas del proceso histórico vivido. Debe advertirse que hubo, en general, una percepción subjetiva de aquel hombre, que llevó a los jóvenes setentistas a ver en él sólo lo que querían ver. Perón, aunque a veces sorprendía con sus maniobras y picardías, no era tan imprevisible: su pensamiento era accesible. No fue sin dudas un líder revolucionario al estilo de Mao o Fidel con el que algunos dirigentes fantasearon. No lo era por formación y porque, además, no estaba dispuesto, más allá de la circunstancia táctica, a desprenderse de los componentes de derecha del movimiento, como lo pretendía la izquierda peronista. Probablemente si ésta lo hubiera aceptado tal cual era, podría haber encontrado cabida, claro que acotada, en el vasto y polifacético movimiento, precisamente porque Perón era tolerante.

Como sea, con el paso del tiempo parece haberse asentado en los protagonistas de aquella época un balance negativo en torno al papel que desempeñó Perón y una cuota de lógica decepción derivada de lo mismo.

A la distancia, queda claro que a Perón debió habérselo asumido a partir de lo que representó para los sectores populares y los más humildes y no desde la perspectiva de las veleidades de las capas medias e intelectuales de las que provenían la mayoría de los cuadros setentistas. Lo mejor hubiera sido no endiosarlo y colocarlo en el contexto histórico en que le tocó actuar. De haber podido, seguramente Perón hubiera liderado la etapa democrática o prerrevolucionaria. Es posible que sus deseos también sucumbieran ante el frenesí de la violencia desencadenada.

La violencia El tema de la violencia, la lucha armada, la acción directa o como quiera llamársele resulta insoslayable en cualquier balance de la década del ‘70. Todos los hechos resonantes de esa etapa están impregnados de violencia, convertida sin dudas en el mayor estigma de aquellos años. Hasta 1973 la violencia, inclusive la empleada por los grupos guerrilleros, era percibida como parte de la lucha contra la dictadura y como tal, aceptada o tolerada por la sociedad. Pero una vez alcanzados los objetivos por los que se luchaba, o sea recobrada la democracia y con Perón de regreso en la patria, mucha gente dejó de entender la lógica militarista de las organizaciones guerilleras y muy pronto éstas perdieron gran parte del sustento popular que las había acompañado hasta entonces. Paralelamente, comenzó a incrementarse el terrorismo de Estado, llevado a su máxima expresión luego del golpe de 1976. El romanticismo de la primera etapa dio paso al horror, a la represión sin límites: hoy todavía se discute si aquello fue una guerra. La mayoría de los argentinos no parece percibir los enfrentamientos de este pasado reciente en términos de una guerra, sino más bien de una confrontación salvaje y desigual entre guerrilleros empecinados y militares brutales, con víctimas de ambos lados.

Sin embargo, la célebre teoría de los dos demonios a menudo abandona los papers sobre Seguridad Nacional donde anida y repta en el discurso de algún que otro procesista en extinción, afirmando que sí, que hubo una guerra, y que por lo tanto, lo hecho, bien hecho estuvo.

El inconcluso proceso judicial no permitió cerrar la tragedia en el ámbito de los tribunales y la herida sigue abierta en la sociedad y es más profunda de lo que se cree. Sin embargo, no es menos cierto que los máximos responsables –de ambas veredas – fueron condenados socialmente por los excesos cometidos. Mientras que para muchos esto no es suficiente, para otros lo más importante es alcanzar la pacificación definitiva. Los primeros no se conformarán hasta ver debidamente castigados a los autores de la masacre y tienen derecho a ello, pero muchos otros, debido a los padecimientos sufridos, prefieren olvidar y simplemente quieren vivir en paz sin fantasmas del doloroso pasado.

Aunque indeleble, en la sociedad argentina quedó una delgada línea divisoria entre quienes tuvieron alguna participación en aquellos días fatídicos y quienes sólo fueron meros espectadores y después se llenaron de asombro al tomar conocimiento de lo que ocurría casi en sus narices. Tal vez esta “falla” en la estructura social sea menos explícita que la de España, tras la guerra civil, o la que dejó el holocausto en el cuerpo de la humanidad, pero de tanto en tanto emerge y amenaza en convertirse en una insondable fosa marina.

De allí que no sea nada sencillo para quien tiene en sus manos la conducción de los asuntos públicos tomar parte en esta delicada cuestión y decidir la mejor actitud al respecto: si estimular la memoria colectiva y profundizar la revisión del pasado o dejar que el tiempo haga su obra y cure las heridas. Como se verá, ninguna de las dos actitudes posibles puede ser livianamente descalificada a priori y ambas son respetables. Tal vez entenderlo así sea el principio de la definitiva reconciliación de los argentinos.

La deuda externa El grueso de la voluminosa deuda externa argentina se acumuló durante los ‘80 y los ‘90. La del ‘80, conocida como la década perdida por sus escuetos resultados, fue una década “plana” en todos los aspectos, un ricorsi de la historia. Se caracterizó por la agresiva oleada de capitales especulativos que inundó los países dependientes y dio nacimiento a una forma superior y más sofisticada de dominación: la del capital financiero internacional. A los pocos años este flujo se cortó y se invirtieron los papeles: ahora los países centrales reclamaban a los famélicos deudores el pago de la suculenta deuda. En Wall Street se acuñaba un nuevo eufemismo para designar a las víctimas de la rapacidad, en adelante no se hablaría de países dependientes ni subdesarrollados: ahora se les llamará “economías emergentes” a secas. Mientras, el mundo socialista se tambaleaba al compás del derrumbe inexorable de la Unión Soviética.

En los ’90 se renovó el libreto: fue la década del mercado. El Estado pasó a ser mala palabra y de Papá Noel se convirtió en una especie de cíclope, caro y torpe. La doctrina neoliberal, que rápidamente se entronizó en los foros internacionales, se afianzaba a la par de la fuerte hegemonía que alcanzaron los Estados Unidos durante esa década. Desaparecida la bipolaridad tras la caída del muro de Berlín, al mundo no le quedó más remedio que referenciarse en la economía más poderosa de la tierra. Fue, a su vez, la década del estallido de varias “economías emergentes”, como los países asiáticos, Rusia y Brasil, que generaron más de una zozobra en el sistema financiero internacional. Los organismos multilaterales de posguerra, comenzando por el Fondo Monetario Internacional, debieron multiplicarse para sofocar el incendio provocado por la burbuja financiera que ellos mismos habían contribuido a crear. Desde los centros de poder mundial se acorralaba a los gobiernos: o aceptaban las duras recetas monetaristas o el abismo se abriría bajo sus pies. Las privatizaciones y los insensibles ajustes fiscales estaban en el centro del severo libreto fondomonetarista.

El horizonte para los países deudores, sobre fines de la década del ‘90 era más que sombrío: endeudados y sin crédito externo tendrán que atender la tremenda secuela de pobreza y marginación que dejó tras sí el paso del tornado financiero internacional. A los gobiernos sobrevinientes les tocará la pesada faena de negociar el pago de la deuda contraída en las dos décadas anteriores. De cómo lo hagan dependerá no sólo el juicio de las futuras generaciones sino la calidad de vida de las actuales.

La era social El arranque del nuevo milenio mostró las miserias de la “era de las desigualdades”: casi dos tercios de la humanidad por debajo de la línea de pobreza fue el penoso saldo de la misma. La paradoja del hombre quedó flagrantemente planteada: nunca antes la humanidad había producido tanto, cuantitativa y cualitativamente, ni nunca el reparto había sido más inequitativo.

A la luz de la nueva realidad, no parece haber margen para el discurso extorsivo de los ‘90, ni para la acción intimidante de los bancos y organismos de crédito, ni, en fin, para un mayor empobrecimiento. ¿Lo entenderán así los dueños del mundo?

Como sea, es previsible (y deseable) que el mundo ingrese a una “era social”, más solidaria y con un claro sentido reparador de los atropellos cometidos contra los países más débiles. Lo contrario sería profundizar aun más un estado de cosas, manifiestamente inflamable desde el.

En este contexto, cabe preguntarse si, debidamente aggiornado y reelaborado, puede recobrar actualidad el pensamiento setentista que yace sepultado bajo el peso de dos décadas de liberalismo. Si se impone la revisión de temas tales como la función del Estado, la distribución del ingreso o las relaciones internacionales, ¿hay espacio, entonces, para las añejas recetas de los ‘70? La experiencia setentista terminó mal. O, en todo caso, no terminó, quedó trunca. Lo que vino después no fue mejor y tuvo mucho que ver con el rumbo que adoptó el mundo y los nuevos vientos que soplaron desde los centros de poder internacional.

Aun cuando algunas consignas setentistas puedan resultar seductoras, su evocación pertenece más al campo de la nostalgia que al del presente tangible: el pensamiento setentista, al menos como un todo, es inaplicable a la realidad actual. En un mundo sustancialmente diferente a aquél, la etapa de las confrontaciones estériles, aunque heroica, debe dar paso a un tiempo cooperativo, reparador y progresista y a la construcción de nuevos consensos sociales. En plena era de Acuario debe llegar la hora del hombre.

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