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Dominguito, el otro Sarmiento

Domingo Fidel Castro Martínez fue el fruto de un amorío trasandino de su padre, Domingo Faustino Sarmiento. Durante su primer exilio chileno, el sanjuanino se enredó en una historia sentimental con una dama casada: Benita Martínez Pastoriza, y tuvo un hijo con ella; sólo que para dejar a buen resguardo la honorabilidad de la madre, fue anotado con el apellido del marido de la señora. Que también se llamaba Domingo. El hombre, que le llevaba cuarenta años a Benita y era además su tío, falleció al poco tiempo, y entonces Sarmiento, de regreso de un largo viaje, se casó con la viuda y adoptó al niño que había cumplido tres años.

Corría el año de 1848. Los que siguieron fueron tiempos felices: en Yungay, donde moraban, el padre repartía sus horas entre complacer al pequeño Domingo y su actividad periodística. Sarmiento volvió para pelear en Caseros, pero al poco tiempo regresó a Chile, decepcionado con Urquiza, con quien no congeniaba. Sin embargo, no soportó estar lejos de la acción y retornó a Buenos Aires, donde se dedicó de lleno a la política, y de paso cortejó a la joven hija de su amigo Vélez Sarsfield.

Un par de años más tarde, Dominguito y Benita se reunieron con él; la vida familiar transcurrió sin mayores novedades hasta 1862, cuando Sarmiento fue enviado a San Juan. El escándalo estalló cuando Benita, picada por la duda, envió a su hijo a la oficina de correos a retirar la correspondencia de su marido y se enteró de ciertas cartas que llegaban de San Juan a nombre de una anciana que hacía de intermediaria con Aurelia Vélez. Ardió Troya. La noticia corrió como reguero de pólvora y durante semanas en los salones porteños no se habló de otra cosa.

Sin embargo, pasado el momento de furia, Benita intentó reflotar la relación con su esposo infiel y envió a Dominguito a San Juan, para intentar una reconciliación. No valió de nada: Sarmiento estaba decidido a poner punto final a su matrimonio y así se lo notificó a su hijo. A partir de ese momento, la relación entre ambos quedó irremediablemente dañada.

Poco después, para poner distancia con su drama familiar y los desaguisados políticos que lo envolvían, Sarmiento aceptó una misión diplomática en los Estados Unidos. Para entonces, Dominguito vivía con su madre y estudiaba en el Colegio Conciliar, donde se codeaba con lo más granado de la sociedad porteña y del que terminó expulsado por hacerse cargo de una travesura juvenil. Hasta allí, pese a todo, la vida parecía sonreírle.

La guerra Cuando estalló la guerra del Paraguay, como tantos jóvenes de su generación, Dominguito se alistó y partió al frente con las jinetas de Capitán. Nadie pudo disuadirlo de esa temeraria decisión; ni siquiera su madre, que se quedó con el corazón desgarrado y le envió todo cuanto el improvisado oficial reclamaba desde aquellas tierras remotas: desde dulce de leche hasta detalles de coquetería para su vestimenta: “El dolmán, el nudo, las botas y cuellos verdes para mi levita me hacen falta ya. Los pantalones mordoré y azules sajón de paño los necesitaré dentro de un mes...”.

Es que Dominguito estaba ansioso por entrar en acción. Aún no sabía que su bautismo de fuego sería el asalto a Curupaytí, una fortaleza enclavada en medio de la selva que albergaba casi 5.000 hombres, rodeada de fosos profundos y trincheras fortificadas.

Todos, veteranos y novatos, temiendo lo peor, escribían cartas y encomendaban objetos personales a sus camaradas para que en caso de muerte llegasen a manos de sus seres queridos. Dominguito, por caso, escribió a su madre: “No sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por la patria es vivir, es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará, y nunca más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas”. Al padre, con quien seguía disgustado, no le escribía.

La batalla más cruenta El 22 de septiembre de 1866, las tropas se despertaron con los cañonazos que, uno tras otro, la escuadra brasileña disparó durante horas desde el río, intentando sin éxito alcanzar el depósito de municiones de los paraguayos. Cuando por fin cesó el bombardeo, cerca del mediodía, Mitre dio la orden y los aliados avanzaron a bayoneta calada.

Enseguida comprobaron que aquella fortaleza era inexpugnable. Parapetados detrás de las defensas que habían construido con troncos afilados y montículos de tierra, los paraguayos los recibieron con una lluvia de granadas y descargas de fusilería. Los que marchaban al frente caían como moscas, barridos por la metralla. La mayoría de los atacantes quedó fuera de combate antes de llegar al foso, y los que lo lograban, perecían acribillados, con el agua hasta la cintura, intentando en vano cruzar al otro lado. Muy pocos lograron apoyar las escalerillas en el parapeto, sin poder trepar más allá del segundo escalón antes de ser derribados por las balas disparadas desde lo alto.

Durante horas, los fusileros hicieron tiro al blanco con los efectivos que desfilaban delante de ellos, dándose el lujo de escoger a los oficiales antes que a los soldados. Pronto, el terreno se pobló de cadáveres y malheridos: humo y ayes de dolor por todos lados. Las banderas manchadas con barro y sangre cambiaban de mano todo el tiempo, hasta que el nuevo portador caía unos metros más allá.

Aquella carnicería duró varias horas, hasta que Mitre comprendió que era inútil seguir sacrificando vidas y ordenó la retirada: soldados y oficiales confundidos en un patético desfile regresaban heridos y maltrechos, algunos ayudados por sus compañeros, otros usando sus fusiles como improvisada muleta.

El final de una vida joven En medio de aquel infierno, Dominguito quedó tendido en el fango, sin poder detener la hemorragia causada por la bala que le destrozó el tendón de Aquiles. Unos soldados lo hallaron aún consciente y con un revólver en la mano; entre cuatro lo cargaron en una manta hasta el campamento. Todo fue inútil: el hijo de Sarmiento murió desangrado pocos minutos después. Al tiempo, Ignacio Fotheringham, un oficial de origen inglés, confió al atribulado padre que supo que Dominguito estaba entre las víctimas cuando reconoció las botas de cuero que él mismo le había regalado pocos días antes porque las que llevaba el muchacho no servían en aquel suelo.

El cuerpo de Dominguito fue trasladado a Buenos Aires, donde se realizó el funeral cívico. Sarmiento padre estuvo ausente. Recibió la cruel noticia en los Estados Unidos, donde fungía como ministro plenipotenciario del gobierno argentino.

Después de eso, no volvió a ser el mismo. “Habría vivido en él, mientras que ahora no sé a donde arrojar este pedazo de vida que me queda, pues ni aquí ni allá sé qué hacer con ella”, se desahogó en una carta dirigida a Mitre. Sin embargo, la mayor honra fúnebre corrió por su cuenta, cuando abrumado por el recuerdo doloroso de su vástago, dos años antes de su propia muerte, escribió Vida de Dominguito, su última obra literaria. La corta biografía de un joven de apenas veintiún años. Después, quizá porque allá Dominguito regó su sangre, Sarmiento partió al Paraguay, donde esperó el final de sus días.

Los restos de Domingo Fidel Sarmiento reposan en el cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires, el mismo donde se hallan los de su padre.

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