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Día de la Raza, ellos estaban aquí

Ellos, los pueblos originarios, estaban aquí desde hacía rato cuando los españoles llegaron a estas tierras. Indios, les llamaron, porque los conquistadores estaban convencidos de que habían llegado a las Indias.

Aunque no se conoce con certeza la procedencia de nuestros aborígenes, el actual territorio argentino, igual que el resto del continente, estaba poblado por comunidades repartidas en las distintas regiones. Aquí moraban, entre otros, los querandíes en la costa bonaerense; los pampas y ranqueles en la vasta llanura; guaraníes, charrúas y mocovíes en la Mesopotamia; comechingones y sanavirones en el centro; diaguitas, quilmes y lules en el noroeste; matacos, tobas, abipones y guaycurúes en los bosques chaqueños; huarpes en Cuyo; tehuelches, araucanos, mapuches, onas y yaganes en la Patagonia y Tierra del Fuego. Con el paso del tiempo, todos, sin excepción, sufrieron, un proceso similar. A todos les esperaba, cuando no el aniquilamiento liso y llano, la extinción progresiva de su raza.

Pese al ocultamiento historiográfico del exterminio, los aborígenes argentinos corrieron igual suerte que sus hermanos del resto del continente americano, sólo que aquí no fue de un solo golpe como ocurrió en otras partes. Fue, en cambio, un proceso de degradación étnica y cultural, irreversible y progresivo, que persiste hasta nuestros días.

Historia trágica Los primeros contactos entre invasores e invadidos fueron violentos. El primero en pisar nuestras costas, Juan Díaz de Solís, en 1516, murió en el intento. Algunos años más tarde, en 1526, Sebastián Caboto levantó un pequeño fuerte en la desembocadura del río Carcarañá que fue arrasado poco después por los indígenas del lugar, lo mismo que la primitiva Buenos Aires, fundada por Pedro de Mendoza en 1536. Córdoba no se quedaba atrás, y en 1573 los naturales de Ongamira se cobraban la vida del capitán Blas de Rosales. Hasta que en 1630 se desataron las llamadas guerras calchaquíes, la más grande insurrección indígena en estas tierras, aplastada por lo españoles a sangre y fuego.

Una vez doblegada la resistencia inicial, los pueblos indígenas fueron reducidos y sometidos a trabajos forzosos. Los conquistadores impusieron regímenes inhumanos de explotación y servidumbre que en poco tiempo diezmaron la población aborigen. El hambre, el desarraigo, los castigos y las enfermedades, completaban el triste panorama de los vencidos.

Las experiencias menos cruentas, como las misiones jesuíticas del litoral y la Mesopotamia, no duraron mucho tiempo. Luego de la expulsión de los jesuitas en 1767, esos asentamientos fueron arrasados por los bandeirantes portugueses y las comunidades aborígenes sufrieron una regresión forzada a su estado original.

La Revolución de Mayo alivió la situación, reivindicando a los pueblos nativos. La Asamblea del año XIII dio por terminada la explotación servil de los indígenas, a la vez que convocó a diputados de las provincias precolombinas del Alto Perú. Más tarde, en 1816, Manuel Belgrano propuso al Congreso reunido en Tucumán que se coronase un príncipe inca como soberano de las Provincias Unidas.

En 1833, Juan Manuel de Rosas encabezó la primera campaña al desierto, esa inmensa extensión de tierra virgen que comenzaba a pocas leguas de la metrópoli y llegaba a los confines de la Patagonia. Rosas y otros estancieros de su tiempo organizaron y financiaron una expedición militar para reducir a las tribus que acosaban con sus malones a los poblados de frontera. El saldo oficial fue de 3.200 indios muertos y 1.200 prisioneros, y casi tres mil leguas cuadradas de tierras fértiles “ganadas” al desierto. Que fueron repartidas entre familiares y amigos partidarios del régimen, como los Anchorena. Nacían los primeros latifundios.

Después de Caseros, la Constitución Nacional recogió la cuestión indígena en su artículo 67, afirmando en uno de sus incisos que corresponde al Congreso: “Proveer a la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios, y proveer a la conversión de ellos al catolicismo”. En ese tiempo, más de la mitad del territorio nacional -buena parte de la llanura pampeana, la meseta patagónica y el Chaco- seguía ocupado por los pueblos aborígenes.

Tiempos modernos Lejos, muy lejos, del texto constitucional, el pensamiento dominante era que los indios representaban un estorbo para el progreso; que no tenían lugar en el país moderno que se proyectaba. Para la elite dirigente de entonces, los pueblos originarios eran esencialmente dañinos e imposibles de asimilar. Además, el territorio que seguía en manos de los aborígenes eran tierras fértiles y de gran valor económico, que los dueños del poder querían recuperar para sí.

Sin embargo, ya en ese tiempo había quienes veían las cosas de otra manera, como José Hernández, que en su Martín Fierro recoge el grito desgarrador de las víctimas de la civilización en ciernes. La segunda Campaña del Desierto, encabezada por Julio Argentino Roca, bien montada y mejor armada, llegó hasta las márgenes del Río Negro. El 25 de Mayo de 1879 se izó el pabellón nacional en la isla Choele Choel. Hasta ese momento, según el parte de guerra, “el saldo era de 1.313 indios de lanza muertos, 1.271 prisioneros, 10.513 indios de chusma cautivos y 1.049 reducidos”.

Los principales referentes de las tribus indígenas fueron cayendo uno a uno. Como el legendario cacique Pincén, tomado prisionero y recluido en la isla de Martín García. El último en rendirse fue Valentín Sayhueque, comandante de tehuelches y mapuches, quien fue llevado a Buenos Aires como trofeo de guerra y obligado a rendir pleitesía al ya presidente Roca. El jugoso saldo de la campaña fueron los 54 millones de hectáreas de las cuales las mejores tierras fueron repartidas entre los amigos del poder, dando lugar a nuevos latifundios. A los vencidos se les adjudicó un paraje junto al río Tecka, cuyas tierras resultaron malas, incultivables y rocosas; tanto que debieron ser traslados a otro lugar.

Para entonces, estancieros ingleses y galeses comenzaban a instalarse en la Patagonia, al sur del Río Negro, desatando una feroz cacería de indios y poniendo precio al par de orejas de tehuelche, mapuche, ona o yagán.

A los indios norteños no les iría mejor. En el Chaco, a las primeras expediciones militares de los generales Uriburu (1870) y Victorica (1884) les sucedieron permanentes incursiones militares que liberaron la zona a la colonización. Miles de indígenas de la región fueron capturados y obligados a trabajar en condiciones infrahumanas en los obrajes madereros que abastecían a La Forestal. Otros tantos, una vez reducidos, fueron a parar a los ingenios azucareros y tabacaleros emplazados en las provincias de Tucumán y Salta.

Asignatura pendiente Pasada la etapa de sometimiento y aniquilación, la reparación histórica sigue esperando. Los pueblos originarios cayeron en el olvido y siguen lejos de las prioridades oficiales. Pese a que la reforma constitucional de 1994 los reivindica y otorga derechos retroactivos, los reclamos persisten.

En síntesis: como resultado del escaso interés de los argentinos por nuestros antepasados, son muy pocos los vestigios de las culturas autóctonas que llegaron hasta nuestros días y, en cambio, muchas de ellas desaparecieron definitivamente. Ni siquiera hay datos oficiales fehacientes de la población indígena, que según algunas estimaciones supera el millón de personas pertenecientes a una veintena de comunidades aborígenes de distinta procedencia. Va siendo hora de saldar esa deuda.

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