"La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma republicana, representativa y federal", establece la Constitución Nacional. A 25 años de la restauración democrática de 1983, bueno es preguntarse: ¿qué tanto lo es la Argentina actual?
No hay duda de que las formas se han guardado en forma más o menos aceptable y que las nefandas dictaduras del pasado quedaron definitivamente atrás. Sin embargo, la renacida democracia argentina fue perdiendo buena parte del glamour que exhibía en aquella primavera de 1983. Después, la realidad se encargó de poner esos sueños en caja. El resultado está a la vista: un paisaje con luces y sombras, donde conviven prometedores signos de maduración ciudadana con vestigios de autoritarismo y residuos de antagonismos pasados.
Pero volvamos a la pregunta del principio. El diseño republicano, se sabe, reposa sobre la división de poderes, ese sabio principio que asegura sanos equilibrios y controles cruzados. Sin embargo, en nuestra Argentina la independencia de poderes tiene más de cliché que de realidad. Lo que existe en la práctica es la sujeción de dos de ellos –el Legislativo y el Judicial- a un tercero, el Ejecutivo, que parece tener una jerarquía superior. Y si no, basta posar la mirada sobre el Congreso, que se diluyó casi por completo. Esta tendencia, perniciosa por donde se mire, se agravó en extremo durante los últimos años, cuando, en nombre de la emergencia primero y de la gobernabilidad después, pese a estar expresamente prohibido, el Congreso delegó en otro poder funciones esenciales que le son propias. Y se las renueva cada vez que se lo piden.
Algo parecido ocurrió con el Poder Judicial, que históricamente no supo conservar su majestad e independencia frente al mandamás de turno y, en cambio, suele mostrarse proclive a aceptar presiones y complacer deseos del poder político, a costa de su propio prestigio.
"El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes...", sentencia la Constitución. Queda claro así que la nuestra es una democracia representativa. O de representación indirecta, si se prefiere.
A fines de 2001, la gente, fuera de sí, golpeaba cacerolas al grito de "que se vayan todos". ¿Todos quiénes? Sus representantes. La sociedad no creía en nada ni en nadie: era una crisis de representación explícita. Sin embargo, la sangre no llegó al río y allí están, casi todos, los mismos de entonces. Pero, cuidado, aquella comezón no está aplacada. Está apenas dormida. Sobrevino una larga tregua, sí, y todo pareció volver a ser como era, pero el germen de la ira late bajo la piel escaldada de los argentinos. Nada indica que los ciudadanos estén conformes con el modo en que funcionan las instituciones que los representan ni con quienes las hacen funcionar. Ni absolvió del todo a los políticos, que siguen bajo la lupa.
Algo falla en un sistema que permite representar hoy a una provincia y mañana a una distinta, o alcanzar la banca por un partido y a los cinco minutos pasarse a otro. Mejorar la calidad de la representación ciudadana sigue siendo una asignatura pendiente.
"Federal", dice la Constitución. Nada que reprochar. Al fin y al cabo, las provincias son preexistentes a la Nación. Sin embargo, la realidad es bastante diferente y el centralismo es el mismo que padecemos desde siempre, agravado por nuevos problemas. La mayor deformación reside en el manejo discrecional de los fondos públicos, que se asignan arbitrariamente y casi nunca en beneficio del interior.
La buena noticia es que para remediar los males sucintamente repasados no hace falta cambiar la Constitución, abolir las instituciones ni nada que se le parezca. Con lograr que éstas funcionen tal como fueron diseñadas alcanza. Podría ser el comienzo de un nuevo tiempo.
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