En 1955, la segunda presidencia de Juan Domingo Perón no pasaba por un buen momento. Atrás habÃan quedado las jornadas festivas de un gobierno que en su mejor hora habÃa cosechado la adhesión de vastos sectores populares. No es que la hubiera perdido, pero el clima polÃtico habÃa comenzado a cambiar y ya se percibÃan signos de agotamiento, especialmente en las capas medias y altas de la población. En parte porque la economÃa ya no derramaba beneficios como antes y en parte por el recorte de ciertas libertades, lo cierto es que con el paso de los dÃas crecÃa un peligroso estado de división en el seno de la sociedad.
La brecha se abrió aún más cuando Perón decidió profundizar el enfrentamiento con la Iglesia. Entonces desde los dos lados se jugó fuerte: el gobierno tomando medidas irritantes –como la ley de divorcio, por ejemplo- y la cúpula eclesiástica elevando más de la cuenta el tono de sus crÃticas. Este diferendo aparentemente confesional quebró a su vez el frente interno de las fuerzas armadas, instalando un ambiente de inestabilidad que tuvo su pico durante la fiesta religiosa de Corpus Christi. Ese 11 de junio se congregó frente a la Catedral una multitud pocas veces vista. Mezclados entre la feligresÃa, marcharon tomados del brazo reconocidos dirigentes opositores, aun cuando muchos de ellos jamás habÃan pisado una iglesia en años. Aquella fue, a todas luces, una manifestación antigubernamental.
El gobierno acusó recibo y replicó en el acto. Aduciendo que se habÃa quemado una bandera argentina, se pusieron en marcha una serie de represalias y actos de desagravios.
El miércoles 15, aviones de la Marina de guerra, pintados con el sÃmbolo de Cristo Vence (una cruz dibujada dentro de una ve corta) se concentraron en la base de Punta Indio, cercana a la ciudad de La Plata. El plan urdido por algunos oficiales superiores de esa fuerza era atacar directamente el corazón del poder, o sea la sede del gobierno nacional. La maniobra contaba con amplio apoyo entre los mandos medios y estaba asegurada además la participación de civiles que, organizados en comandos armados, entrarÃan en acción a la hora señalada. Sin embargo, no tenÃa el respaldo del ejército, que por el momento mantenÃa los pies en el plato. El objetivo era sencillamente matar a Perón y reemplazarlo por una junta de la que participarÃan connotados dirigentes de la oposición. Decididos a todo, resolvieron llevar a cabo el operativo al dÃa siguiente, en lugar del 22 como estaba previsto. TemÃan que la movida fuera descubierta y desde el gobierno se la abortara.
En realidad, Perón conocÃa de antemano que algo se estaba gestando, pero ya sea porque no lo creyó del todo o porque pensó que sus enemigos no serÃan capaces de llegar a tanto, no tomó ninguna medida. Tanto que ese jueves llegó a su despacho a la hora acostumbrada y a las siete en punto comenzó con las audiencias marcadas en su agenda. Sin embargo, pasadas las nueve, escuchó el consejo del general Franklin Lucero y se trasladó al vecino edificio del Ejército. Los demás moradores de la Casa Rosada siguieron en sus puestos, ajenos a lo que estaba por pasar. Lo mismo que los transeúntes que a esa hora se movilizaban por la zona como si nada y los miles de empleados que trabajaban en las dependencias contiguas a la Casa de Gobierno. Mientras, a no más de 400 metros de allÃ, el contraalmirante Toranzo Calderón, jefe rebelde, instalaba el comando de operaciones y aprestaba el batallón de infantes que la tomarÃa por asalto luego de los bombardeos.
A la misma hora que despegaban de Punta Indio, cargados de bombas, veinte North American AT6, cinco Beechcraft AT11 y tres Catalinas con rumbo a Buenos Aires, donde unos 300 civiles armados aguardaban impacientes su arribo, parapetados en las adyacencias de Plaza de Mayo. Las máquinas sobrevolaron en cÃrculos el RÃo de la Plata durante un buen rato esperando que se despejara un banco de niebla que providencialmente se habÃa posado sobre el objetivo, hasta que a las 12.35 descargaron la primera andanada de bombas. Una de ellas penetró en la Casa de Gobierno por una claraboya y las demás estallaron en las inmediaciones, causando gran zozobra. En menos de cinco minutos se lanzaron cuatro toneladas de explosivos. Enseguida cundió el pánico y cayeron las primeras vÃctimas. Corridas y gritos por todas partes. Perón y sus colaboradores bajaron al sótano del ministerio. Pasada esa primera oleada, tal como estaba planeado, los efectivos de la Marina atacaron la Casa de Gobierno, pero fueron repelidos y no lograron su propósito, aunque el tiroteo prosiguió durante varias horas. Luego de reabastecerse en Ezeiza, la escuadra hizo una segunda pasada y descargó otra tanda de bombas, esta vez diseminadas por todo el Bajo porteño.
Para entonces habÃan entrado en combate los primeros Gloster de la Aeronáutica, librándose algunos duelos aéreos. Y también llegaron al lugar contingentes de obreros que –desoyendo a Perón- la CGT movilizó en apoyo del gobierno. Hubo todavÃa una tercera y última pasada con los mismos efectos que las anteriores. Luego de eso, en lugar de regresar a Ezeiza, las máquinas rebeldes volaron hacia el Uruguay, donde hallaron resguardo. Allà también, a bordo de un DC3 fletado especialmente, recalaron los polÃticos opositores implicados en el golpe.
Todo habÃa terminado.
El panorama que presentaban las inmediaciones de la Plaza de Mayo a la caÃda del sol era dantesco: cadáveres por todas partes, ayes de dolor, sirenas de ambulancias, vehÃculos humeantes, personas que buscaban desesperadamente a otras. Por todos lados, caos y escenas desgarradoras. Lentamente retornó la calma y el gobierno retomó el control de la situación. Esa noche se quemaron iglesias y a última hora Perón habló por la Cadena Nacional. El número de vÃctimas es impreciso y hasta hoy no existe un listado definitivo de bajas, que las estimaciones más confiables elevan a 300 muertos y un millar de heridos.
Desde el punto de vista polÃtico, el ataque aéreo a Plaza de Mayo, aunque fallido, fue la antesala de lo que vendrÃa después y puso en marcha la cuenta regresiva para la caÃda de Perón que ocurrió pocos meses más tarde, el 16 de septiembre de ese fatÃdico año de 1955.