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El día que tuvimos capital

Un día como hoy, el 21 de septiembre de 1880, fue sancionada la Ley Nº 1.029, declarando a la ciudad de Buenos Aires Capital de la República. La ley puso fin a un largo conflicto entre los autonomistas y los partidarios de la federalización.

Santa María de los Buenos Aires debió ser fundada dos veces, la segunda en 1580, después que los aborígenes arrasaran lo que había plantado don Pedro de Mendoza en 1536.

A orillas de ese río de aguas marrones, ancho y moroso, que Jorge Luis Borges tildó de “inmóvil”, la remota aldea austral creció con la ilusión de igualar a otras metrópolis coloniales como México o Lima, que la superaban en opulencia y glamour. Incluso, la vecina Montevideo la aventajaba en cuanto a las calidades de su puerto.

Como fuere, en 1776, la creación del Virreinato del Río de la Plata convirtió esa ciudad chata y desangelada, cuya escasa población vivía mayoritariamente del contrabando, en asiento de virreyes.

En 1810, la cabecera del nuevo virreinato fue el epicentro de la movida emancipadora de España que se desarrolló en su Cabildo, con actores locales. Trascartón, vendría la titánica tarea de extender esa revolución al resto del vasto territorio, una faena que corrió por cuenta de ejércitos de paisanos dirigidos desde el puerto.

Afirmada la independencia, la provincia de Buenos Aires –cuyo territorio era un cuarto del actual- se las arregló para fungir como “hermana mayor” del resto, la docena de provincias que delegaron en ella la representación exterior y consintieron el aprovechamiento exclusivo de la aduana, la mayor fuente de recursos de la época.

En tiempos de Bernardino Rivadavia hubo un primer intento para declararla capital de una República que resultó tan efímera como el primer presidente argentino.

Dura pulseada Ese estado de cosas se mantuvo sin variantes a lo largo del período rosista, que duró un par de décadas. Los constituyentes de 1853 designaron a Buenos Aires capital de la República, designio que no pudo cumplirse porque la provincia no acató el texto constitucional, obligando a la Confederación a fijar su sede en Paraná.

Entretanto, los porteños siguieron usufructuando en soledad de la suculenta renta aduanera que soliviantaba las ínfulas de segregación territorial de su dirigencia y financiaba la guerra que mantenían con las hermanas menores.

Luego de la batalla de Cepeda (1859), ganada por el urquicismo, y la ulterior incorporación de Buenos Aires a la Confederación, el artículo tercero de la Carta Magna quedó redactado de la siguiente manera: “Las autoridades que ejercen el Gobierno federal, residen en la ciudad que se declare Capital de la República por una ley especial del Congreso, previa cesión hecha por una o más legislaturas provinciales, del territorio que haya de federalizarse”.

Sin embargo, la batalla de Pavón (1861) dio por tierra con el último y único intento de construir un país federal de verdad, y la hegemonía de Buenos Aires se reconcentró hasta límites exasperantes. Una llamada “Ley de compromiso”, de factura transaccional, estableció que durante cinco años el gobierno nacional sería “huésped” de la ciudad que no quería ser capital. 

Vencido el plazo, la llamada “cuestión capital” volvió a estar sobre el tapete. Hubo varias iniciativas en el Congreso Nacional que no prosperaron: en 1869 se aprobó una ley designando Capital de la República a la ciudad de Rosario, pero fue vetada por el presidente Sarmiento; lo mismo había hecho Mitre un año antes, con un proyecto de idénticos alcances. La Ley Nº 462, sancionada en 1871, que encomendaba a una comisión especial designar el lugar para el emplazamiento de la ciudad capital “sobre una u otra margen del río Tercero en la Provincia de Córdoba, y en las inmediaciones de Villa Nueva ó Villa María” corrió la misma suerte.

Estaba claro que no sería nada fácil arrebatarles la plaza a los bonaerenses para convertirla en sede del gobierno federal, como querían las demás provincias. Los llamados “autonomistas”, acaudillados por Adolfo Alsina, defendieron con uñas y dientes “la Gran Aldea”, como bautizó Lucio Vicente López a la orgullosa city que tan bien conocía.

Capital a los tiros La mesa de la discordia estaba servida entre el porteñismo duro –liderado ahora por Carlos Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires- y las fuerzas que apoyaban al presidente Nicolás Avellaneda, entre las que sobresalía la llamada Liga de Gobernadores, de cuño roquista.

El conflicto por el status de la ciudad se mezcló con la trifulca desatada tras los comicios presidenciales de 1880, y se recalentó al extremo cuando, ante la insurrección de Tejedor, Avellaneda dispuso el traslado de las autoridades federales –Poder Ejecutivo, la parte del Congreso que lo apoyaba y la Corte Suprema- al vecino Pueblo de Belgrano, el barrio porteño que hasta hoy lleva ese nombre y que por entonces era apenas un caserío.

Tras una serie de cruentos combates en distintos puntos de la ciudad, el Ejército Nacional, comandado por el flamante presidente electo Julio Argentino Roca, sofocó el alzamiento porteño y desbarató la fuerza militar de Tejedor, provocando su renuncia y abriendo paso a la sanción de la meneada ley de capitalización.

Por fin, el 24 de agosto de ese año de 1880, ingresó al Senado el proyecto que se convirtió en Ley Nº 1.029 el 21 de septiembre, cuyo primer artículo rezaba: “Declárese Capital de la República el municipio de la ciudad de Buenos Aires, bajo sus límites actuales y después que se haya cumplido el requisito constitucional de que habla el artículo 8º de esta ley”.

 “Preguntar por qué el proyecto que nos ocupa fija la capital en Buenos Aires, es como preguntar por qué los ríos corren a la mar, por qué los cuerpos graves buscan el centro de la tierra en su caída, por qué los planetas describen sus órbitas alrededor del sol, almas de sus movimientos”, peroró Felipe Yofre, diputado por Córdoba, durante el debate en Belgrano.

El artículo sexto de la norma mencionada, disponía que: “El gobierno de la Provincia podrá seguir funcionando sin jurisdicción en la ciudad de Buenos Aires, con ocupación de los edificios necesarios para su servicio, hasta que se traslade al lugar que sus leyes le designen”.

Le tocó a Dardo Rocha, el siguiente gobernador bonaerense, planificar y ejecutar la mudanza a una ciudad fundada a ese efecto: La Plata.

Historia reciente Desde entonces, a lo largo de 134 años, Buenos Aires se afirmó como la principal ciudad de la Argentina, estableciendo una brecha insalvable con el resto. Obraron a favor, entre otros fenómenos: el modelo agroexportador, que concentró la actividad económica en un puerto renovado donde convergían todos los ferrocarriles; la incesante afluencia de inmigrantes, y la industrialización de la primera mitad del siglo XX, que se radicó en el conurbano.

El resultado de este proceso macrocefálico salta a la vista: Buenos Aires es una megalópolis del rango de las más importantes del mundo, con servicios y calidad de vida equivalente, y una oferta cultural superior al resto del país. Sin embargo, cada tanto se renueva la polémica para llevar la sede gubernamental a otra parte. En la década de 1980, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, se estuvo cerca cuando se decidió el traslado de la capital a la ciudad de Viedma, en la provincia de Río Negro. Los avatares de la política y las complicaciones que debió afrontar el gobierno de entonces, hicieron que todo quedara en la nada y la capital siguiera en su lugar.

Más tarde, en 1994, la reforma de la Constitución Nacional dio otra vuelta de tuerca al centralismo al elevar a Buenos Aires a la categoría de “Ciudad Autónoma”, con todas las prerrogativas propias de esa condición, incluida una porción nada desdeñable de la Coparticipación Federal.

Últimamente, desde el oficialismo nacional, surgió la iniciativa de mudarla a Santiago del Estero. Allí o a otra parte; ahora o cuando resulte más oportuno, lo cierto es que revertir la flagrante desigualdad y desequilibrio espacial y demográfico de la Argentina sigue siendo una asignatura pendiente. Que hoy cumple 134 años.

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