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El general cautivo

10 de mayo de 1831. José María del Rosario Ciriaco Paz maldice su suerte. Desde que viste uniforme militar, hace ya veinte años, la muerte le viene pisando los talones, pero esta vez parece que la fortuna no está de su lado. Cualquiera apostaría doble contra sencillo que esa partida que lo conduce prisionero acabará con él allí mismo, en medio de ese desierto agreste y desangelado.

O quizás, en lugar de eso, lo entreguen con vida a Estanislao López como lo que es: un trofeo de guerra servido en bandeja por el destino. El mejor botín que pueden tributarle esos gauchos devenidos en soldados a su jefe, que pronto tendrá al general Paz en persona para hacer con él lo que le venga en ganas. Fusilarlo, por ejemplo, si quisiera darse ese gusto que nada ni nadie podría impedir.

En todo eso piensa el general cautivo, en las insólitas vueltas de la vida, mientras cabalga con el aliento en la nuca del soldado, en ancas del mancarrón que comparten, desde que su caballo quedó enredado en las boleadoras que lo derribaron. Piensa, además, en la batalla que no fue. Esa que, de haberse librado, podría haber cambiado la historia. Pero por lo que acaba de pasarle, no fue ni será. Por eso mismo López se quedará con un triunfo caído del cielo, sin disparar un solo tiro. Y todo por su culpa, por confianzudo, por creer que aquella partida con la que se encontró de sopetón era tropa propia, cuando en realidad eran federales al acecho. Por no quedar en ridículo ante los suyos, pese a que el paisano que le servía de guía le advirtió del peligro que corría, se acercó más de la cuenta. Y cayó como un chorlito.

Abrumado por su torpeza, con la mente obnubilada por la embarazosa situación en que se halla, el prisionero trata de adivinar qué orden habrá impartido López apenas el chasque que partió a todo galope le llevó la buena nueva: que le traigan sólo su cabeza inerte y nauseabunda, como diez años atrás le fue obsequiada la de Pancho Ramírez; o si, en cambio, preferirá tener al jefe enemigo de cuerpo presente, vivito y coleando. El prisionero sabe que lo primero no le causaría ningún escándalo al gobernador de Santa Fe y comandante del ejército federal; más bien todo lo contrario, acostumbrado como supone que está a los desenfrenos de la barbarie. Por eso teme correr la misma suerte que otros pasados a mejor vida por crímenes mucho menos agraviantes, que voltear a un líder federal y quedarse con Córdoba. Claro que eso privaría a López de regocijarse ante la contemplación del enemigo vencido, humillado por haber caído zonzamente en sus garras.

Duda que López, a quien tiene por bruto, sea capaz de birlarse a sí mismo ese solaz. El general cautivo apostaría a que no. A que su rival quiere la presa viva y con la cabeza en su lugar; si al fin y al cabo para cortársela hay tiempo. Sin embargo, no está tranquilo: desconfía de individuos que dan a la vida ajena el mismo valor que al alfabeto, al que desprecian tanto como a sus cultores. Aun así reconoce que la misma gente que lo apresó fue la que apuntaló los ejércitos patriotas, mientras los citadinos ilustrados se mantenían a prudente distancia de los horrores de la guerra. Lo sabe porque ha compartido vivaques con ese gauchaje corajudo, y vio correr su sangre en batallas cruentas. Igual desconfía.

Mientras el sol declina en el horizonte y la atmósfera se va tornando más fría, el prisionero se bambolea en ese malacara maltrecho que tiene que compartir con un soldado ignoto. Al rato, cuando el astro rey convertido en una bola carmesí completa su parábola de cada día, y se oculta para el lado de las serranías que desde allí no se alcanzan a divisar, la partida detiene la marcha y echa pie a tierra. El general cautivo intuye que le llegó la hora, y se encomienda a Dios. A quién más si no.

Permanece de pie, impertérrito, mientras en el firmamento cordobés se insinúan las primeras estrellas. No piensa darles a sus cancerberos el gusto de que lo vean asustado como una comadreja. Tiene en claro que por más zaparrastrosos que luzcan, esos sujetos son soldados como él, y como soldados que son, pueden oler el miedo en los demás, porque a fuerza de sentirlo mil veces en carne propia tienen la nariz preparada para reconocerlo. Pero por más que lo oculte y se muestre imperturbable ante ellos, igual siente temor; para qué negarlo.

El rito final comienza despojándolo de lo poco que le queda: uno manotea las espuelas, el otro acaricia con su dedo el filo del florete reluciente del que ha pasado a ser dueño, el que los manda se prueba la chaqueta, un mal trazado le cambia la gorra por la inmundicia que lleva puesta. A gatas que le dejan los pantalones de brin, y poco más que eso. Un par de codiciosos hurgan dentro de sus botas, buscando alguna onza de oro oculta en el calzado.

El general cautivo, en mangas de camisa y aterido de frío, los deja hacer; sabe que no hallarán nada, porque nada tiene escondido, ni allí ni en ninguna otra parte. Antes de que se lo arrebaten, le entrega a un soldado su reloj, único efecto de valor que le queda. Al menos quiere elegir él mismo quién habrá de florearse con ese pequeño tesoro, y escoge al que le cedió las riendas y aceptó ocupar la grupa del caballo, librándolo de esa humillación extra. Cumplido el trámite, aligerado de sus pertenencias, lo obligan a montar para reanudar la marcha; solo, por fortuna, desde que el soldado del reloj se procuró otro animal y cabalga a su lado.

El prisionero no se engaña; malicia que en algún monte cercano los interceptará un emisario del gobernador santafesino, portando la orden que los demás esperan para proceder. Que por cierto se cumplirá en el acto, a la luz de la luna que acaba de nacer para el lado de la Mar Chiquita, en medio de esos pajonales amarillentos por las primeras heladas, infestados de roedores voraces y de dientes afilados que se harán un festín con su cuerpo abandonado y despojado de la cabeza que irá a parar a una jaula, como dicen que pasó con la de Pancho Ramírez.

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