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El golpe de estado del 6 de septiembre de 1930



El 6 de septiembre de 1930 fue derrocado Hipólito Yrigoyen, dos años después de una victoria electoral aplastante que lo consagró, por segunda vez, presidente de los argentinos.


Tenía 76 años, y su primera presidencia había transcurrido entre 1916 y 1922, luego de que se aprobara la reforma electoral conocida como Ley Sáenz Peña. En 1928 volvió a ocupar la poltrona presidencial tras el interregno de su correligionario, Marcelo T. de Alvear. En esa época, el mandato duraba seis años sin reelección inmediata.


Su gobierno, jaqueado por los coletazos de la crisis internacional —el crac de 1929— y el esmerilado de la oposición de adentro —los llamados antipersonalistas— y de afuera —todo el arco opositor—, sufrió un acelerado desgaste, atizado por algunos medios gráficos muy influyentes, como el diario “Crítica”, que le enrostraba senilidad e inoperancia al primer mandatario. En las elecciones parlamentarias de aquel año, el oficialismo retrocedió en casi todos los distritos, incluso en algunos baluartes yrigoyenistas como la provincia de Córdoba, cayendo, además, en la volátil Capital Federal. Aquel “plebiscito”, como se les llamó a las elecciones en que Yrigoyen había obtenido casi el 60 por ciento de los votos, pasaba a ser recuerdo.


Por aquellos días, “El peludo”, como lo apodaban, llevaba la vida austera de siempre; permanecía soltero y vivía en su casa del barrio de Constitución con Helena, su hija mayor, quien hacía de secretaria y cada mañana le leía los diarios, que no traían buenas noticias.


El cabecilla de la conspiración en marcha era José Félix Uriburu; teniente general retirado y derechista confeso que despreciaba tanto a la democracia como a los políticos, aunque detrás de bambalinas otro general, Agustín P. Justo, alentaba la movida. Mientras el rumor del golpe de Estado crecía por horas, la Juventud Universitaria manifestaba en las calles anunciando que “el desquicio de las instituciones se acabará pronto” y el falangismo criollo encarnado en la Liga Patriótica Argentina cometía desquicios, como suspender a un agente de policía de un árbol en paños menores a plena luz del día.


Yrigoyen, enfermo de gripe, había delegado el mando en el vicepresidente, el cordobés Enrique Martínez, en tanto que el ministro de Guerra, teniente general Luis Dellepiane, renunciaba a su cargo y el ministro del Interior, Elpidio González, mantenía urgentes contactos con altos oficiales del Ejército para que no apoyaran la aventura golpista. Todo sería en vano: la suerte estaba echada y Leopoldo Lugones, el eximio escritor que años antes había anunciado “la hora de la espada”, tenía redactada la proclama.


En la mañana de aquel aciago 6 de septiembre, desde un avión se lanzaron panfletos contrarios al gobierno; era la señal convenida para que grupos de civiles armados ganaran las calles, mientras Uriburu marchaba al frente de un millar de efectivos del Colegio Militar, cadetes la mayoría. Entre los oficiales que se participaron de la movida figuraba el entonces capitán Juan Domingo Perón.


Durante la agitada jornada, la gente permaneció en sus casas. Al caer la tarde los golpistas dominaban la situación, en tanto que las fuerzas supuestamente leales al gobierno dejaban hacer. El vicepresidente permaneció en la Casa Rosada hasta que fue intimado a desalojarla. Yrigoyen, que se había dirigido a La Plata en un último intento de frenar lo irreversible, fue detenido y conducido a la isla de Martín García, donde quedó recluido. Esa noche, grupos de civiles incendiaron comités radicales y una horda atacó su domicilio, destrozándolo todo y lanzando muebles y papeles a la calle, mientras en el Círculo de Armas se servía un banquete para celebrar el triunfo de la revolución.


Uriburu fue ungido presidente, convalidado por la Corte Suprema de Justicia, aunque los planes de la oligarquía eran otros: su ensayo fascistoide no prosperó y, en 1932, lo sucedió el general Agustín P. Justo, un conservador que ocupó la centralidad durante la llamada “década infame”.


Yrigoyen pasó dos años en la humillante prisión hasta que se le permitió regresar a Buenos Aires, aunque pocos meses más tarde volvieron a confinarlo en la isla, de donde regresó gravemente enfermo. Murió el 3 de julio de 1933 y una multitud participó de sus exequias.


El de 1930 fue el primer golpe de Estado del siglo 20, al que sucedieron otros cinco en las décadas siguientes, todos con nefastas consecuencias para el pueblo argentino.

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