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El lugar de la memoria

Según el diccionario, pasado es “el tiempo que pasó”. Pertenecen a él los hechos que sucedieron en otras épocas y los personajes que ya no están en escena. Olvido es, en cambio, “falta de memoria”, mientras que esta última es la “facultad de recordar lo vivido”. Con las tres palabras citadas puede componerse un juego de combinaciones que da por resultado por lo menos dos relaciones de significado opuesto: pasado-olvido y pasado-memoria. Una de ellas sería entonces: “Tiempo que pasó. Falta de memoria”, mientras que la otra sería: “Tiempo que pasó. Facultad de recordar”. La primera expresa omisión, la segunda acción. ¿Por cuál de ellas nos inclinamos los argentinos? ¿Qué preferimos: la memoria o el olvido?

Se dice que los pueblos no deben vivir atados a su pasado porque de esa manera no podrían crecer, lo cual es en parte cierto. Sin embargo, para poder crecer, ni las personas ni las sociedades pueden prescindir de su pasado ni mucho menos negarlo, como suele ocurrir cuando no se sabe qué hacer con él. Negar el pasado, cerrar los ojos a hechos incontrastables ocurridos en otro tiempo, ha sido una constante a lo largo de casi dos siglos de historia argentina. Que nos cuesta manejar la memoria no es ninguna novedad. Prueba de ello son las heridas que siguen abiertas y la permanente evocación de conflictos no superados que nos mantienen divididos a pesar del transcurso del tiempo.

Olvido versus perdón Hasta ahora, los argentinos no hemos logrado ponernos de acuerdo en qué hacer con nuestro pasado reciente: mientras algunos quieren olvidar y “mirar hacia delante”, la mayoría reclama una revisión activa. Los primeros anteponen la necesidad de resolver nuestros problemas presentes y para eso consideran imprescindible sepultar todo aquello que nos divide. Los segundos, en cambio, no aceptan que las conductas que ocasionaron tanto dolor queden impunes. Ambas actitudes –en la medida en que estén inspiradas en la buena fe- son admisibles: unos y otros tienen una cuota de razón. Los unos porque aspiran a crecer individual y colectivamente sin los pesados lastres del pasado. Los otros porque creen en el imperio de la Justicia por sobre todas las cosas y no aceptan pasar a ejercicio vencido un pedazo de la dolorosa historia reciente. Una cosa está fuera de discusión: sólo puede perdonar el ofendido, los demás podemos opinar o aconsejar, pero jamás sustituir a la víctima.

“Ni olvido ni perdón”, reza una de las consignas más escuchadas en la década de 1970. Muy bien, ¿entonces qué?, podríamos preguntarnos. “Castigo a los culpables”, sería sin dudas la respuesta. Entretanto, mientras ese castigo no llegue, ni se olvida ni se perdona. ¿Olvidar equivale a perdonar? ¿Recordar es una forma de castigar? Puede que sí.

Jorge Luis Borges, en Elogio de la sombra, recrea un exquisito diálogo entre Caín y Abel, cuando ambos vuelven a encontrarse luego de que el primero matara al segundo. “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes”, dice Abel a su hermano. “Ahora sé que me has perdonado, porque olvidar es perdonar...”, responde Caín.

¿Estarán de acuerdo las madres de los desaparecidos o los familiares de las víctimas de la Amia con la metáfora borgeana? Es probable que no. ¿Hay síntesis posible entre olvido y perdón, o son términos irreconciliables? El pueblo judío es el mayor cultor de la memoria. Año tras año, los judíos se esfuerzan para que los sufrimientos del pasado no caigan en el olvido y el testimonio del horror siga transmitiéndose de generación en generación. Sin embargo, este mismo pueblo ha consagrado al Iom Kipur o Día del Perdón, el más sagrado de su calendario. ¿Tan bueno es perdonar? Sólo puede saberlo el que perdona. Lo que salta a la vista es que para poder perdonar es necesario estar dispuesto a olvidar, a permitir que la ofensa, por más dolorosa que ella sea, caiga poco a poco en el olvido. De otro modo no habría perdón. No perdona sinceramente aquel que sigue emponzoñado por el rencor. Ese parece ser el mensaje de Borges.

Es difícil que se pueda convencer a quienes han perdido seres queridos de que acepten la absolución de los victimarios. La enorme carga subjetiva que rodea todo conflicto humano impide abordarlo sin pasión: nadie es imparcial ante el dolor. Trazar la sutil línea divisoria entre qué olvidar y qué recordar, entre lo olvidable y lo recordable, es una de las asignaturas pendientes más arduas que los argentinos debemos enfrentar. La batalla por la memoria es permanente y hubo –a lo largo del tiempo- ganadores y perdedores.

La memoria oficial En la actualidad, se libra una lucha encarnizada por dar contenido y proyección histórica a lo ocurrido en las últimas décadas. Es la batalla por la construcción de una “memoria oficial” de ese tiempo. ¿Quién decide si algo o alguien debe ser recordado u olvidado? ¿Cómo se decide si alguien es malo o bueno, si merece un monumento? No es sencillo determinar cuál es el campo de lo memorable del que habla Jöel Candau en Memoria e identidad. “Si siempre existe la alternativa entre la memoria y el olvido, es sin duda porque no todo lo que es memorizable es memorable, y sobre todo porque no puede serlo”, dice el etnólogo francés, jugando con palabras que suenan parecido pero no expresan lo mismo.

Más allá de la memoria individual, hay una memoria “oficial”, una visión homologada con el sello del Estado destinada a ser asumida por el conjunto de la sociedad por estar, supuestamente, por encima de las visiones parciales o sectoriales. La mayoría de los gobiernos han tratado de influir –cuando no, manipular– esa visión oficial de la historia, adecuándola a su propia ideología e intereses. Algunos ensayos fueron más burdos que otros, pero casi todos los que lo intentaron dejaron algún testimonio de su afán por “escribir” la historia oficial. La motivación para hacerlo es obvia: lo peor que puede pasarle a un hombre público o a alguien que consagra su vida a la actividad política es ser olvidado, no lograr que su nombre forme parte de la memoria colectiva, aun sabiendo que esa memoria no siempre funciona de modo lineal. A veces sepulta en el olvido a algunos y mantiene vivo el recuerdo de otros menos meritorios. ¿Cuáles son los códigos de esa caprichosa memoria histórica? ¿Se puede manipular o influir el proceso de formación de la conciencia de los pueblos?

Últimamente, arreciaron los esfuerzos por organizar la memoria reciente de los argentinos con pobres resultados. Puede que el tiempo transcurrido no sea suficiente y que se requieran más almanaques para cicatrizar las heridas abiertas. Tal vez, en definitiva, los argentinos seamos incapaces de revisar nuestra historia desde la tolerancia y por esa razón los hechos ocurridos entre 1969 y 1983 –en especial los que siguieron al golpe militar de 1976– no tengan hasta hoy una percepción unívoca por parte de la sociedad.

Para muchos, el tiempo es un bálsamo infalible. Hace que los hechos y personajes del pasado caigan irremediablemente en el olvido. Son muy pocos los acontecimientos o los protagonistas que logran escapar a esta regla inexorable. No hay lugar para tantos en la memoria colectiva; sólo unos pocos elegidos zafan del olvido y perduran en el recuerdo más allá de la generación a la que pertenecen.

Cada generación conserva una memoria de su propio tiempo, pero no todos quienes forman parte de ella se interesan por el pasado común. Hasta los eventos más resonantes tienden a desvanecerse con el paso del tiempo. Alvin y Heidi Toffler han acuñado una frase afortunada: “la generación del ahora”, y la aplican a los jóvenes actuales que viven en un mundo sin memoria. Según los investigadores norteamericanos, para estos jóvenes “el drama, la emoción, los errores y triunfos de eventos anteriores a los ‘90 son tan remotos que bien podrían haber ocurrido en un universo paralelo”. Si aquí pasara lo mismo, entonces, ¿cuánto tendríamos que esperar los argentinos para que cicatricen las llagas de nuestro pasado reciente?

Urgida por los conflictos del presente, la dirigencia política trató de clausurarlo mediante el dictado de las “leyes del perdón”, las que sin embargo no lograron el efecto esperado. Jöel Candau, ya citado, dice al respecto que “el olvido puede decretarse mediante leyes de amnistía, pero el decreto no se inscribe nunca totalmente en el cuerpo social”. Concluyente, agrega: “Enemigo de la memoria, objeto a la vez de temor y tentación, el olvido termina siempre por predominar sobre los recuerdos”. ¿Será así?

Como sea, lo más importante es no perder de vista que es bueno recordar el pasado para aprender de él y no volver a cometer los mismos errores. Según la mitología griega, Teseo, hijo del rey Egeo, se internó en el intrincado laberinto de Creta donde moraba el Minotauro. Luego de matar a la bestia, Teseo pudo volver sobre sus pasos siguiendo el famoso hilo conductor que le dio Ariadna, su prometida. Así, el héroe griego pudo hallar la salida y salvar su vida. Ese hilo salvador, metafóricamente, es la memoria que no se debe perder.

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