top of page

El paradigma cultural en lo que va de un siglo a otro. La argentina del primer Centenario.

La Argentina de 1910 es el punto partida obligado para comprender la de hoy. Guste o no, es así. Si bien ya se había recorrido una centuria como nación independiente, aquellos fueron los días en que se echaron las bases de la Argentina moderna y buena parte de esa matriz cultural, pese al transcurso del tiempo, aún perdura.

Sin embargo, no se trata de exaltar más de la cuenta las supuestas bondades de un país que quedó definitivamente atrás y al que algunos, aferrados a la nostalgia, quisieran volver, sino de reconocer una realidad tangible que marcó a fuego el desarrollo histórico posterior. Es que la Argentina del primer Centenario, aunque sigue iluminado con fuerza nuestro pasado inmediato, no era ni por asomo un lecho de rosas, sino que también en ese tiempo de prosperidad había flagrantes desigualdades y, como hoy, una parte importante de la población estaba excluida, sumida en la marginalidad. Es cierto que el paso del tiempo decoloró esa parte de la fotografía más que la otra, donde se observa en primerísimo plano a los aristócratas argentinos, felices con la glamorosa visita de la rechoncha infanta Isabel para participar de los fastos oficiales. Aquella era una moneda de dos caras.

En realidad, ni antes ni después de 1910, hubo una Argentina del todo homogénea, mucho menos en esa época que estábamos entre los diez países más ricos del planeta. En el top ten. Aunque parezca increíble, en ese momento nuestro país superaba en generación de riqueza a potencias como Alemania, Francia y, por mucho, a Italia y España. Sin embargo, aquella Argentina era un paisaje de luces y sombras. Profundamente dicotómica. Pese a que el modelo económico era excedentario, había pobres. Y muchos. Con el agregado que las condiciones laborales de la época eran sumamente rigurosas. Inhumanas casi. De ello da cuenta el minucioso Informe del estado de las clases obreras en el país, encargado por el presidente Julio A. Roca a Juan Bialet Massé en 1904. Vale la pena revisarlo.

Podría argumentarse que los excluidos de entonces eran en su mayoría extranjeros, individuos recién llegados a nuestro suelo en busca de nuevos horizontes, que todavía no se habían incorporado de lleno al circuito productivo o no habían podido hacer valer sus capacidades innatas, cosa que lograrían más adelante. O que el andamiaje social, especialmente el sistema educativo, aunque bien pensado, estaba en plena construcción y aún no cubría las necesidades de una sociedad que había crecido de modo exponencial en un período relativamente corto de tiempo. Y que la salud pública estaba en pañales. En síntesis: la vida no era igual para todos y la brecha social era inmensa.

El modelo político no era más generoso: las decisiones las tomaban unos pocos y cuestiones tales como las candidaturas o el acceso a los cargos públicos se resolvían en círculos cerrados. No hacía falta convencer ni consultar a nadie, mucho menos a la plebe, que permanecía ajena a los juegos de poder. Era una mera espectadora. Recién después de convenidas las listas en los cenáculos privados, se legitimaban mediante una parodia de comicios de los que participaba una mínima parte de la población. Casi como un trámite de sellado. No había padrones y el voto era “cantado”, o sea voceado en presencia de matones parroquiales de mirada torva que vigilaban al sufragante. Y pobre de él si no votaba por el dotor: se convertía en el acto en un paria. Así funcionó la “democracia argentina” hasta 1912 y aun cuando conservaba la formalidad constitucional, estaba lejos del espíritu republicano que inspiró a los constituyentes de 1853. Así fueron ungidos Sarmiento, Avellaneda, Roca, Juárez Celman y todos los que les siguieron. Eran los tiempos del famoso Orden Conservador, cuando la política estaba reservada a unos pocos y la policía se ocupaba de los desacatados. A sablazos y descargas de fusilería. Así estaban las cosas en la Argentina de 1910.

¿Y qué pasaba con la cultura? Había una cultura oficial ajustada al molde clásico y muy europea. Podría definirse el paradigma dominante en ese tiempo como la exaltación, pretendidamente refinada y frívola a la vez, de “lo culto”. Una suerte de limbo cultural orientado a las bellas artes y reservado sólo a los iniciados. Nada de vulgaridades paganas. En una palabra, tan excluyente como el modelo económico y político. Esa visión sesgada de la cultura copaba la programación de los espacios culturales de entonces y se difundía a través de la prensa tradicional, consumida a su vez por el mismo público que asistía a los eventos artísticos. Un circuito bien delimitado y selecto que reproducía el paradigma dominante y aseguraba su continuidad impoluta por encima de los conflictos propios de la época.

El pueblo, entretanto, no tenía acceso a los bienes culturales y se mantenía alejado de teatros, salones literarios y muestras de pintura, convertidos en espacios de afirmación y exhibición del poder económico y político de la época. Las clases populares permanecían sumidas en un estado de marginalidad cultural, lindero con la barbarie estigmatizada por algunos intelectuales decimonónicos. Consumiendo lo que tenían a mano, manteniendo con vida a payadores, comediantes y otros cultores de géneros autóctonos condenados a desaparecer víctimas de la modernidad en ciernes.

Algo que no debe sorprender: las clases dominantes de la época, como se dijo, se miraban en el espejo europeo, empeñándose en poner distancia con la América morena que nos rodeaba y con un pasado del que renegaban. Es que la aristocracia de fines de siglo diecinueve y comienzos del veinte, no quería ni por asomo un país de rasgos parecidos a los del resto de las naciones americanas sino que soñaba con edificar aquí una sucursal ultramarina de la vieja Europa. Cualquier comparación con países vecinos les resultaba odiosa: para ellos, la Argentina tenía un destino superior que cumplir que la alejaba de la chatura de una Latinoamérica a la que miraban por encima del hombro. Con cierto desprecio. No en vano, cada año embarcaban familia, servidumbre y vaca lechera en lujosos paquebotes y pasaban largas temporadas en el Viejo Continente, especialmente en Francia, mamando su cultura y esmerándose en copiar los modos y costumbres de la elite ilustrada. Incluidos sus palacetes, que transplantaban sin pudor a estas lejanas tierras; muchos de los cuales aún subsisten, algunos en medio de la pampa, como mudos testimonios de la imitación obscena de un modelo cultural que no encajaba con nuestra propia realidad, mucho más pedestre.

Lo vernáculo, en ese contexto, estaba fuera del repertorio oficial, aun cuando era admitido en dosis módicas y sólo en la medida necesaria para proveer cierto contenido de nacionalidad a un modelo que lucía demasiado extranjerizante. A duras penas, el Martín Fierro finalmente había encontrado cabida en la agenda oficial; al fin y al cabo ya no representaba ningún peligro: el gaucho argentino, tal como lo pintó José Hernández en clave de denuncia política estaba en un proceso de franca extinción como los dinosaurios del Jurásico. No debía extrañar entonces, que de las propias filas aristocráticas surgieran nuevas expresiones de lo gauchesco que lejos de causar el escozor de antaño eran consideradas “políticamente correctas” en la medida que daban un matiz autóctono a un proceso cultural inspirado en fuentes ajenas. Después de todo, nuestra oligarquía tenía en la propiedad de la tierra la fuente de su poder y cierta evocación de la vida y costumbres camperas no venía mal.

Sin embargo, había otro proceso, subterráneo y plebeyo, alejado del modelo dominante, que aportaba lo suyo a la conformación de la matriz cultural del nuevo tiempo. Era claramente un proceso de fusión, de interacción de lo que llegaba de afuera con lo propio de acá. Los inmigrantes que en ese tiempo arribaban por oleadas al puerto de Buenos Aires, junto a sus bultos y baúles, traían sueños, ilusiones y esperanzas. Pero además, una carga cultural que viajaba desde lejanas tierras, desembarcaba e iba a todas partes con ellos. Era entonces inevitable que apenas aquella gente pisaba nuestro suelo, liberase espontáneamente ese equipaje cultural, que fecundaba los componentes locales dando vida a una nueva mixtura. A nuevas expresiones en el terreno de la música, el idioma, la pintura y las artes en general, tan ricas como transgresoras. Elementos constitutivos de una identidad en ciernes, que se afirmaría durante el transcurso de las próximas décadas. Un proceso espontáneo imposible de reprimir o torcer, paralelo a la conformación del llamado crisol de razas que resultó del entrecruzamiento del componente extranjero con el nativo y que dio lugar al nuevo linaje argentino. Que acompañaba a su vez a los reclamos sociales y a la demanda de apertura política que pronto daría frutos. En otras palabras, también en el plano cultural se verificaba el fenómeno de transformación en ciernes.

Así nacieron el tango, el lunfardo, y corrientes literarias, pictóricas y teatrales que dominarían la escena en los años subsiguientes, produciendo una gradual pero irreversible transformación de la matriz cultural y migrando del paradigma de “lo culto” hacia un paradigma más abierto y fecundo desde el punto de vista cultural.

¿Y por casa cómo andamos? Este proceso, sucintamente narrado, fue eminentemente porteño. Todo pasaba –o mejor dicho aparentaba pasar- en Buenos Aires: en los tiempos del primer Centenario, el puerto dominaba la escena. La Argentina era el granero del mundo y todo salía y entraba por esa gran boca marítima que era el Río de la Plata. El interior, entretanto, latía a su propio ritmo. Más cansino, menos ajetreado. Más apegado a las costumbres y tradiciones, menos propicio a la influencia foránea.

Sin embargo, nuestra Córdoba tuvo un proceso bastante parecido al descripto. En línea con lo que acontecía en la metrópoli. Probablemente porque Córdoba tuvo mucho que ver con la llamada Generación del 80, el núcleo dominante de aquella época. Julio Argentino Roca, la figura emblemática de su tiempo, llegó a la presidencia en el año 1880 gracias al apoyo de la Liga de Gobernadores urdida por su concuñado, Miguel Juárez Celman, gobernador de Córdoba. La cercanía política era tal que a Roca lo sucedió precisamente Juárez, que comulgaba el mismo ideario liberal y laico. Pese a que la revolución de 1890 interrumpió el mandato de Juárez, Córdoba siguió siendo parte del oficialismo reinante, tanto que en 1906 llegó a la presidencia otro cordobés: José Figueroa Alcorta. Lo único que nos faltaba era una pampa húmeda tan agraciada y feraz como la bonaerense: todo lo demás era bastante parecido. No es de extrañar entonces que el proceso cultural circulara por carriles semejantes. Aquí también, entre las clases altas reinaba el paradigma de lo culto e igual que allá brotaban los reductos sociales exclusivos -como El Panal o el Club Social- y los templos de cuño decimonónico dedicados a la cultura, como el teatro Rivera Indarte, hoy Libertador General San Martín. Igual que allá, también aquí las expresiones populares estaban fuera del circuito oficial y nadie se ocupaba de ellas, salvo sus propios cultores.

Podría decirse que en los tiempos del primer Centenario, nuestra Córdoba estuvo en un plano intermedio, a prudente distancia de Buenos Aires, la capital opulenta de entonces, pero alejada a su vez del interior profundo, especialmente las viejas provincias del noroeste donde se seguían cultivando las tradiciones con mayor fervor. Sin embargo, por el perfil de los inmigrantes y los gustos populares de entonces, no arraigaron aquí ciertas expresiones como el tango y el lunfardo, al menos no con igual fuerza, que quedaron limitadas al espacio geográfico porteño. Es que también en el plano cultural, Córdoba comenzaba a recorrer un camino propio.

3 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page