La Argentina de 1910 no era un lecho de rosas. Estaba, sí, entre las diez naciones más ricas del mundo, pero puertas adentro el paisaje era diferente, dicotómico. Estaban los muy ricos, los que tenían “la vaca atada”, y los muy pobres, la mayoría recién llegados, que se ataban a la esperanza de una vida mejor a la que les hubiera deparado su propia tierra. Las fotografías color sepia de los fastos del Primer Centenario muestran en primer plano a los aristócratas argentinos, sonrientes y galera en mano, complacidos por la glamorosa visita de la rechoncha infanta Isabel, una de las pocas celebridades que aceptaron la invitación del gobierno argentino. La otra cara de la moneda puede rastrearse en el Informe del estado de las clases obreras en el país encargado por el presidente Julio A. Roca a Juan Bialet Massé en 1904 y que refleja precisamente eso: el estado de las clases obreras. La sola lectura deja sin aliento. La Argentina venía de varias décadas de crecimiento impulsada por el modelo agroexportador y una inserción privilegiada en el sistema internacional de división del trabajo que le aseguraba la colocación de sus cosechas y ganados. Tal era el suceso económico que inmigrantes de todas partes del mundo llegaban a este paraíso terrenal que los recibía con los brazos abiertos. Sin embargo, el clima social reflejaba otra cosa. Las condiciones laborales y la ausencia de legislación protectora alumbró un movimiento obrero combativo, liderado por anarquistas y socialistas llegados de la vieja Europa. Los enfrentamientos con la policía dura del régimen conservador estaban a la orden del día y, cada tanto, terminaban en verdaderos baños de sangre, como ocurrió el 1ª de mayo de 1909.
Mandaba la llamada Generación del 80, esa elite visionaria y libre de prepucios que sentó las bases de una país a la medida de sus convicciones, sin importarles demasiado sin conformaba o no a todos. El presidente era José Figueroa Alcorta, el cordobés que acompañó a Manuel Quintana en la fórmula triunfante de 1904 y que dos años después, tras la muerte del titular, se quedó con el sillón. Pertenecía al Partido Autonomista nacional, sinónimo de oficialismo desde Roca en adelante. Sin embargo, el PAN no estaba sólo en la cancha. Desde 1990 existía una fuerza opositora civil llamada Unión Cívica Radical, que reclamaba en las calles una mayor apertura. Es que el modelo político de la época era cerrado y autoritario. Si bien regía la constitución de 1853 y las instituciones republicanas existían formalmente, la democracia dejaba mucho que desear. Los gobiernos se elegían en una suerte de parodia de comicios arreglados de antemano que sólo servían para legitimar candidatos elegidos de antemano en los cenáculos de poder. No había padrones, el voto era cantado y la escasísima concurrencia a las mesas se reducía a peones, empleados y amanuenses de los caudillos de turno, que debían expresar su voto en voz alta ante la mirada amenazante del puntero de la parroquia, el oficial de policía y los matones enviados por los patrones para disciplinar a la tropa. “Voto por el dotor”, ¿qué otra cosa podían declarar esos pobres diablos ante la mirada torva del escribiente que esperaba, impaciente, para asentar otro palote en la planilla.
Claro que había cosas que funcionaban bien, la educación por caso. La escuela pública, que respondía al paradigma de educación popular enarbolado por Sarmiento funcionaba a pleno y florecía por todas partes, convirtiéndose en una poderosa herramienta de integración cultural e igualación social. Fue, la educación pública, una auténtica política de Estado que operó como una impetuosa turbina capaz de elevar al país y ponerlo a la vanguardia de la lucha contra el analfabetismo y la marginación. La ley de Servicio Militar Obligatorio, sancionada en 1902 y conocida como ley Ricchieri, era la otra parte del modelo de inclusión social.
La salud, no tanto. Había escasa infraestructura asistencial y pocas obras de higiene, y cada tanto las epidemias se cobraban numerosas víctimas a la vez que la mortalidad infantil causaba estragos, sobre todo en el medio rural.
Así estaban las cosas en la Argentina del Primer Centenario, joven todavía, donde todo estaba por hacerse. Que mutaba día a día, buscando su propia identidad, fecundada por las lenguas, las costumbres y las ilusiones que los inmigrantes portaban en sus bagajes y liberaban ni bien poner sus pies sobre esta bendita tierra. Que ni siquiera contaba con una historia oficial ni líderes asentados en la conciencia colectiva, frescas aún las guerras externas e internas que forjaron nuestra nacionalidad.
Así era aquella Argentina, tierra promisoria y preñada de esperanzas.
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