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Fader íntimo

Muchos piensan que era cordobés, otros mendocino; pero no: el eximio pintor nació en Burdeos, en 1882, y se formó en Francia y Alemania. La enfermedad que padecía lo trajo a Córdoba en 1916, y aquí pasó los últimos 19 años de su vida. Pintando maravillas.


16 de abril de 1922.

Un hombre de estatura regular, de cabellos castaños, que aparenta más edad de la que tiene –acaba de cumplir 40 años-, desciende del tren que lo trajo de regreso desde la Capital Federal. Es Fernando Fader, el pintor del momento.


Se lo ve agotado; los trenes del Central Córdoba demoraban casi 24 horas para cubrir la distancia que separa a Deán Funes de la metrópoli.


Durante el trayecto entre la estación y Loza Corral –unas cuatro leguas por un sendero por momentos intransitable-, el viajero rememoró los días pasados junto a los suyos, a quienes visitaba regularmente desde que Adela –su esposa- regresó a la Capital Federal para dar a luz. Las primeras monerías de Adelita, su pequeña hija de sólo tres meses de edad, que apenas había sostenido en sus brazos por temor a contagiarla; la admisión de Raúl, el hijo varón, en una escuela capitalina; el módico festejo de su cumpleaños, el 11 de abril.


Hacía ya siete años que vivía cada uno de esos cumpleaños como una baza ganada al destino augurado por los médicos que, en 1915, le extrajeron un tumor intestinal. Seis meses de vida le habían dado entonces, y ya iban siete años. ¿Cuántos más le quedarían? Un acceso de tos le recordó por qué estaba allí, aunque se negó a pronunciar la palabra maldita: tuberculosis.


Apuró la marcha del Ford T, que carraspeaba sobre el camino de tierra levantando polvo a su paso; deseaba llegar cuanto antes a su morada. Antes de entrar a la casa se detuvo unos momentos en el pórtico a contemplar el jardín: los canteros estaban cubiertos de malezas y la huerta lucía un tanto descuidada.


A menudo se quejaba de que no era sencillo conseguir en aquella tierra de criollos un jardinero a la medida de su rigurosa formación teutónica. El matrimonio Roldán -último personal que había tenido a su servicio- ya no estaba. De momento, se las arreglaba con Melitón Pucheta, un vecino de la zona que lo ayuda con los quehaceres de la huerta.


Arrojó al piso el cigarrillo que traía entre sus dedos y entró en la casa. En el interior, “el silencio era tan grande que llegaba a ser sonoro”, le escribió a Federico Müller, su amigo marchand.

Pensó que aquella vivienda, sin Adela y los niños, quedaba demasiado grande para él; sin embargo, sintió que estaba de vuelta en casa.


Loza Corral No; no tenía dudas al respecto: su lugar en el mundo era Loza Corral, el que había elegido para esperar la muerte mientras pintaba la vida. Lo supo desde el mismo instante en que puso sus pies en esa comarca y vio por primera vez la luz transparente que derramaba el cielo límpido de aquellas serranías.


Desde entonces su mayor obsesión fue capturar esa luminosidad en sus pinturas. Y vaya si lo había logrado. Quizá por esa razón, no sabía si seguía allí por consejo médico, para aliviar sus pulmones, o porque ya no sería capaz de vivir en otra parte, lejos de esas sierras, de esa mágica luz que ponía a danzar a sus pinceles.


Pasó derecho a su habitación y se sentó en la cama, frente a la ventana que da a la huerta. Había levantado aquella casa obsesivamente, ladrillo a ladrillo; su construcción lo había tenido absorbido demasiado tiempo, apartándolo de lo único que deseaba hacer: pintar. Ninguna otra cosa; solo pintar. Sin embargo, el clima, la enfermedad y la bendita casa se habían conjurado para que en 1921 no hubiera exposición. Ese año -1922-, en cambio, no habría excusas.


“Llego de Bs.As.”, apuntó en la pequeña libreta en la que llevaba la cuenta de sus días. Luego de asentar la escueta anotación, guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta.


Ese día no anotará nada más; el cansancio del viaje –y la tristeza y la soledad de siempre- comenzaban a hacer mella en su cuerpo. A las seis de la tarde se metió en la cama. Permaneció un buen rato contemplando desde su lecho los últimos destellos del ocaso que se filtraban por la puerta del cuarto que da al poniente.


Tras los ajetreados días en Buenos Aires, deseaba pintar cuanto antes. Sólo necesitaba dos cosas: que la tos le diera tregua esa noche y que, por la mañana, el día estuviera despejado. Lo demás vendría por añadidura…


No se imaginaba que la vida le regalaría otros 13 años.


Del diario íntimo Abril 20. “Amanece lloviendo. Por supuesto. Arreglo. Raspo telas. Llueve. Llueve. 5 ½ cama. I”. Lo despertó el ruido de la lluvia que golpetea cristales y tejados. Al menos – pensó- ese día no tendrían que bombear agua para regar el jardín, el trabajo más penoso, aunque aliviado desde que incorporó un motorcito que manda agua de la acequia a las cañerías que recorren el terreno.

Sin poder salir a pintar, se siente como un león enjaulado. Se entretiene reparando el calefón que venía fallando. Afuera llueve y amenaza con seguir así por largo tiempo. Después del almuerzo, pasó la tarde en el taller, raspando lienzos. Afuera seguía lloviendo; incesantemente.


A las cinco y media se metió en la cama. Antes, se aplicó una inyección –la “I” de la anotación- prescripta por su médico; y cerró la libreta.

Esa noche decidió que saldría al campo aún a riesgo de tener que pegar la vuelta, corrido por el agua o el viento; este año tenía que exponer sí o sí, y eso eran dieciocho telas por lo menos. Tenía que pintar.


Al segundo día, se calzó las botas y el sombrero, cargó las telas empezadas en la chata y rumbeó para Ojo de Agua de San Clemente. Conocía como la palma de su mano ese paraje serrano próximo a Loza Corral, porque allí vivieron un par de años cuando llegaron a la zona. Allí pintó, cinco años atrás, “La vida de un día”, la serie que refleja los cambios de luz del paisaje según el paso de las horas. Allí crecían los mimbres que está pintando.


El sol calentaba cuando comenzó a pintar. Después de mucho tiempo volvía sentirse como un ave que al fin podía desplegar sus alas nuevamente y echar a volar. Pintó como solía hacerlo, con trazos enérgicos; sin embargo, no había pasado una hora desde que plantó el caballete cuando comenzó a soplar un fuerte viento que parecía querer llevárselo todo y lo obligó a desistir. Igual, se sintió en paz.


La última anotación del diario íntimo es la del 16 de septiembre de ese año: “V (de viento). Nublado. Frío. Encajono lo que hay. Hay que acabar. Queda el grande fuera y confío terminarlo en la tarde. Despeja efectivamente. Salgo a lo de Vigil. Trabajo media hora, se nubla, cerrazón. Espero. Inútilmente. Son las 2 de la tarde. Resuelvo irme. Hace frío. Motor no arranca. Al rato sí y para de golpe. Pasa Soria. Me cuartean arriba. Llego ya de noche a casa (…) El tiempo se ha descompuesto”.

Echa una mirada a las obras terminadas: “Cerrazón en la huerta”, “Tarde destemplada”, “Hojas muertas”; y la más entrañable de todas, la niña de “En el potrero”, sentada en el campo arado junto a sus herramientas. Es Laurencia Ochoa, una modelo bien criolla. La inminente exposición espera por sus telas. Venderá 16, a buen precio, pero aún no lo sabe.


Más o menos así, entre paletas, óleos y pinceles, pintando cada día mientras pudo, Fernando Fader vivió hasta el 28 de febrero de 1935. Murió en su cama, en Loza Corral, rodeado de los suyos. Sus restos y los de su familia reposan en el cementerio de Ischillín Viejo.


Fernando Fader | Historia | Esteban Dómina

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