“Navarro, diciembre 13 de 1828. Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división.
Firmado: Juan Lavalle”. Casi dos siglos después, cuesta entender este crimen imperdonable: un héroe de la gesta independentista fusila a otro por motivos fútiles.
Por esos días ardía la grieta entre unitarios y federales: en 1827, extinguida la autoridad nacional tras la renuncia de Bernardino Rivadavia a la presidencia, sólo quedaban en pie las provincias que ejercían su propia soberanía. La legislatura de la provincia de Buenos Aires eligió gobernador a Manuel Dorrego, con un meritorio pasado en el ejército y ahora enrolado en el espacio federal.
Le tocaría enfrentar desafíos de envergadura: concluir la azarosa guerra con el Brasil, aliviar la maltrecha economía popular y recomponer el vínculo con las provincias para reencausar la postergada organización nacional. Los unitarios, entretanto, no se resignaban a haber sido desplazados del poder por la “chusma”; sólo necesitaban de un brazo armado dispuesto a hacer el trabajo sucio y todas las miradas se posaron en Juan Lavalle, que había reverdecido sus laureles en aquella guerra.
Tras la firma del tratado definitivo de paz con el Brasil, que no dejó conforme a nadie, las tropas desmovilizadas comenzaron a retornar al país. El 29 de noviembre desembarcó el grueso del Ejército nacional, con el motín en marcha. El 1º de diciembre los regimientos salieron de los cuarteles y, comandados por Lavalle, derrocaron a Dorrego. Siguiendo la hoja de ruta pergeñada por el círculo unitario, Lavalle fue proclamado gobernador en una parodia de asamblea popular.
Dorrego salió a la campaña para organizar la resistencia. Su único aliado de peso era Juan Manuel de Rosas, un hacendado que pisaba fuerte en la provincia. Logró reunir una modesta fuerza de paisanos y el 9 de diciembre presentó combate en los campos de Navarro. Las tropas experimentadas y bien pertrechadas de Lavalle no tuvieron mayores dificultades en dar cuenta de aquel ejército improvisado. Sin embargo, el vencido pudo escapar, aunque desoyó el consejo de Rosas, quien le sugirió pasar a Santa Fe, al amparo del gobernador Estanislao López. Dorrego se demoró inexplicablemente en un campo de Areco junto a su hermano y otros partidarios y, al día siguiente, unos oficiales desleales lo apresaron y pusieron en manos de Lavalle.
Los unitarios no querían por nada del mundo que el prisionero, dada su popularidad, fuera enviado a la metrópoli, y apremiaban a Lavalle para que completara su desafortunada faena.
Mientras Dorrego escribía cartas a gente influyente, Gregorio Aráoz de Lamadrid intercedía para que se le perdonase la vida, aunque la suerte de su camarada del Ejército del Norte estaba irremediablemente echada.
El 13 de diciembre, a las dos y media de la tarde, el condenado enfrentó al pelotón de fusilamiento, poco después de recibir el último auxilio religioso. Lamadrid, agobiado, luego de facilitarle su casaca —Dorrego pidió que la suya le fuera entregada a su esposa— se retiró; no quiso presenciar la ominosa ejecución (imagen). La descarga de fusilería quebró la quietud de la hora y el cuerpo exánime de Dorrego, tendido en el piso, se desangró lentamente.
“La historia juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir”, asentará Lavalle en el parte. Los unitarios suspiraron aliviados, el poeta Juan Cruz Varela escribió con regocijo: “La gente baja / ya no domina / y a la cocina / pronto volverá”. En la vereda opuesta, el pueblo orillero estaba de duelo y en la pampa desolada bonaerense lastimeras guitarras bordoneaban cielitos lastimeros.
Tras los postigones de una lóbrega casa, Ángela Baudrix, la joven viuda, lloraba su dolor mientras estrujaba en sus manos el chaleco que llegó a sus manos junto a la carta póstuma de su esposo: “En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro porqué, más la providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no lo ha podido ser en compañía del desgraciado”.
A su hija Angelita le dejó una sortija como recuerdo. A Isabel, su otra hija, unos tiradores.
Manuel Críspulo Bernabé Dorrego tenía 41 años.
El triste final de Dorrego constituye de los mayores actos de ceguera política en la resolución de los conflictos internos y los desencuentros que sobrevolaron la historia argentina como aves de mal agüero.
Años después, Esteban Echeverría diría que Juan Lavalle era “una espada sin cabeza”. Entretanto, Juan Manuel de Rosas vio llegada su hora, dispuesto a tomar la posta del caído…pero esa es otra historia.
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