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Insensatez

No, no me refiero al inolvidable bolero de Antonio Carlos Jobim. Me refiero a algo mucho más serio y, por cierto, menos glamoroso: al conflicto más prolongado registrado en la Argentina desde 1983 hasta el presente. Entre el Gobierno nacional y el campo. El más insólito, por otra parte.

El diccionario de la Real Academia Española define a insensatez como “necedad, falta de sentido o de razón”. Perfecto, como siempre. Y aplicable ciento por ciento a la cuestión que nos ocupa. O qué otra palabra expresa mejor la esencia de esta puja irracional que lleva ya 80 días. Cómo es posible que el Gobierno haya dejado que transcurriera todo ese tiempo sin hacer valer su potestad para poner fin al asunto, de manera sensata.

Aunque todo reclamo sectorial, si es legítimo, debe ser atendido, en este caso no se trata de uno más, sino que, por el contrario, el del campo tiene alcances casi universales. De una u otra manera nos roza a todos. Todos somos el campo. Así vivamos en medio de la urbe más poblada, si la solución no llega, algún día nos faltarán carne, leche o harina. Y aunque trabajemos en otro sector y no tengamos nada que ver con las vacas y la soja, tarde o temprano los efectos de la crisis se harán sentir sobre nuestros empleos. Y no dentro de 100 años: ya empezó a notarse en la cadena agroindustrial y metalmecánica más cercana al agro.

Es algo que todos sabemos y que el Gobierno tiene el deber de evitar. Y digo el Gobierno por dos razones. La primera, de orden superior, porque a todo gobierno legítimo es al que le toca velar por el bien común, por el bienestar de los argentinos. Con eso sólo bastaría; pero hay otra razón, más, diríamos, vinculante: fue el Gobierno el que desencadenó el conflicto cuando emitió la intempestiva resolución que puso en marcha las retenciones móviles.

Una temeridad -por usar un calificativo benévolo- que el menos informado sabía las consecuencias que traería. Y que trajo. ¿Cómo se iba a quedar el campo de brazos cruzados si la medida era, además de confiscatoria, visiblemente imperfecta? Que, de aplicarse, literalmente puede llevar el nivel de las retenciones hasta 90 por ciento de la facturación.

Después del error. Sin embargo, un error lo puede cometer cualquiera, incluido el Gobierno. No hay que rasgarse las vestiduras por eso; siempre que haya voluntad de corregirlo, claro. Y aquí viene lo peor, lo que vino después: la intransigencia, la tozudez; la absoluta falta de disposición a remediar el error y destrabar con rapidez el conflicto o, peor aún, exasperándolo con declaraciones y actitudes inoportunas.

La mesa de la discordia estaba servida. Bastó que las entidades rurales se pusieran en pie de guerra para que se disparara una insólita pulseada que nos envolvió “de prepo” a todos los argentinos.

Probablemente, las autoridades no tuvieron en cuenta la capacidad de resistencia y la fortaleza anímica de la gente del campo y pensaron que ésta cedería y agacharía el testuz como lo había hecho antes otras instituciones y sectores. Si fue así, si realmente lo creyeron, hay en ello una supina falta de conocimiento. ¿Acaso pensaba el Gobierno que gente curtida, acostumbrada a lidiar con adversidades aún mayores, como las plagas o el clima, que se cayó y se levantó mil veces, iba a arrugar así nomás?

Si se apostó a un quiebre prematuro, a una victoria fácil, la realidad no tardó en derribar esa ilusión. Debió entonces, antes de que la cosa se extendiera más de la cuenta y causara males mayores, arbitrarse de una vez la solución concertada. Negociada, para que no parezca una derrota que, por otra parte, nadie quería infligir al Gobierno, ni siquiera los gremialistas más duros. Mucho menos el resto de los ciudadanos. Pero no. El conflicto siguió adelante y hubo más insensatez, como la vez en que los interlocutores oficiales, en medio de una tregua, dejaron plantados a los presidentes de las entidades que aguardaban una respuesta para ofrecer una olvidable declaración de prensa.

La ofensa. También la hubo cuando, después de la descomunal concentración de Rosario, una de las más grandes que se recuerde en la historia, el Gobierno, ofendido por algunos discursos que se pronunciaron ese domingo, suspendió de modo unilateral el diálogo. Puede ser entendible que algunas expresiones pudieran haber lastimado la sensibilidad oficial; quienes fueron aludidos, más allá de las disculpas emitidas más tarde, están en su derecho de sentirse molestos. Al fin y al cabo, los dirigentes ruralistas tampoco son ángeles; también a ellos a veces se les va la mano.

Pero un Gobierno no puede darse por ofendido y dar la espalda a un problema, cualquiera sea. Es algo que no le está permitido hacer. Menos aún cuando está en juego el interés general, el de todos los argentinos y no sólo el de un sector. Porque, mal que les pese a algunos funcionarios, el campo está en todas partes, al menos en nuestra Argentina.

El paroxismo de la insensatez llegó más tarde, con el comunicado del Partido Justicialista. Pasemos por alto las gravísimas acusaciones de golpistas, disfrazadas detrás de la calificación de “destituyente” del conflicto, un neologismo acuñado al calor de la ardiente puja. Son cosas de la política; palabras que hoy se dicen y mañana se relativizan, por más tremendas que suenen; ya estamos acostumbrados a eso. A la pirotecnia política.

Lo peor es lo que sigue, por omisión, claro. Veamos. Lo que sigue es una larga y objetiva lista de méritos acumulados por la Argentina en los últimos años después de haber sorteado la peor crisis de la historia, la de fines de 2001.

No está mal que el partido oficialista reivindique como propios los logros incontrastables alcanzados en materia económica. Para nada, todos lo hacen. Lo que sí está mal o al menos es un error muy grueso, es pretender que tales resultados se debieron sólo a la gestión del Gobierno y a sus aciertos, y se soslaye por completo la crucial participación que cupo en su obtención a otros sectores y a la comunidad en su conjunto. Como el campo, por ejemplo.

¿O acaso quienes redactaron esa larga y virtuosa lista ignoran que la palanca de la salvación y del despegue posterior de la economía fue el agro argentino? ¿O por qué creen que podemos exhibir, con orgullo, los famosos superávits gemelos? ¿De dónde piensan que salieron y salen los recursos para mantener al Tesoro Nacional obeso y rozagante? ¿O de dónde las divisas, tan escasas en tiempos de vacas flacas, que hicieron virar al azul la balanza comercial?

La economía argentina gira en torno del campo, nos guste o no. Por supuesto que sería mejor que hubiese menos dependencia, pero la hay. Y la única verdad es la realidad. ¿O no? Lo que ocurre es que se vuelve a caer en el error de caracterizar a este conflicto como una puja eminentemente política, una competencia de poder, que hay que ganar a cualquier costa. Es un punto de vista. Lo malo, lo triste, es que estamos dejando pasar una enorme, inmensa oportunidad frente a nuestras narices.

El milagro. Nos pasamos medio siglo llorando en los rincones por lo que Raúl Prebisch llamó el deterioro de los términos del intercambio. Que traducido a buen romance no era otra cosa que, por años, lo que la Argentina producía valía cada vez menos y lo que nos vendían los países centrales cada vez más.

Sin embargo, el milagro se produjo y a comienzos del nuevo siglo la legendaria y perversa relación se invirtió. Ahora todo el mundo quiere comprarnos nuestra producción y está dispuesto a pagar bien por ella. Pero, ojo, puede que no dure para siempre. ¿Qué esperamos, entonces, para aprovechar este viento que hincha nuestras velas? ¿Que amaine quizá, como ya nos ocurrió otras veces? Insólito. Por donde se lo mire. Una pena dejar pasar esta nueva oportunidad que se nos brinda en bandeja. Y lo peor del caso es que este largo conflicto no será neutro, sino que dejará huellas profundas.

No debe creerse con ligereza que al día siguiente de que llegue la solución –que esperemos sea cuanto antes-, las cosas volverán a su cauce y aquí no ha pasado nada. No. Ha pasado y mucho. Y no me refiero sólo a los daños económicos, que fueron importantes, y a las consecuencias de la caída de la actividad productiva en general, que dejará su rastro, en especial en el interior del país. No. Me refiero a que han emergido a la superficie cuestiones irresueltas que estaban dormidas y que de ahora en más deberán ser consideradas a conciencia.

Hay debates que no pueden darse a la vera de las rutas, en medio del fragor de un conflicto, pero que la Argentina se debe desde hace décadas y que hay que encarar con urgencia. El meneado asunto del federalismo, para empezar. ¿O acaso no ha quedado como nunca a la vista que éste no es un país federal? ¿Que es más centralista que en los tiempos de Rivadavia? No. No es un bolero, lamentablemente. Es la insensatez nuestra de cada día.

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