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Juan Lavalle, la espada unitaria

No murió en el campo de batalla como seguramente hubiese querido, sino víctima de un tiroteo confuso y lejano. Fue en la madrugada del 9 de octubre de 1841, en Jujuy, y junto con su muerte se desvaneció la ilusión de vencer a Rosas por las armas.

Que era una espada sin cabeza, dijo Esteban Echeverría de él. Que todo estaba en su mano y lo perdió, agregó. Es que Juan Galo Lavalle, el niño mimado de los unitarios, ilusionó tanto como defraudó a los que creyeron ver en él al hombre providencial, al salvador en tiempos difíciles. Pero no lo fue; porque le faltó cabeza como dice Echeverría, un poco de suerte o lo que fuere, no lo fue. Desde joven pintaba para cosas mayores cuando se enroló en el Ejército de San Martín y su espada acompañó toda la campaña libertadora, aún después de que el jefe argentino se apartara para que Simón Bolívar la concluyese. A ese tiempo pertenecen las acciones militares que marcaron el punto más alto en la carrera del aguerrido oficial de Caballería, que brilló en las batallas que decidieron la suerte del Ecuador, donde se ganó el título extraoficial de “León de Riobamba”. Por su bravura, obviamente. Volvió, como el resto de sus camaradas, allá por 1826, cuando en aquellas tierras ya no quedaba nada por hacer.

Entonces vino la tragedia. Durante la presidencia de Rivadavia, marchó a la guerra contra el Brasil. Allá también demostró su coraje y reverdeció el prestigio ganado en los campos de batalla andinos. Era su hora de mayor consideración pública. Quizá por eso, los unitarios posaron sus ojos en él cuando, tras la caída de Rivadavia, Manuel Dorrego se convirtió en el hombre fuerte. Decididos a recuperar espacios perdidos, a los doctores porteños les sobraba ilustración pero le faltaban espadas. Fue entonces que pensaron en Lavalle. ¿Quién mejor que él, que venía de buena cuna, se había lucido en el combate y compartía las mismas ideas? Pensarlo y concretarlo fue la misma cosa: en un abrir y cerrar de ojos, Lavalle se encontró al frente de la asonada que volteó y fusiló a Dorrego, un militar corajudo y prestigioso como él. Fue un grave error, algo de lo que Lavalle seguramente se lamentaría por el resto de sus días; pero lo hizo: fue él quien firmó la orden de fusilamiento de Dorrego y selló su infausto destino. Sin embargo, no duró mucho en el poder: cuando aún no se habían acallado los ecos de la tragedia de Navarro, sin pena ni gloria, dio un paso al costado y cedió el poder al ascendente Juan Manuel de Rosas. Al fin y al cabo eran viejos conocidos: ambos habían sido amamantados por la misma mujer. Después envainó su espada, se llamó a silencio y cruzó el río, para instalarse junto a su familia en una chacra vecina a la Colonia del Sacramento.

La última campaña Allá lo fueron a buscar los enemigos de Rosas que empujaban la guerra interna desde la otra orilla. Y, como antes, les faltaba una espada. Al principio Lavalle se mostró remiso: no estaba convencido de que aquello fuese una buena idea, y además le había prometido a su familia mantenerse al margen de nuevas quijotadas. Sin embargo, la insistencia rindió sus frutos y, tras largos cabildeos, el viejo guerrero terminó accediendo; necesitaba sentir la adrenalina corriendo nuevamente por sus venas. Dejó el azadón a un lado y desenvainó la espada que había jurado no volver a empuñar y, dejando una vez más a Dolores y a sus cuatro hijos envueltos en llanto, partió a una guerra que para él sería la última.

A mediados de 1839 probó a sus hombres en algunas escaramuzas en la provincia de Entre Ríos, entonces alineada con Rosas. Enseguida siguió adelante con su plan: tenía en la mira a Buenos Aires y hacia allá se dirigió. Cruzó el Paraná y se apostó frente a las puertas mismas de la metrópoli. Sin embargo, y contra todas las previsiones, en lugar de lanzar el ataque final se replegó hacia la provincia de Santa Fe. Tal vez lo disuadieron la indiferencia y la frialdad con que fue recibido por sus paisanos. Es que el recuerdo de la tragedia de Navarro seguía vivo en la campaña bonaerense. Pese a haber ocupado la capital santafesina sin mayores resistencias, supo que le sería difícil hacerse fuerte allí, rodeado de gobiernos hostiles, y Manuel Oribe, el general uruguayo que mandaba el ejército federal, le venía pisando los talones. Por esa razón decidió desplazarse hacia Córdoba, donde operaba el ejército comandado por Gregorio Aráoz de Lamadrid, otro jefe unitario con quien pensaba unir sus fuerzas. Por desinteligencias entre ambos, los dos ejércitos no llegaron a confluir y a Lavalle no le quedó entonces más remedio que enfrentar al enemigo con sus propias fuerzas. La batalla de Quebracho Herrado fue terrible. El 28 de noviembre de 1840 fue un día sofocante. Lavalle, con su sombrero de paja ceñido con barbijo y pañuelo de seda celeste y blanco al cuello, blandía en su mano derecha la famosa y temida lanza corta con la que ensartaba sin piedad a sus enemigos. Iban tres horas de encarnizado combate cuando ordenó la retirada. Lo que quedaba de su ejército se dispersó en el más completo desorden. Los soldados huyeron campo traviesa arrojando las armas para aligerarse de peso y poder escapar del degüello. La derrota fue total y poco y nada quedó del ejército con que pretendía vencer a Rosas. Se rehizo como pudo y rumbeó hacia el Norte, y en Faimallá, en la provincia de Tucumán, volvió a chocar con el ejército de Oribe y fue nuevamente derrotado. Entonces, con apenas un puñado de hombres, escapó rumbo a Salta.

El tiro del final A comienzos de octubre de aquel año de 1841, Lavalle se hallaba en las inmediaciones de Jujuy; todas las noticias que recibía eran malas, nada que permitiera alentar alguna esperanza. Sus hombres acamparon en las afueras de la ciudad mientras que el jefe, con una corta escolta y en compañía de Damasita, la niña salteña que se había unido a él, se internó en la ciudad para pasar la noche bajo techo. ¿Dónde están los enemigos de Rosas?, era, seguramente, la pregunta que una y otra vez resonaría en su mente durante aquellas horas azarosas. Por lo visto no eran tantos, como le habían asegurado los doctores que lo incitaron a retomar las armas y que ahora no veía a su lado. A su lado estaba apenas Damasita, para endulzar sus últimas horas. En la madrugada del 9 de octubre, lo despertaron unos disparos. Lavalle abandonó precipitadamente el lecho y corrió hacia la puerta de calle para cerciorarse de lo que estaba pasando. Ni bien se asomó, una bala perdida que rozó el marco de la puerta le perforó el cuello y cayó herido de muerte, allí, en el umbral de la casa.

Ese mismo mes hubiera cumplido cuarenta y cuatro años. Ahora les tocaba a sus fieles soldados salvar la cabeza del desgraciado jefe; y vaya si lo hicieron. Pero ésa es otra historia.

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