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La Argentina, entre el César y Dios

En un país como la Argentina, donde existe una grey católica tan considerable como influyente, rastrear cómo fueron en el pasado las relaciones entre la Iglesia y el poder político puede resultar útil  para entender mejor el presente y lo que vendrá.

En 1810, la Santa Sede no reconoció la ruptura unilateral del vínculo con España, vieja amiga de Roma. A raíz de ello, las relaciones de las Provincias Unidas con el papado quedaron interrumpidas durante más de cuarenta años.

El ala jacobina de la revolución de Mayo -Moreno, Castelli, Monteagudo- abjuraba de los principios de la fe católica. Sin embargo, en esa primera hora, varios sacerdotes ocuparon cargos ejecutivos y legislativos, como Manuel Alberti y Gregorio Funes, en tanto que otros, como fray Luis Beltrán, participaron activamente en las campañas militares.

En la década siguiente, Bernardino Rivadavia impulsó una profunda reforma religiosa para recortar el poder de la Iglesia católica, rémora de la etapa virreinal. El entonces hombre fuerte del gobierno de Buenos Aires decretó la libertad de cultos, cerró conventos, incautó bienes de varias órdenes y suprimió el diezmo, entre otras herejías. Esas medidas le acarrearon enemigos acérrimos, como los frailes Cayetano Rodríguez y Francisco de Paula Castañeda, que lo atacaron de palabra; o como Facundo Quiroga, que solía enarbolar pabellones con la leyenda "Religión o muerte". En 1824, Rivadavia tuvo un altercado con la misión del Vaticano que visitó Buenos Aires, que se retiró desairada y con las manos vacías.

Años más tarde, Juan Manuel de Rosas, ferviente defensor de la religión católica, puso las cosas en su lugar y restauró el catolicismo como culto oficial. Entre otros gestos, autorizó el regreso de los jesuitas en 1836, aunque doce años más tarde volvió a expulsarlos, el mismo año que mandó a fusilar a Camila O' Gorman y Ladislao Gutiérrez por sacrílegos. Aunque era su intención, no llegó a firmar un Concordato para normalizar las relaciones con el Vaticano. Constitución y después La Constitución de 1853 fue pródiga en su texto para con el catolicismo. El segundo artículo proclamaba que: "El Gobierno Federal sostiene el culto católico apostólico romano", consagrando el patronato como en los tiempos coloniales. Sin embargo, se admitía la libertad de culto para que afluyeran "todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino". Otro artículo, el 76, establecía que "para ser elegido presidente o vicepresidente de la nación, se requiere (…) pertenecer a la comunión católica apostólica romana...". Este requisito fue eliminado por la reforma de 1994; el actual artículo 89 no lo contempla.

En 1858, fructificaron las gestiones encomendadas por Urquiza a Juan Bautista Alberdi ante el Papa Pío IX y se reanudaron las relaciones con la Santa Sede. Sin embargo, después se sucedieron varios presidentes masones, entre ellos Mitre y Sarmiento, el más anticlerical de la serie.

La Generación del '80, representada por el Partido Autonomista Nacional, de cuño liberal, tuvo una relación conflictiva con la cúpula eclesiástica. En 1884, el entonces presidente Julio A. Roca rompió relaciones con el Vaticano a raíz de la sanción de la Ley 1420 de Educación laica y gratuita. La gota que colmó el vaso fue el despido del vicario general de Córdoba por despotricar contra la designación de maestras protestantes en una escuela para señoritas. Trascartón, Roca expulsó del país al nuncio apostólico, Luigi Mattera. Fue el propio Roca quien restableció la relación interrumpida con Roma durante su segunda presidencia. Siglo 20 La Unión Cívica Radical también es genéticamente anticlerical. Hipólito Yrigoyen no sacó los pies del plato, pero tampoco honró el sacramento matrimonial, manteniendo incólume su soltería hasta el fin de sus días. En 1923, el presidente Marcelo T. de Alvear, también radical, no logró torcer el brazo a Roma para imponer la designación de monseñor Miguel De Andrea al frente de la arquidiócesis porteña.

Durante la década de 1930, la Iglesia argentina mantuvo una relación amigable y de cooperación con los gobiernos conservadores, lo mismo que con Juan Domingo Perón durante su primer mandato presidencial.

El vínculo se enrareció durante su segundo mandato, cuando se produjo la ruptura soliviantada por medidas tales como la supresión de la enseñanza religiosa y la sanción de la ley de divorcio vincular. Incluso, en el punto álgido del conflicto de poder, llegó a plantearse la separación de la Iglesia del Estado. Hubo ministros renunciantes, sacerdotes expulsados del país, marchas multitudinarias y hasta quema de templos.

La Iglesia fue determinante en la caída de Perón. No sólo fundó el opositor partido Demócrata Cristiano y prestó apoyó logístico a los golpistas, sino que promovió la excomunión del presidente depuesto, que fue absuelto ocho años más tarde, en 1963.

Con Perón fuera de escena, en 1957, se firmó el acuerdo de creación del Vicariato Castrense, primer paso hacia el restablecimiento de las relaciones entre ambos Estados.

Sin embargo, durante la gestión presidencial de Arturo Frondizi renació el conflicto con la sanción de la ley de Educación que dividió las aguas entre la enseñanza "laica" y "libre". Arturo Illia, por su parte, tejió el concordato que se firmaría en 1966, poco tiempo después que fuera desalojado del poder por un golpe militar, y que confirió absoluta potestad a la Iglesia para la designación de sus dignatarios en el país.

El presidente de facto Juan Carlos Onganía, cursillista, contó con el aval de la jerarquía eclesiástica, pese a que por esos años surgió con fuerza en el seno de la institución el movimiento de sacerdotes para el Tercer Mundo, comprometidos con la llamada Teología de la Liberación y los postulados de la Conferencia de Medellín.

Los militares del Proceso trataron de mantener neutrales a la cúpula eclesiástica y al Vaticano frente al terrorismo de Estado y la violación sistemática de los derechos humanos que pusieron en práctica. Tuvieron algunos gestos a su favor, como la mediación del cardenal Antonio Samoré en el conflicto con Chile por el canal de Beagle (1979) y la visita del Papa Juan Pablo II durante la guerra de Malvinas. Democracia y después Raúl Alfonsín tuvo una relación complicada con la curia, en especial con el obispo Emilio Ogñenovich que se opuso férreamente al divorcio vincular. En 1987, el entonces presidente se trepó al púlpito para replicar la homilía de monseñor José Miguel Medina, quien había cuestionado su gestión.

Carlos Menem, a su turno, juró por Dios y los Santos Evangelios y apostó a una relación pragmática con la Iglesia; tuvo gestos y operadores ad hoc al servicio de esa relación y mantuvo vínculos amigables con el cardenal Antonio Quarracino.

Eduardo Duhalde, durante su interregno presidencial, buscó a su vez el apoyo de la Iglesia para recomponer el tejido social en un momento asaz difícil tras la crisis de fines de 2001, plasmado en la Mesa de Diálogo que contó con el aval y el impulso del Episcopado.

La relación del actual gobierno con la jerarquía eclesiástica fue distante, al punto que tanto Néstor como Cristina Kirchner, prefirieron evitar los Tedeum y mantuvieron escaso contacto y diálogo con los máximos prelados.

Los tiempos venideros dirán si la entronización de Francisco I traerá cambios en la relación del poder político con la Iglesia argentina.

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