“Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada”, profetizó Leopoldo Lugones, el eximio poeta cordobés, en 1924.
Los golpes de Estado fueron una constante en la historia argentina. Tanto que, para muchos historiadores, el primero de ellos ocurrió el 8 de octubre de 1812, cuando las Fuerzas Armadas de entonces, dominadas por la logia, forzaron la renuncia del Primer Triunvirato. En las décadas que siguieron, casi todos los cambios políticos vinieron de la mano de hechos de armas, y los sucesivos gobernantes se mantuvieron en el poder mientras contaron con apoyo militar suficiente para conservarlo; cuando lo perdieron, cayeron. Fue el caso de Juan Manuel de Rosas, por ejemplo. No en vano, casi todos los próceres de esa primera hora ostentaban algún grado militar.
Después de la sanción de la Constitución de 1853, que organizó la Nación y fijó las reglas de juego, de a poco, se afianzó el poder civil en desmedro del militar. Mientras rigió el llamado Orden Conservador, salvo los que murieron en ejercicio, todos los presidentes completaron su mandato, menos uno: Miguel Juárez Celman, quien renunció tras el levantamiento cívico - militar de 1890. El sufragio universal, sancionado en 1912, fortaleció la soberanía popular y el imperio civil.
Sin embargo, ese estado de gracia se rompió el 6 de septiembre de 1930, cuando una escaramuza encabezada por el general José Félix Uriburu, tolerada por los mandos militares, interrumpió la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen. Ese lamentable suceso fue el primero de una larga serie que no trajo sino infortunio y desdicha al pueblo argentino.
Agenda golpista
En los 46 años posteriores, se produjeron otros cinco golpes de Estado que destituyeron otros tantos gobiernos constitucionales. Unos incruentos, otros sanguinarios, todos, sin excepción, retrasaron la maduración republicana del país y perjudicaron a los sectores populares. Aun cuando algunos de esos episodios suelen ser presentados como más justificados que otros, todos fueron repudiables: no hay golpes “buenos” y golpes “malos”.
La Revolución de 1943, materializada por un grupo de altos oficiales de Ejército el 4 de junio de aquel año, puso fin a la llamada “década infame”. El presidente en ejercicio era el conservador Ramón S. Castillo, reemplazante del radical Roberto Ortiz.
A la década peronista le siguió la Revolución Libertadora, un quiebre institucional que vino acompañado de una alta dosis de violencia antes y después del 16 de septiembre de 1955. Antes, el bombardeo a Plaza de Mayo, que causó cerca de 400 víctimas; después, los fusilamientos de civiles en los basurales de José León Suárez, sólo por citar los hechos más deleznables de aquellas jornadas.
Después, la Argentina ingresó en un período de gran inestabilidad política y, el 29 de marzo de 1962, las Fuerzas Armadas derrocaron al presidente constitucional Arturo Frondizi y lo recluyeron en la isla de Martín García. No le fue mejor al siguiente mandatario surgido de las urnas, aun cuando el peronismo se hallaba proscripto: Arturo Umberto Illia, quien fue destituido por los militares el 28 de junio de 1966. Esa vez, la violencia vino después, y en grande.
Tras un interregno de siete años, los que duró la autotitulada Revolución Argentina, se restableció el estado de Derecho por apenas tres años, los que tardaron las Fuerzas Armadas en volver a escena, esta vez para implantar el reino del terror que duraría otros siete años.
La responsabilidad de los civiles
Ninguno de esos golpes, sucintamente reseñados, fueron meras acciones militares: todos contaron con apoyo de civiles que golpeaban las puertas de los cuarteles. De buena parte del establishment y de medios influyentes de la época. Veamos un rápido repaso: la movida de Uriburu fue el remate de una campaña de desgaste liderada por el diario Crítica, de Natalio Botana, que contó con el beneplácito de las fuerzas conservadoras, beneficiarias de la movida.
La Revolución Libertadora, por su parte, tuvo actores civiles en su planificación y desarrollo. Basta recordar que los principales partidos opositores formaron parte de la Junta Consultiva que asesoraba a la dupla Aramburu – Rojas.
A Illia le pasó algo parecido que a Yrigoyen: sufrió el destrato de algunos medios que lo presentaban como un presidente abúlico y sin energía, como una tortuga. El golpe de Juan Carlos Onganía fue avalado por la corriente sindical que lideraba el dirigente peronista Augusto Vandor y, más tarde, Alejandro Agustín Lanusse, el tercer dictador de ese turno, confió la cartera política a Arturo Mor Roig, un conspicuo dirigente radical.
Los autores materiales del último golpe del siglo XX, el del 24 de marzo de 1976, contaron con el apoyo de grupos económicos poderosos, los mismos que representó Alfredo Martínez de Hoz, el ministro de Economía que destruyó la industria nacional.
Lección de la historia Las luctuosas consecuencias del llamado Proceso de Reorganización Nacional deben servir para convencer al más escéptico que la democracia, con todos sus defectos y falencias, es mejor que cualquier sistema autoritario. Que la propia Constitución provee el remedio para reemplazar a los malos gobiernos. Una lección duramente aprendida por los argentinos.
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