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La batalla que salvó la independencia



Fue el 24 de septiembre de 1812. Manuel Belgrano se había hecho cargo del Ejército del Norte tras el fracaso de la primera campaña al Alto Perú, la actual Bolivia, que concluyó con la derrota de Huaqui. Asumió el mando de una fuerza maltrecha y alicaída en San Salvador de Jujuy e, impedido de frenar el avance del enemigo en esas condiciones, ordenó el éxodo, ese grandioso momento épico en que el heroico pueblo jujeño acompañó al ejército, dejando tierra arrasada al enemigo.


El momento que atravesaba la campaña independista era harto difícil; con la revolución en retroceso y varios frentes abiertos. Belgrano tenía órdenes del Primer Triunvirato de replegarse hasta Córdoba, dejando las provincias del norte a merced de los realistas que bajaban desde el Alto Perú. El mismo Triunvirato que le había prohibido usar la bandera celeste y blanca.


En San Miguel de Tucumán, consciente de lo que estaba en juego y de la suerte que correría si las cosas salían mal, el jefe patriota decidió no acatar la orden superior y presentar batalla allí mismo. La decisión fue respaldada por su Estado Mayor integrado, entre otros, por Juan Ramón Balcarce, Eustoquio Díaz Vélez, Gregorio Aráoz de Lamadrid, José María Paz, Manuel Dorrego, Martín Rodríguez, Cornelio Zelaya, Rudecindo Alvarado y el barón de Holmberg, quienes tenían a su cargo alrededor de un millar y medio de hombres con que contaba la fuerza. El día 14 lo comunicó al gobierno, exponiendo sus razones a corazón abierto, sin dobleces, como era su costumbre:


“Retirarme más, e ir a perecer es lo mismo y poner a la Patria en el mayor apuro (…) El único medio que me queda es hacer el último esfuerzo, presentando batalla fuera del pueblo, y en caso desgraciado encerrarme en la Plaza para concluir con honor; esta es mi resolución que espero tenga buena ventura, cuando veo que la tropa está llena de entusiasmo con la victoria del 3, y que mi Caballería se ha aumentado con hijos de este suelo que están llenos de ánimo para defenderlo”.


El combate se libró el 24 de septiembre de 1812, en el Campo de las Carreras, un solar próximo al casco urbano de la capital tucumana donde se realizaban las habituales cuadreras. Aquel día chocaron un ejército rearmado a las apuradas, como mejor se pudo, y otro, el realista —comandado por Pío Tristán— que lo duplicaba en número y profesionalidad. El valeroso pueblo tucumano aportó milicias, caballadas y suministros para equilibrar las fuerzas, pero aun así el resultado era incierto. Mientras el enemigo se aproximaba, civiles y soldados tuvieron que cavar fosos y emplazar cañones para defender la plaza e improvisar contra reloj pertrechos y armas caseras, enastando sus propios cuchillos en palos y tacuaras para fabricar lanzas. Era mucho lo que estaba en juego, y hasta el último paisano lo sabía. Coraje y patriotismo era lo que sobraba.


La batalla fue intensa, cuerpo a cuerpo, tumultuosa y de trámite desordenado por momentos, donde a la confusión general se unieron fuertes ráfagas de viento y la irrupción de una manga de langostas que oscureció el día, nublando la visión. Finalmente, el triunfo quedó del lado de los patriotas y al día siguiente el enemigo emprendió la retirada, volviendo sobre sus pasos.


Belgrano, un hombre creyente, escribió en el parte de guerra: “La Patria puede gloriarse de la victoria que han obtenido sus armas el 24 del corriente, día de Nuestra Señora de la Merced, bajo cuya protección nos pusimos”. La nombró Generala del Ejército y le entregó el bastón de mando, tal como puede apreciarse en el vitral de la basílica de Nuestra Señora de la Merced en la ciudad de Tucumán.


A continuación, reconocía los méritos de quienes hicieron posible la victoria:


“Desde el último individuo del ejército hasta el de mayor graduación se han comportado con el mayor honor y valor. Al enemigo le he mandado perseguir, pues con sus restos va en precipitada fuga”.


Fue la batalla más importante de la guerra de la Independencia que se libró dentro del territorio actual de la República Argentina. El apartamiento del plan original, rayano en la desobediencia, dio frutos inesperados para muchos: el enorme triunfo conseguido en Tucumán logró frenar el avance realista y revertir el clima derrotista de las semanas previas.


Aquella victoria providencial no sólo permitió remontar una situación asaz desfavorable, sino que, en el plano político, salvó el curso errático de la revolución, que tras los anteriores fracasos pendía de un hilo.


¡Honor y gloria al Ejército del Norte y al pueblo tucumano!

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