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La cabeza de Marco Avellaneda

En tiempos de barbarie, la cabeza del derrotado era el principal trofeo que perseguían los vencedores. Uno que perdió la suya fue Marco Avellaneda, padre de un gran presidente argentino.

San Miguel de Tucumán, fines de 1841. La luna alumbra la plaza adormecida y envuelta en perfumes de naranjos y jazmines en flor. De pronto, en uno de los senderos se recorta la silueta de una mujer que avanza sigilosamente, mirando hacia los costados; sabe que no son horas para que una dama como ella ande vagando por allí. Se detiene frente a una pica clavada en el suelo y, con visible esfuerzo, descuelga lo que está ensartado en el extremo superior. Envuelve cuidadosamente aquel objeto y, tan discretamente como llegó hasta allí, se aleja perdiéndose en la semipenumbra de la plaza solitaria. No debió caminar demasiado: su casa, una de las principales, se levanta allí enfrente, junto al cabildo.

Doña Fortunata García de García, que de ella se trata, se dirige presurosamente a la cocina. Conteniendo las náuseas, desenvuelve el atado que trae en sus manos; con paciencia y mucho jabón, desprende las costras de sangre y barro pegoteadas a aquel rostro inerte en el que, lentamente, renacen las facciones amables del que en vida fuera Marco Avellaneda.

Con la misma unción, doña Fortunata lava y riza los cabellos castaños hasta dejar presentable aquella cabeza sin vida que acaba de rescatar del escarnio público.

Cuando el fruto de su penosa labor nocturna la deja satisfecha, rocía la cabeza con agua de colonia hasta agotar el frasco y la deposita con sumo cuidado en una caja para guardar sombreros. Apenas amanezca la llevará al convento de San Francisco, y la confiará al cuidado de los frailes. Recién entonces podrá dormir en paz.

El mártir de Metán Aquella cabeza estuvo exhibida durante casi tres meses en la entonces plaza de la Libertad –hoy de la Independencia–, hasta que doña Fortunata, agobiada de verla cubierta de moscas y pudriéndose al sol, se apiadó y la quitó de allí. Se dice que contó con la complicidad de un coronel federal, de apellido Carballo, que se hospedaba en su casa. La cabeza había sido separada del cuerpo de su dueño, Marco Avellaneda, el 3 de octubre de aquel año de 1841. El sangriento ritual lo cumplió un soldado del ejército de Oribe, después de que la víctima fuera apresada junto a otros fugitivos en tierra salteña. Al parecer, el soldado devenido en verdugo hizo el trabajo lentamente, seccionando el cuello de la víctima con un cuchillo mellado, desde la nuca hacia delante.

¿Por qué semejante horror? Porque así se trataba por aquellos días al enemigo. Y Marco Avellaneda lo era; de Rosas, nada menos. Hasta que cayó derrotado, junto a Lavalle, en Famaillá, el 19 de setiembre de ese año. Ese día las tropas veteranas de Oribe dieron cuenta fácilmente de los pocos soldados que había logrado rejuntar Lavalle con más voluntad que profesionalismo. Fue el último lance de una algarada opositora que no llegó a conmover a Juan Manuel de Rosas, por entonces dueño absoluto del poder.

Marco Avellaneda no era militar, más bien todo lo contrario: era un jurista de nota, surgido de la misma forja liberal que otros intelectuales de fuste como su dilecto amigo Juan Bautista Alberdi.

Catamarqueño de cuna, Avellaneda había ido a parar a Tucumán porque allí se trasladaron sus padres. No tardó en involucrarse en los asuntos públicos y menos aun en enrolarse en el bando unitario y convertirse en el mentor ideológico de la llamada Coalición del Norte, una alianza de varias provincias que desconocía la autoridad de Rosas.

La liga fue el principal soporte político de la ofensiva militar lanzada desde la Banda Oriental y encabezada por Lavalle. Avellaneda era gobernador interino cuando el legendario general, luego del durísimo revés sufrido en tierras cordobesas en la batalla de Quebracho Herrado, recaló en Tucumán con lo poco que quedaba de su maltrecho ejército.

Hasta allí lo persiguió Oribe, el jefe rosista, y el destino de ambos se jugó a suerte y verdad en los campos de Famaillá, al sur de la capital tucumana, donde Lavalle sufrió una nueva derrota que puso en fuga a los jefes unitarios como Avellaneda, que cabalgó rumbo a Salta con los federales pisándole los talones. Desde allí pensaba pasar a Jujuy para, finalmente, alcanzar Bolivia, donde se reuniría con su familia.

Lavalle llegó a Jujuy; él no. Fue el propio jefe de su escolta quien lo traicionó, poniéndolo en manos de Oribe. Tras una parodia de juicio en la que se le formularon graves cargos sin que pudiera defenderse, se lo condenó a muerte. La sentencia se ejecutó en Metán, el 3 de octubre, el mismo día que Nicolás, el hijo de la víctima, cumplía 4 años. Seguramente a él, mientras el verdugo cumplía su infausta faena, debió haber dedicado Marco Avellaneda su último pensamiento.

Por fortuna, el pequeño, junto a su madre, Dolores Silva Zabaleta, se hallaba sano y salvo, camino a Tupiza, en Bolivia, donde ambos permanecerían hasta 1850.

Epílogo Como brutal escarmiento, la cabeza de Marco Avellaneda fue colocada en la plaza principal a la vista de todos: aquella imagen desgarradora era un poderoso disuasivo para los enemigos de Rosas. Luego fue a parar a la iglesia de San Francisco y, varios años más tarde, al sepulcro levantado en el cementerio de La Recoleta, en la ciudad de Buenos Aires. En la plaza de la Independencia, en tanto, un monolito recuerda el lugar donde estuvo clavada la pica con la cabeza del infortunado.

Doña Fortunata García, la mujer que la rescató, vivió hasta 1860.

Varios años después de la tragedia, en 1884, con 47 años cumplidos, Nicolás Avellaneda, el hijo del mártir, llegaba a la presidencia de la Nación. El sueño estaba cumplido, aun cuando cada 3 de octubre, día de su cumpleaños, el recuerdo de la tragedia se hacía presente.

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