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La economía en el Bicentenario

Por estos días, las recurrentes evocaciones de la Argentina del Primer Centenario presentan aquel país, desde el punto de vista económico, como una experiencia exitosa, digna de ser reeditada. Se repite hasta el cansancio que entonces estábamos entre las diez naciones más ricas de la Tierra, cosa que es verdad, y que la riqueza fluía a borbotones. Es que el modelo agroexportador, que había convertido a la Argentina en el granero del mundo, funcionaba a pleno. Tras la llamada Conquista del desierto y la posterior repartija de las mejores tierras entre unas pocas familias, vinieron el alambrado de los campos, la mecanización de las faenas agrícolas y el desarrollo de planteles ganaderos de superior calidad. El tendido de líneas férreas que enlazó las distintas regiones con el puerto, el desarrollo de las comunicaciones y la incorporación del frío para conservar las carnes hicieron el resto y el modelo ganó en productividad.

Palanqueada por estos cambios, Argentina dio un gran salto y se incorporó de lleno al sistema internacional de la división del trabajo como proveedora de granos y carnes, que contaban con una fuerte demanda. Como el intercambio comercial dejaba las divisas suficientes para comprarlo todo hecho, no se desarrolló en esta etapa la industria local sino de modo embrionario; algunas curtiembres y frigoríficos ligados a la exportación y poco más. Las manufacturas, en general, provenían de afuera. Fue un período netamente expansivo: entre 1870 y la Primera Guerra Mundial la economía argentina creció el doble que el promedio mundial; la región más favorecida fue la pampeana, aun cuando se consolidaron varios cultivos regionales, como el azúcar en Tucumán, la vid en Cuyo y el algodón en el Chaco.

Sin embargo, el modelo era virtuoso sólo en una fase del proceso económico: la generación de riqueza; fallando por completo en la otra, la distribución. En efecto, existía una gran concentración de los medios de producción –la tierra, básicamente- en pocas manos; había ricos muy ricos y muchos pobres. Opulencia y exclusión social eran dos caras de la misma moneda, lo que relativiza la eficacia y sustentabilidad del modelo.

Ese estado de cosas rigió casi sin variantes hasta 1929, cuando se produjo el colapso del mundo capitalista y el sector externo dejó de ser el factor dinámico de la economía, marcando el fin del modelo agroexportador.

La hora de Keynes En los años siguientes, el comercio internacional cayó bruscamente, ocasionando altos niveles de desocupación y la devaluación de las principales monedas. La crisis, que golpeó duramente a los países centrales, obligó a se vez a los países periféricos a cambiar su modelo económico. Aquí les tocó a los conservadores que gobernaron durante la década de 1930 aplicar el prospecto anticrisis de Keynes, el economista inglés que le encontró la vuelta a cómo enfrentar la depresión. Para salvar el comercio de carnes se intentó un enganche a la Comunidad Británica de Naciones, el pacto Roca – Runciman, y puertas adentro se replicó el proteccionismo en boga. Forzado por las circunstancias, comenzó entonces el proceso industrial de sustitución de importaciones que pobló de fábricas y talleres el Gran Buenos Aires y convocó a legiones de trabajadores provenientes de todos los rincones del país que abandonaban el campo para concentrarse en las ciudades. Nacía el mercado interno.

Este modelo de sustitución de importaciones siguió rigiendo en las décadas siguientes, sentando las bases de una economía más bien cerrada y poco competitiva. Durante buen tiempo, la industria no dio el salto hacia la llamada industria pesada –petroquímica, acerías, etc.- y se concentró en ramas ligadas al mercado interno, de crecimiento vegetativo. La industria automotriz, que asomó en la década de 1950, respondió a esta lógica, y también su producción estuvo direccionada hacia adentro.

Pese a que el llamado deterioro de los términos de intercambio y las prácticas proteccionistas de los países centrales afectaban las exportaciones de materias primas, la economía argentina atravesó por un buen momento en las décadas de 1960 y 1970. En efecto, a partir de 1964 hubo varios años de crecimiento sostenido del PBI, a una tasa promedio del 5 por ciento anual, y aunque la distribución del ingreso no era del todo igualitaria, la participación de los asalariados llegó a estar cerca del 50 por ciento, lo cual habla de una sociedad mucho más compacta y homogénea que la actual.

En las décadas siguientes, el modelo sustitutivo presentaba ya signos de agotamiento y sufrió el embate de políticas aperturistas que pusieron a los rubros industriales más vulnerables al borde la extinción, en tanto que la distribución del ingreso se tornó cada vez más regresiva. Al mismo tiempo, la tasa de desempleo se convirtió en uno de los indicadores más sensibles de una economía afectada por la baja productividad y la ausencia de políticas de largo plazo. La crisis de fines de 2001 marcó el fin de un ciclo. Modelo híbrido El nuevo milenio comenzó con un cambio de tendencia de los mercados mundiales que trajo consigo una fuerte recuperación de los precios de las commodities. Gracias a ese fenómeno y a que volvió la confianza, tras la caída récord del año 2002, de casi el 12 por ciento del PBI, la economía argentina rebotó hacia arriba y hubo un quinquenio de crecimiento a una tasa promedio del 8,8 por ciento anual. Ese venturoso viento de cola sopló en el momento que el país más lo necesitaba y nos permitió salir de la crisis mucho antes de lo que se creía. Las exportaciones de productos primarios –soja, sobre todo- y las MOA –manufacturas de origen agropecuario- volvieron a darle un fuerte sesgo agroexportador al modelo productivo.

Entretanto, pese a la reanimación experimentada en los últimos años, el panorama industrial sigue siendo disímil. Conviven ramas de actividad de fuerte dinamismo, como la automotriz, beneficiadas por los acuerdos del Mercosur, con rubros como textiles o calzado, vulnerables a la competencia de productos provenientes de economías como las asiáticas, con escalas gigantescas y costos reducidos. Puede decirse que buena parte de la industria argentina sigue respondiendo al viejo modelo de sustitución, volcada al mercado interno y sólo marginalmente al externo. Por esa razón, es extremadamente sensible al tipo de cambio, fortaleciéndose o deprimiéndose según el mismo sea alto o bajo en términos reales.

Una síntesis podría ser entonces que el modelo actual es una mixtura entre el modelo agroexportador de las primeras décadas del siglo pasado y del proceso industrial de sustitución de importaciones que lo reemplazó. El problema es que, dada la naturaleza de cada modelo, las reglas de juego suelen estar en oposición y lo que es bueno para uno no lo es necesariamente para el otro. Salvo el tipo de cambio alto, que beneficia a ambos, provocando altos ingresos para los exportadores y protección para los fabricantes locales, el resto genera efectos dispares y cada tanto suele tensar la relación campo - industria.

El costado más complejo son las relaciones comerciales globales, cruciales para cualquier economía. La nuestra está en buena medida condicionada por las exportaciones hacia dos países: China y Brasil. De la primera depende, por ejemplo, el complejo sojero – aceitero, y del segundo, entre otras, la industria automotriz. Sin embargo, ambos países exportan a su vez productos a la Argentina, que compiten con la producción local, poniéndola en riesgo de subsistencia. Aparece entonces en toda su dimensión el viejo conflicto entre apertura y proteccionismo, que ha vuelto a resurgir por estos días. Una Argentina Competitiva, productiva y federal Como se puede apreciar, la cuestión planteada no es de resolución sencilla. Requiere revisar los fundamentos del modelo económico y hallar cursos de acción capaces de resolver de modo virtuoso el dilema ancestral de si crecer hacia adentro o hacia fuera. Entre apostar al mercado interno, como lo hace el actual gobierno, o al externo; o a ambos a la vez, con las dificultades del caso. Implica resolver si la Argentina debe producir prioritariamente para exportar o, en cambio, exportar sólo los excedentes del consumo doméstico. El ejemplo más patente es el de la carne.

Profundizando más todavía, cabe preguntarse si la Argentina debe resolver su modelo productivo sólo a partir de sus ventajas competitivas, lo cual nos convertiría claramente en un país agroindustrial, o debe además mantener rubros tradicionales cada vez más asediados por la competencia global. Una cuestión netamente macroeconómica, ligada al primigenio dilema de la asignación de recursos. Mantequilla o cañones. Todo un intríngulis, que lejos de ser una disyuntiva meramente teórica, comprende realidades sociales insoslayables. Tanto que el dilema planteado luce como una falsa opción. Diversificar, asoma entonces como la mejor respuesta.

Sin embargo, el problema no termina allí: a la hora de tomar decisiones concretas, no da lo mismo hacer una cosa que otra. Mientras la cuestión no se dilucide, la polémica entre proteccionistas y librecambistas, entre abanderados del aperturismo y airados defensores de la industria nacional, cada tanto volverá a ocupar el centro de la escena. Pese a que hay quienes sostienen que se trata de una discusión inoficiosa, que en definitiva al perfil industrial no lo resuelve ninguna elucubración teórica sino la fuerza de los hechos, el debate permanece abierto.

El modelo alternativo que se propone tiene como base las potencialidades regionales, la promoción de cadenas primarias de valor capaces de generar alta ocupación de mano de obra y mayor desarrollo local de modo sustentable. Para favorecer a su vez el restablecimiento del equilibrio físico y una distribución demográfica más racional en el país. La identificación de esos sectores es bastante sencilla, casi obvia: del catálogo productivo forman parte las industrias lácteas, cárnicas y aceiteras de la región pampeana, el complejo foresto industrial del NEA, la vitivinicultura de Cuyo y otras regiones, las frutas y cítricos del Alto Valle y NOA, la pesca de la Patagonia, la minería de San Juan y otras provincias, la metal mecánica de Córdoba y Santa Fe, el turismo en las zonas más dotadas y muchos otros rubros igualmente prometedores desde el punto de vista económico.

En la misma línea, el entorno macroeconómico debe ser claramente amigable para el desarrollo de estas actividades y regiones y las políticas públicas acompañar el esfuerzo productivo, no al revés como ocurre en algunos casos. Más crédito, mejores impuestos, menos trabas burocráticas, adecuada infraestructura y regulaciones más inteligentes parece ser el mejor aporte del Estado a una economía de mayor valor agregado.

Y explorar nuevos territorios productivos, otras ventajas comparativas con que cuenta la Argentina. Además de rubros tradicionales de la industria, a los que les cuesta competir en el mundo y parecen condenados a abastecer el mercado interno, existe una potencialidad universalmente reconocida: la inteligencia y creatividad argentina, tan alabada como poco explotada. Sin que se notara demasiado, en los últimos años se desarrollaron nuevas ramas de actividad que tienen que ver con el conocimiento y que pueden ofrecer inmejorables perspectivas a la hora de exportar valor agregado argentino. Se trata de una producción más sofisticada, menos física y más intangible que las carnes o los granos, pero que pueden complementar perfectamente las exportaciones tradicionales: tecnología agropecuaria y agroindustrial, software para diferentes usos, contenidos de televisión, biotecnología, cine, diseño y moda; know how en general, algo que estamos en condiciones de producir y vender en condiciones competitivas y que hasta hoy no hemos prestado la atención debida.

La reflexión final es que, teniendo en claro que el fin último de la economía es el bienestar del hombre, lo que todo modelo económico debe procurar es que ambas fases, generación y distribución de la riqueza, funcionen virtuosamente. Es sabido que la Economía es la ciencia de la escasez, y que por definición las necesidades del hombre son ilimitadas mientras que los recursos para satisfacerlas son escasos. Si no fuera así, todo sería más fácil y, entre otras buenas noticias, no existirían los economistas. Pero no lo son, y nada justifica que en un país rico en recursos como el nuestro, uno de cada tres argentinos sea pobre.

Por eso, manos a la obra.

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