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La grandeza de Manuel Belgrano

La historia, en buena medida, se reconstruyó con las cartas que sobrevivieron el paso del tiempo. Epístolas que cual piezas de un rompecabezas, ayudan a componer no sólo los hechos históricos, sino la personalidad de los protagonistas. Ésta, que Belgrano envió a San Martín, es particularmente reveladora de la relación entre ambos.

Abril de 1814. Manuel Belgrano estaba en Santiago del Estero. Mortificado pero feliz, porque pese a haber sido apartado del mando del Ejército del Norte, sus tropas habían quedado a las órdenes de José de San Martín, por quien sentía aprecio y admiración. Todo había sido muy rápido: el 20 de enero habían coincidido en una posta salteña. Ese día, Belgrano, que venía al frente de un ejército maltrecho que había sufrido una serie de derrotas, se encontró por fin con el hombre que venía a reemplazarlo y podía revertir la difícil situación en el Alto Perú. “Mi corazón toma aliento cada instante que pienso que usted se me acerca”, le escribió poco antes de ese encuentro. “Estoy firmemente persuadido de que con usted se salvará la Patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto”: no eran palabras al viento, estaba convencido de verdad que así sería. No se conocían; se conocieron ese día cuando se confundieron en el abrazo que quedó en la historia. Después de eso, juntos, siguieron camino a Tucumán, donde se establecería el cuartel general. San Martín –por entonces coronel- quería que Belgrano quedase como su segundo y así lo solicitó, pero el gobierno porteño no lo veía de esa manera y ratificó el relevo. Se le ordenó que bajase a Córdoba, a esperar órdenes mientras se lo sometía a consejo de guerra por sus últimas acciones. Es que después de Vilcapugio y Ayohuma todo había quedado como al principio, con los españoles dueños del Alto Perú. Belgrano, con el alma contraída en pena, acató la orden. Juntó sus petates y acompañado de una corta escolta, tomó el viejo y polvoriento camino real rumbo al sur, desandando el mismo derrotero que había hecho San Martín algunas semanas atrás. Hizo una parada en Santiago del Estero, donde permanecería unos pocos días para recuperar fuerzas. Lo remordía el recuerdo amargo de las derrotas aún frescas. Pero eso no era todo, sino que, enfermo como estaba, debió soportar además las pullas de oficiales que no lo respetaban demasiado o le guardaban algún rencor. Como Manuel Dorrego, que se mofaba de él cada vez que podía. Como lo había hecho en el cuartel tucumano cierta vez que ensayaban voces de mando y se le rió en la cara en presencia de San Martín. Por su voz aflautada, impropias de un jefe militar. Como lo estaba haciendo en esos precisos momentos, haciendo desfilar frente a su ventana a un pobre loco que llevaba sobre sus harapos las insignias de Capitán General y un letrero que decía “Mi nombre empieza con B”. ¿Qué otro sino Dorrego sería capaz de semejante broma? Belgrano no tenía dudas: el valiente oficial se hallaba en ese momento en la capital santiagueña, castigado por San Martín, y esa era su manera de vengarse. Humillándolo. A él, que había sido su jefe y más de una vez había ponderado su valor.

La carta Afiebrado, envuelto en pesadumbre, Belgrano volvió a recoger sus cosas y siguió viaje. No a Córdoba, sino a Buenos Aires. Quería presentar cuanto antes su defensa y terminar ese enojoso juicio. Que él no tenía formación militar, que hizo lo que pudo, es lo que pensaba alegar ante los hombres que desde sus poltronas seguían desde lejos los avatares de una guerra lejana e incierta. Que sólo tenían noticias de las penurias por los partes que recibían. Desvelado, por las noches pensaba en ello. Y sobre todo en San Martín, en cuyas manos había quedado la misión de recuperar el terreno perdido. ¿Podría? En medio de la vigilia, la pregunta volvía una y otra vez. ¿Cómo podía ayudarlo? Cuando la fiebre le daba tregua, Belgrano tomaba la pluma y, a la luz del velón de sebo de alguna posta del camino, garabateaba consejos para el nuevo comandante. No militares, porque él de milicias nada sabía, pero sí de otras cosas que importaban y mucho en aquel trance decisivo. Es que por nada del mundo quería que a ese hombre providencial le fuese mal, porque entonces le iría mal a la patria en ciernes. Y esa noche, la del 6 de abril, vaya a saber por qué, se le ocurrió que debía alertarlo acerca de la importancia de la religión en aquellas tierras que los españoles defendían con uñas y dientes. No vaya a ser que le pasara lo mismo que a Castelli y Monteagudo, los primeros en llevar la guerra al altiplano, que desataron un conflicto al todo o nada con el clero y terminaron pagando muy caro las consecuencias. El asunto de la religión no era menor; no en vano la conquista se había hecho con la cruz y la espada. Por eso le advertía que: “La guerra, allí, no sólo la ha de hacer V. con las armas, sino con la opinión. Afianzándose siempre ésta en las virtudes morales, cristianas y religiosas, pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído las gentes bárbaras a las armas, manifestándoles que atacábamos la religión”. No era el consejo pueril de un beato, no. Era la visión política de un buen cristiano que no veía razones para dejar la bandera de la religión en manos del enemigo. Y agregaba: “Acaso se reirá alguno de mi pensamiento, pero V. no deje llevarse de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el País que pisan”, agregó, seguramente pensando en Dorrego y sus maledicencias. Sabía que pisaba terreno firme, que San Martín, quizá no tan ferviente católico como él, no pasaría por alto sus palabras. Sin embargo, no quiso extralimitarse más de la cuenta: “He dicho a V. lo suficiente, quisiera hablar más, pero temo quitar a V. su precioso tiempo, y mis males tampoco me dejan: añadiré únicamente que conserve la Bandera que le dejé; que la enarbole cuando todo el ejército se forme; que no deje de implorar a Nuestra Señora de Mercedes, nombrándola siempre nuestra Generala; y no olvide los escapularios de la tropa; deje V. que se rían, los efectos le resarcirán a V. de la risa, de los mentecatos que ven las cosas por encima”. ¿Otra vez la sombra de Dorrego? Al día siguiente Belgrano subió al carruaje y siguió viaje, mientras la carta partía hacia su destino.

Colofón En Luján lo esperaba una partida del gobierno para arrestarlo, pero al comprobar el penoso estado en que se hallaba se le permitió recluirse en una quinta familiar. Allí esperaría el juicio, armando su defensa y cavilando acerca de su triste destino. Entretanto, apenas la recibió, San Martín seguramente leyó con atención y tomó buena nota del contenido de aquella carta. Pero no le serviría de mucho: para entonces ya tenía en mente otro plan, que terminaría de ajustar en Córdoba, donde tenía pensado convalecer después que pidiera una licencia por enfermedad. Para él, la cosa no iba por el Alto Perú, sino por otro lado. Pero esa es otra historia.

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