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La independencia, de la política a la guerra

La independencia se declaró seis años después de la Revolución de Mayo y la guerra siguió todavía ocho años. Así, el 9 de julio de 1816 queda entonces casi en medio de un proceso que duró 14 años, los que van de 1810 a 1824.

Las preguntas que dispara este sucinto cálculo cronológico son obvias: ¿Por qué no se declaró la independencia en 1810?, podría ser una, y: ¿Porqué se prolongó la guerra?, otra.

El primer interrogante planteado requiere tener presente que el 25 de mayo de 1810 fue un evento localizado en un punto apenas del vasto Virreinato del Río de la Plata: la ciudad de Buenos Aires. El resto, un enorme territorio, no tuvo noticias ni participación alguna: los autores de la movida debían ahora “venderla” a las provincias interiores; algo nada fácil por cierto. La prueba está en que no hubo acatamiento por parte de Córdoba, la Banda Oriental, Paraguay y el Alto Perú, que –con suerte diversa- prefirieron guardar fidelidad a la Corona española, aun cuando su titular –Fernando VII- no podía ceñirla.

Conscientes de esa relación de fuerzas desfavorable, pese a que la guerra se encendió de inmediato, los gobiernos optaron por fingir que todo seguía haciéndose en nombre del rey impedido de reinar: el asunto era ganar tiempo, apelando al ardid conocido como “la máscara de Fernando VII”. No en vano, el Primer Triunvirato conminó a Belgrano que ocultara con disimulo la bandera que acababa de crear. La ficción se prolongó más de la cuenta porque, en lugar de mejorar, las cosas en Europa empeoraron y, tras la debacle napoleónica, Fernando VII recuperó el trono.

1815 fue un año aciago; la restauración absolutista se hizo sentir y las revoluciones americanas entraron en franca remisión, tanto que las Provincias Unidas del Río de la Plata quedaban como último reducto libre, aunque agrietado por las divisiones internas que las desunían. El Directorio, apremiado, envió a Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano a Europa a explorar una salida monárquica.

A fines de aquel año, la derrota de Sipe Sipe puso fin a la tercera expedición al Alto Perú, clausurando ese territorio fieramente disputado. El artilugio no daba para más; era hora de salir de la encerrona y dar el paso siguiente: declarar la independencia y aguantar las consecuencias.

Así lo veía y reclamaba José de San Martín, que alistaba un ejército en Mendoza para cruzar la cordillera. Así lo entendieron las provincias que enviaron representantes a San Miguel de Tucumán, aunque otras –que formaban parte del Protectorado de los Pueblos Libres- faltaron a la cita. Córdoba, pese a su artiguismo, estuvo presente.

El Congreso arrancó el 24 de marzo de 1816 y peregrinó durante semanas por una agenda que soslayaba la cuestión de fondo sin abordarla. San Martín abrumaba epistolarmente al diputado cuyano Tomás Godoy Cruz. ¿Qué esperan para declarar de una buena vez la independencia?, preguntaba, insistente, el Padre de la Patria. No es tan fácil como soplar y hacer botellas, le contestaba su hombre, enardeciéndolo todavía más.

Tres días después de que Belgrano –recién llegado de Europa- se apersonara en Tucumán para exponer sus ideas, finalmente, los congresales hicieron los deberes. A las dos de la tarde del 9 de julio de aquel año, el eco del ruido de rotas cadenas retumbó en las Provincias Unidas.

Sin embargo, la guerra siguió su curso. Como era de esperar, la “osadía” consumada redobló la obsesión borbónica por recuperar sus antiguas colonias, a la vez que los portugueses invadían la Banda Oriental y los agentes británicos operaban bajo cuerda para cooptar voluntades. La custodia del norte había quedado a cargo de Martín Miguel de Güemes y sus valerosas milicias gauchas, en tanto que el ejército de línea mandado por Belgrano permanecía en Tucumán.

Mientras San Martín emprendía su campaña continental, el conflicto interior subía de temperatura, devorando vidas y energías, al punto de que el Gran Jefe debió espetarle a los mandamases de Buenos Aires que no insistieran en pedirle que repasara la cordillera para defenderlos, porque jamás desenvainaría su espada para derramar sangre de hermanos.

La guerra se alejó cada vez más de Buenos Aires, que se desentendió de su desenlace, restándole apoyo a San Martín para escarmentarlo por su impertinencia jamás perdonada. La batalla final, Ayacucho, en 1824, lo encontró fuera de escena.

El resultado final de ese largo proceso que duró 14 años no ofrece la postal más feliz. La otrora integridad territorial del viejo virreinato dio lugar al surgimiento de cuatro naciones en lugar de una: República Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia. Algo parecido pasaba en el otro extremo, donde la Gran Colombia paría tres países: Venezuela, Ecuador y Colombia. Perú y Chile completan el mapa de la vieja América española, ahora fragmentada. El sueño de la Paria Grande se convertía, dolorosamente, en una quimera.

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