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Laprida, el del poema conjetural

La imagen que generalmente se tiene de Francisco Narciso Laprida es la de un señor de gruesos bigotes y gesto adusto que el 9 de julio de 1816, el día en que se declaró la Independencia, presidía el Congreso de Tucumán. Debido a ese fortuito papel que le tocó desempeñar, su nombre y su rostro quedaron indisolublemente asociados a aquel día histórico y son invariablemente evocados en cada aniversario. Sin embargo, Laprida –que entonces tenía 29 años- tuvo, antes y después de aquella memorable sesión, una vida pública intensa aunque poco conocida. Lo que también es poco conocido es que, en 1943, muchos años después de su muerte, Jorge Luis Borges inmortalizó el trágico instante final de su pariente lejano –se dice que el escritor era descendiente de Laprida por vía materna- en su exquisito Poema conjetural.

Laprida, sanjuanino de nacimiento, a temprana edad fue enviado por sus padres a Buenos Aires, donde estudió, como la mayoría de los hijos de familias acomodadas de aquella época, en el Real Colegio de San Carlos, y más tarde a Chile, donde se recibió de abogado. Desde ese momento, su destino quedó marcado y sería un hombre de leyes. En 1811 retornó a San Juan; allí desempeñó distintos cargos públicos y, un par de años más tarde, conoció al General San Martín –entonces gobernador de Cuyo-, ayudándolo en la organización del Ejército de los Andes. Cuando en 1815 fue convocado el Congreso General que sesionaría en la ciudad de Tucumán, los sanjuaninos eligieron al joven Laprida y a Fray Justo Santa María de Oro para que los representaran. Honesto por demás, Laprida impugnó su propio diploma, aduciendo que en la elección sólo había participado el vecindario de los cuarteles urbanos, como se les llamaba a los barrios de entonces. Consultado el asesor del Cabildo, relativizó el asunto, dictaminando que “había sufragado la parte principal del pueblo” y que por lo tanto no era necesario computar “el voto de los arrabales”. Zanjada la cuestión, Laprida, no muy conforme con el veredicto, y Oro –posiblemente en galera o sopanda, como dicen los manuales escolares- recorrieron aquellos polvorientos caminos de la patria en ciernes para unirse a la treintena de diputados que llegaban a Tucumán desde todos los rincones del viejo virreinato; menos del Litoral, que formaba parte del Protectorado artiguista y desconocía a las autoridades porteñas.

Los dos diputados sanjuaninos llegaron a tiempo para participar de la sesión inaugural, que se realizó el 24 de marzo de 1816, en la legendaria casona cedida por doña Francisca Bazán de Laguna. La presidencia del Congreso era rotativa, y a Laprida le tocó en suerte ocuparla el 1º de julio. Hasta ese momento no había pasado gran cosa, pero ocho días más tarde, apremiados por el acoso de los españoles y por el apuro de San Martín, los congresales tomaron el toro por las astas y declararon solemnemente la Independencia de las Provincias Unidas. Laprida, henchido de orgullo, fue el primero en estampar su alambicada rúbrica al pie del acta donde quedaba asentada la voluntad “unánime e indubitable de estas provincias de romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España”.

Un año después, Laprida se trasladó a la ciudad de Buenos Aires, donde el Congreso continuaba sesionando para sancionar una Constitución; lo abandonó poco antes de que se disolviera, en febrero de 1820. De regreso a su tierra natal, Laprida se reintegró a la función pública, llegando incluso a ocupar la gobernación, aunque en forma interina. Nuevamente elegido diputado por su provincia, en medio de la anarquía reinante, acudió al Congreso Nacional de 1824, cuya presidencia ejerció en 1825 durante cinco meses. Allí alternó con hombres notables de la época, como Juan José Paso, el deán Funes, Manuel Dorrego y Dalmacio Vélez Sársfield. Ese congreso fue el que ungió presidente a Bernardino Rivadavia y sancionó la Constitución de 1826, que los caudillos locales tacharon de unitaria.

Luego de la debacle desatada tras la caída de Rivadavia, en 1827, Laprida regresó una vez más a San Juan, pero permaneció poco tiempo en aquella ciudad. Cuyo era un tembladeral asolado por la lucha sin cuartel entre unitarios y federales. Alineado en el bando unitario, Laprida se sintió inseguro cuando Facundo Quiroga, “el Tigre de los Llanos”, irrumpió en su provincia natal y se desplazó hacia Mendoza, pero tampoco allí estaría a salvo. “Yo que estudié las leyes y los cánones –se lamenta un desdichado Laprida en los inspirados versos de Borges, presintiendo el destino trágico que le esperaba –, yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes”, suspira en medio del desconsuelo mientras la muerte le pisa los talones.

Luego de la cruenta batalla de Pilar –un enfrentamiento de poca monta en la que los federales resultaron vencedores-, Laprida cayó en las fauces de otro temible caudillo que dominaba la región: “el fraile” José Félix Aldao. Murió degollado el 22 de setiembre de 1829. Habían pasado apenas 13 años desde que el hombre que yacía tendido sin vida en un paraje pedregoso y lejano, había tenido el alto honor de proclamar la Independencia de ese mismo suelo por el que ahora se escurría su sangre.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas que me buscan. Las befas de mi muerte, los jinetes, las crines, los caballos, se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta.

(Jorge Luis Borges, Poema conjetural) Narciso Francisco Laprida tenía 42 años de edad.

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