Martín Miguel de Güemes murió el 17 de junio de 1821 en Cañada de la Horqueta, un paraje de su Salta natal.
Diez días antes lo había alcanzado un proyectil cuando escapaba de la partida realista que lo sorprendió en la ciudad de Salta. La herida no pudo ser curada y el jefe de los valerosos gauchos murió rodeado de su gente en medio del monte. Tenía 36 años, una joven y hermosa esposa y tres hijos.
Su protagonismo fue de esencial importancia en la primera hora patria, cuando le tocó frenar al enemigo en la zona más caliente de la guerra independentista, lindera con el Alto Perú, la actual República de Bolivia, ocupada por los realistas. En abril de 1814, San Martín ponderó ese desempeño temprano en carta al director Posadas: “es imponderable la intrepidez y entusiasmo con que se arroja el paisanaje sobre las partidas enemigas, sin temor del fuego de fusilería que ellos hacen. Tengo de esto repetidos testimonios y lo comunico a Vuestra Excelencia, para su satisfacción.”
Aquella no era una guerra convencional, de dos ejércitos regulares frente a frente, sino una guerra de guerrillas entre un ejército profesional y una legión de gauchos que conocían el terreno como la palma de su mano y que golpeaban y desaparecían como por arte de magia, enloqueciendo al enemigo. Así lo reportaba el jefe realista, Joaquín de la Pezuela, en julio de aquel mismo año: “En una palabra, experimento que nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial”.
En 1815, Güemes asumió la gobernación de Salta, sin el consentimiento del gobierno central al que, en la proclama lanzada el 23 de febrero, le había marcado la cancha: "Secuaces de los tiranos: vuestra soberbia os precipita. Advertid que las dieciocho provincias de esta América del Sud que sacuden la opresión, no las podrá ultrajar vuestra impotencia, ni serán duraderas las tramoyas y seducciones de que os valéis".
Luego de que, desde 1816, el Ejército del Norte permaneciera en San Miguel de Tucumán, le tocó junto con sus gauchos contener las sucesivas invasiones que bajaban desde el Alto Perú. Tuvo una relación amistosa con Manuel Belgrano, según consta en la correspondencia que intercambiaron por esos días: “Así pues, trabajemos con empeño y tesón, que si las generaciones presentes nos son ingratas, las futuras venerarán nuestra memoria, que es la recompensa que deben esperar los patriotas desinteresados”, le decía en noviembre de aquel año.
La ofensiva española de 1817 fue asaz contundente. La encabezó el general De la Serna, quien, en septiembre del año anterior, había manifestado al virrey del Perú: “Creo podría lisonjearme al asegurar a V.E formaría un cuerpo de Ejército capaz de entrar con él a Buenos Aires para el mes de mayo del próximo año, siempre que circunstancias políticas y topográficas lo permitan”. El pronóstico parecía cumplirse: en abril, el poderoso ejército de 6.000 hombres, en su mayoría veteranos de las guerras napoleónicas, logró ocupar Salta, pero al cabo de veinte días debió retirarse, expulsado por la gente de Güemes.
Las invasiones se repitieron año tras año y fueron rechazadas cada vez. Esta empeñosa defensa del territorio fue decisiva para que San Martín pudiera llevar adelante su campaña continental, toda vez que la vulnerable frontera norte hubiera sucumbido de no haber sido por Güemes y los suyos que atajaron los embates realistas para que el Libertador pudiera concretar su proeza.
Güemes tuvo el apoyo incondicional de la mayoría del pueblo salteño, de miles de hombres y mujeres que lo siguieron y se plegaron a la gesta patriótica, aunque no así de una parte de la aristocracia de aquella provincia que prefería seguir bajo dominio español. Tuvo que lidiar en dos frentes a la vez: el de la guerra y el de las confabulaciones a sus espaldas. Contó a su favor con la valiosísima ayuda de muchas patriotas salteñas, encabezadas por su hermana Macacha, quienes lo arriesgaron todo para cumplir su misión.
En 1820, en carta a Bernardo de O’Higgins, escribió: “Todo me falta, es verdad, porque nada he conseguido de las Provincias Unidas...Me he arrastrado a la pobreza y socorridas mis divisiones con un chiripá de picote y una jerga por vestuario, ha desfilado ayer la primera y van a seguir las otras, llevando sí grabado el lema ‘Morir por la patria es gloria’”.
Así se llegó al año 1821; un año harto difícil para Güemes, acosado por los españoles y por una rebelión interna soliviantada por Bernabé Aráoz, el gobernador de Tucumán que logró sacarlo momentáneamente del poder con la complicidad de los sectores más reaccionarios de la alta sociedad salteña. Aprovechando la confusión reinante y el clima de intrigas alimentado por los confabuladores, el 7 de junio de aquel año, José María Valdés, “Barbarucho”, el lugarteniente del general Olañeta, cayó por sorpresa sobre la ciudad. Güemes, que se había refugiado en casa de Macacha, montó y abandonó precipitadamente el lugar, pero la partida que lo perseguía le disparó, acertándole un balazo en un muslo.
Malherido, Güemes retornó a su campamento en Cañada de la Horqueta. Hasta allí llegaron emisarios de Olañeta para ofrecerle un armisticio. No era la primera vez que un jefe enemigo le ofrecía beneficios a cambio de que depusiera su actitud y facilitara el control de la indómita región. En su presencia, el moribundo mandó a reunir a sus oficiales, a quienes instruyó para que continuaran la lucha hasta las últimas consecuencias.
La penosa agonía duró diez días; el 17 de junio, en medio de aquel monte salteño, expiró rodeado por sus hombres. Ese mismo día, Olañeta hizo su entrada triunfal en Salta, aunque, hostilizado por las huestes salteñas, permanecería allí por poco tiempo.
En su hora, la figura de Martín Miguel de Güemes no estuvo debidamente reconocida, a pesar de que fue, junto a San Martín y Belgrano, la tercera pata del trípode patrio. Posiblemente fuera por los fuertes desencuentros que mantuvo con los gobiernos porteños que, en nombre de un centralismo exacerbado, denostaron a los caudillos federales que osaban cuestionar sus procederes.
Afortunadamente, con el paso del tiempo se hizo justicia, y hoy ocupa el lugar que se merece. Honor y gloria para este Padre la Patria.
Historia argentina | Martín Miguel de Güemes | Esteban Dómina
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