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Mayo. Una revolución sin tiros.

La novedad la trajo la fragata inglesa Juan Paris, que recaló en Montevideo el 13 de mayo de 1810. Finalmente, se confirmaba lo que más temían las autoridades del Río de la Plata: el último vestigio borbónico había caído en manos de Napoleón.

El virrey Cisneros, temeroso de que las noticias que llegaban de España alborotaran el avispero local, había recomendado a los funcionarios orientales que inspeccionaran cuidadosamente las naves provenientes del Viejo Mundo y retuvieran cualquier documentación inconveniente que viniera en ellas. Sin embargo, los recaudos no sirvieron de mucho: la mala nueva corrió como reguero de pólvora y a los pocos días todo Buenos Aires estaba enterado de la disolución de la Junta Central de Sevilla. Sin embargo, no todos compartían la tristeza del virrey. Algunos estaban de parabienes. Eran los que desde hacía tiempo, especialmente después de las invasiones inglesas, acariciaban la idea de sacarse de encima la tutela de la corona española y tener un gobierno propio.

Esta vez, la ocasión parecía haber llegado servida en bandeja: el poder estaba vacante y el virrey ya no representaba a nadie. Las brevas, al decir de Saavedra, estaban al fin maduras. No había tiempo que perder.

El sábado 19 de mayo, amparados en las sombras de la noche, uno a uno, los integrantes del conciliábulo furtivo que solía reunirse en casa de Rodríguez Peña llegaron a la cita. No faltó nadie. Asistencia perfecta. Tras un par de horas de discusión, casi en el mismo instante que el sereno voceaba "las 12 han dado y nublado", el plan de acción quedó acordado.

Al día siguiente, pese a ser domingo y tal como se había convenido, Saavedra y Belgrano entrevistaron a José Lezica, el alcalde de primer voto, y le solicitaron la convocatoria a un Cabildo Abierto para tratar la delicada situación. Castelli, por su parte, se reunió con el síndico Leiva por lo mismo. La cuenta regresiva había comenzado y no habría marcha atrás. La elección de los voceros no era arbitraria: Saavedra era el hombre fuerte de la plaza y los otros dos, reputados abogados del medio. En ambos casos, los patriotas dejaron claro que si el virrey no accedía al pedido, el pueblo obraría por su cuenta. Por las dudas, French y Berutti tenían a la gente de los arrabales lista para entrar en acción cuando fuera necesario.

En las horas siguientes hubo agitados contactos: de los funcionarios con los cabildantes, de éstos con Cisneros, del virrey con los comandantes de los regimientos. Lo que yo quiero saber es si ustedes me van a apoyar o no, les preguntó a los hombres de armas esa misma tarde. Apoyaremos lo que resuelva el Cabildo Abierto, respondió, circunspecto como siempre, Saavedra, el jefe de los Patricios.

Al día siguiente, desde temprano, el público se arracimó en las inmediaciones del ayuntamiento. ¡Cabildo Abierto! les gritaban en los oídos a los funcionarios que ingresaban al recinto. Mientras los cabildantes deliberaban, afuera crecía la agitación. Había que esperar la decisión del virrey, que tenía la última palabra en todo. Ésta llegó cuando los ánimos comenzaban a caldearse: habrá Cabildo, pero sólo se permitirá ingresar a los vecinos de distinción y nombre. Nada de populacho. La lista la confeccionarán los funcionarios y se cursarán esquelas nominales. Además, habrá riguroso control en las bocacalles; nadie que no esté invitado podrá participar.

Esa misma tarde, el grupo revolucionario volvió a deliberar. Es una trampa, dicen algunos, lo único que quieren es ganar tiempo. Saavedra se suma al cónclave; sabe que, a esa altura, algunos desconfían de él y, para tranquilizarlos, les dice que todo está bajo control, que sus hombres custodiarán las esquinas. French y Berutti asienten: ellos se encargarán de que no pase ningún monárquico. Además, tienen esquelas para invitar por su propia cuenta. No, esta vez no les será fácil a los españoles burlar al pueblo. Todo está preparado para el gran día.

Cabildo Abierto El martes 22, a la hora convenida sólo se presentaron 251 de los 450 invitados. Entre los presentes hay jefes y oficiales de los distintos regimientos, el clero en pleno, burócratas coloniales, abogados, comerciantes y vecinos a secas.

Sugestivamente, la mayoría de los ausentes es gente que responde al virrey. ¿Acaso alguien los disuadió de concurrir o les impidió llegar hasta allí? Como fuere, comienza la sesión. El primero en disertar es el obispo Lué y Riera. Ataviado con sus mejores galas y portando las leyes de Indias en sus manos, arremete contra las pretensiones criollas: "El mando sólo podrá a venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese un solo español en América". Los patriotas cruzan miradas nerviosas. Cuando el clérigo concluye su perorata, Juan José Castelli se levanta de su asiento y pide la palabra. Demuele, uno a uno, los argumentos vertidos. Que tras la disolución de la Junta de Andalucía y con el rey preso de los franceses, no quedaba gobierno legítimo en España, dice. Su voz retumba en el recinto. Que, por tanto, los derechos de soberanía revertían al pueblo, declama. Más claro imposible. A votar, a votar, exigen los criollos. Restan aún algunos discursos, pero la suerte del virrey y sus amigos está echada. Cuando se cuentan los votos, por abrumadora mayoría, se decide el apartamiento de Cisneros y se faculta al Cabildo para nominar la Junta de Gobierno que tomará el mando. Por lo avanzado de la hora, ese trámite, designar los miembros de la junta, queda para el día siguiente.

Parecía que los patriotas se saldrían nomás con la suya, pero no se imaginaban que los burócratas del Cabildo tratarían de torcer la voluntad de los vecinos. Grande fue la sorpresa cuando, el día 23, se dio a conocer el nuevo gobierno, encabezado por el mismísimo virrey depuesto e integrado, entre otros, por Saavedra y Castelli. Por lo visto, el maquiavélico Leiva no se había entregado y gastaba sus últimos cartuchos. En los cenáculos patriotas comienza a hablarse de traición y afloran los recelos mutuos. Pese a todo, en la tarde del día siguiente, 24 de mayo, se instala oficialmente la junta. Esa noche hay un gran revuelo en lo de Rodríguez Peña y los dos representantes del grupo, Saavedra y Castelli, anuncian que renunciarán a sus cargos.

El gran día El 25 por la mañana, los miembros del Cabildo vuelven a reunirse. Las cosas habían vuelto a foja cero. Había que nominar una nueva junta, pero esta vez los patriotas no se dejarían madrugar: ya habían confeccionado su propia lista y estaban decididos a imponerla contra viento y marea. Mientras el Cabildo deliberaba a puertas cerradas, los comandantes y principales personajes seguían los acontecimientos desde la casa de don Miguel de Azcuénaga, vecina a la plaza. Como las horas pasaban y la situación seguía trabada, decidieron dar el golpe de gracia. En tropel, se dirigieron al Cabildo y ganaron las galerías al grito de: "El pueblo quiere saber de qué se trata". Cuando finalmente las puertas se abrieron y estuvieron cara a cara con Leiva, el síndico quiso saber dónde estaba el pueblo. Toque la campana, replicó Berutti, y lo verá usted con sus propios ojos. Por supuesto, no lo hizo, sabía que el otro decía la verdad. A partir de ese momento los hechos se precipitaron: el Cabildo apuró la decisión y la nueva junta, encabezada por Cornelio Saavedra, fue proclamada.

Enseguida; repiques, salvas, coheterías, tiros y gritos inundaron la plaza. Éramos libres. Había nacido la patria.

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