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Moreno, Saavedra y los honores

El Decreto sobre Supresión de Honores marcó el punto más alto de tensión entre Saavedra, el presidente de la Primera Junta, y Moreno, su impetuoso secretario. Durante siete meses, los dos no se dieron tregua, y al final Moreno perdió la partida. 5 de diciembre de 1810. En la puerta del Regimiento de Patricios, el centinela le niega la entrada a Mariano Moreno, que llegaba al lugar acompañado por su esposa dispuesto a participar del banquete que tenía lugar en ese preciso instante.

Cornelio Saavedra, ajeno a lo que ocurría afuera, presidía el festejo por la reciente victoria de Suipacha; a su lado, Saturnina, su mujer, disfruta de la unción que todos profesan hacia su marido, el mandamás de la Junta. Frente a ambos, una torta rematada en una corona de azúcar aguarda la hora de los dulces. Todo transcurre en calma, hasta que, de pronto, en medio de la animada velada, uno de los oficiales, el capitán Atanasio Duarte, se incorpora de su asiento con cierta dificultad y solicita la atención de los presentes. Con voz un tanto cascada por la ingesta de alcohol, levanta su copa y dirigiéndose a Saavedra brinda por "el emperador de América". Completa su espontáneo acto de obsecuencia retirando la corona de azúcar de la torta y entregándosela a Saturnina, quien, a su vez, entre aplausos y vítores de la concurrencia, se la pasa a su marido.

El episodio hubiera caído rápidamente en el olvido si esa misma noche alguien no corría con el cuento a casa de Mariano Moreno, soliviantando aun más el entripado entre el presidente de la Junta y su fogoso secretario. Hacía rato que no se entendían. Desde el día mismo en que el Cabildo dio por terminado el mandato del virrey Cisneros y proclamó la junta que gobernaría en nombre del rey de España, preso de Napoleón.

A Saavedra le tocó la presidencia; era el jefe de los Patricios y el hombre fuerte de la plaza, hubiera sido imposible dar semejante paso sin contar con su anuencia. Moreno, en tanto, de escasa actuación pública hasta ese día, fue ungido secretario.

La primera interna. Inmediatamente estalló la interna entre ambos. Pensaban distinto; sólo coincidían en que había llegado la hora de tener un gobierno propio, todo lo demás los alejaba. Para Saavedra las brevas no terminaban nunca de madurar, mientras que al impetuoso secretario las urgencias revolucionarias le carcomían las entrañas.

Ambos tenían amigos y aliados dentro y fuera de la Junta. Saavedra contaba obviamente con el apoyo incondicional de los Patricios, las fuerzas armadas de aquel tiempo. Moreno, por su parte, era el preferido del núcleo duro de la Revolución, el mismo que pergeñó pacientemente la revolución en la legendaria jabonería de Vieytes. Cada uno por su lado, los dos –Saavedra y Moreno– se veían a sí mismos como únicos garantes del proceso y a la vez se recelaban mutuamente.

Desde un principio Moreno tuvo mayoría en la Junta: salvo el cauteloso Paso y Domingo Matheu, el resto le respondía. Sin embargo, por los menesteres de la guerra, varios de sus amigos debieron abandonar tempranamente la escena: Belgrano con rumbo al Paraguay; Castelli al Alto Perú, y así los demás. Simultáneamente, comenzaron a llegar a la metrópoli los diputados del interior, de raíces conservadoras y por lo tanto más proclives a entenderse con el circunspecto presidente de la Junta antes que con él. Uno de ellos, el diputado por Córdoba, el deán Gregorio Funes, hombre versado y ubicuo, pronto se convirtió en el vocero del grupo provinciano y a su vez en el aliado más importante de Saavedra. La polémica con Moreno quedó servida cuando los recién llegados reclamaron su lugar en el gobierno, que aquél no estaba dispuesto a reconocerles por temor a quedar en minoría.

En medio de ese tira y afloja, el banquete y la desafortunada actuación del capitán Duarte.

Ni ebrio ni dormido Tan pronto se retiró el que trajo la noticia, Moreno, desvelado por la indignación, se sentó en su escritorio, tomó la pluma y a la luz del candil redactó de un tirón los 16 artículos del flamígero Decreto sobre Supresión de Honores al presidente de la Junta y otros funcionarios públicos.

"Ningún habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener impresiones contra la libertad de su país", escribió Moreno, conteniendo a duras penas la furia, casi rasgando el papel. Él, que no toleraba veleidades monárquicas ni prácticas propias del abolido régimen colonial, cortaría de raíz las ínfulas de su adversario. "Ni el Presidente, ni algún otro individuo de la Junta en particular revestirán carácter público, ni tendrán comitiva, escolta o aparato que los distinga de los demás ciudadanos", escribió. Y había más: "Se retirarán todas las centinelas del palacio, dejando solamente las de las puertas de la Fortaleza y sus bastiones".

Al pobre Duarte lo condenaba al destierro de por vida. Terminó su labor con las primeras luces del alba. Unas pocas horas más tarde, corrió hacia el fuerte, donde tenía sus oficinas el presidente, y puso el documento con la tinta aún fresca delante de las narices de Saavedra, pensando que, por su tenor, éste se negaría a firmarlo. Sin embargo, astutamente, el titular de la Junta disimuló su disgusto y rubricó el papel: a él no lo correrían con la vaina.

Dos días más tarde, el famoso decreto salió publicado en La Gaceta de Buenos Aires y ya no habría vuelta atrás. Moreno se había pasado de la raya y ya nada sería igual: aquel desplante fue la gota que colmó el vaso y apuró los tiempos de su salida del gobierno.

Colofón Saavedra esperó el momento oportuno para contraatacar. Lo hizo golpeando en el costado más débil de su adversario: propuso resolver por votación la espinosa cuestión de los diputados del interior a sabiendas de que el otro no se podía oponer. Y dio jaque mate. Una vez contados los votos, el vencido comprendió que su tiempo político se había agotado y al día siguiente presentó la renuncia: antes de que se cumplieran siete meses de su creación, el gobierno patrio perdía a su principal inspirador. Saavedra y sus amigos estaban de parabienes.

Restaba aún alejar físicamente a Moreno de Buenos Aires. Entonces lo despacharon a la lejana Europa a cumplir una misión diplomática que éste, temiendo por su vida, aceptó.

A partir de ese instante, la suerte del Robespierre criollo quedó echada. Poco después de embarcarse falleció en alta mar y su cuerpo fue arrojado a las aguas. Se llevó con él, además del secreto de la causa de su muerte, la llama de la Revolución de Mayo.

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