A 20 y 25 del sábado 26 de julio de 1952, la voz grave del locutor de la cadena nacional de radiodifusión dio la infausta noticia: había muerto Eva Duarte de Perón.
La enfermedad que la llevó a la muerte –cáncer de útero- se presentó dos años antes y no dio tregua a la enferma. Al principio, Eva Perón disimulaba los síntomas, se negaba a cualquier tratamiento y sólo tomaba aspirinas para aliviar los intensos dolores, cada vez más frecuentes. Incansable, siguió atendiendo a los necesitados durante casi veinte horas diarias en la Fundación Eva Perón. Durante algún tiempo se le ocultó el diagnóstico del mal que padecía, el que finalmente le fue rebelado por su esposo, el general Perón, pocas horas después del cabildo abierto del 22 de agosto de 1951 que la proclamó candidata a la vicepresidencia de la Nación. Debido a ello, Evita declinó el clamoroso pedido de la multitud reunida en la avenida 9 de Julio, y, de paso, dejó contentos a los mandos militares, que se oponían visceralmente a su candidatura. Allí comenzó su final. Los últimos meses de su vida fueron una lucha sin cuartel contra la cruel enfermedad: Evita le peleó al cáncer cada instante de un tiempo que se agotaba inexorablemente, cada soplo de una vida joven que se extinguía sin remedio . . .
Cuando la intervención quirúrgica se tornó impostergable, el posoperatorio no le impidió votar el domingo 11 de noviembre de 1951. El voto femenino – por el que tanto luchó – permitió el debut electoral de millones de mujeres argentinas, y por nada del mundo ella se quedaría sin votarlo a Perón, que iba por su segunda presidencia. Las imágenes de la época la muestran en la cama del hospital, devastada pero feliz, echando su voto dentro de la urna que las complacientes autoridades de mesa llevaron hasta allí. Ahora podría morir en paz.
En su último discurso en público, el 1º de mayo de 1952, se despidió de la multitud que vitoreaba su nombre en la Plaza de Mayo. “Yo saldré con el pueblo trabajador. Yo saldré con las mujeres del pueblo. Yo saldré con los descamisados de la patria, muerta o viva, para no dejar en pie un solo ladrillo que no sea peronista”, exclamó, con voz quebrada y lágrimas en los ojos, sostenida por los brazos de Perón.
¡Qué lindo es el pueblo!
Pocos días después, el 7 de mayo, cumplió 33 años. Ese día, el Congreso le concedió el título honorífico de “Jefa Espiritual de la Nación”. Sin embargo, más que las alcahueterías a ella le importaba el amor de su gente, que - desde el día que se supo lo de su enfermedad - no dejaba de orar, imprecar, levantar altarcitos por todos lados y sembrar el país de velas, flores y retratos de la enferma, pidiendo por su pronta recuperación. También estaban los otros, los que escribían “¡Viva el cáncer!” en las paredes de barrio Norte.
Nadie pudo disuadirla de que no estaba en condiciones de asistir a la jura de Perón ni de acompañarlo en la pomposa revista presidencial, aunque, a la vez, nadie la hubiera privado de la inmensa satisfacción de disfrutar uno de los mayores anhelos de su vida: la reelección de Perón. Ese 4 de junio de 1952 fue su última aparición en público. Envuelta en un abrigo de piel que disimulaba su extrema delgadez (pesaba 37 kilos) y apoyada en un dispositivo que la ayudaba a sostenerse en pie, soportó estoicamente el trayecto de la revista desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo, saludando cálidamente desde el Packard descapotado a la gente que la aclamaba desde veredas y balcones. A cada instante repetía, sonriente, “¡Qué lindo es el pueblo!” . A su lado, Perón, circunspecto y grave, presentía que pronto se quedaría sólo.
Esa noche, Evita no pudo conciliar el sueño. Llamó a su médico para que le diera algo para dormir. “No puedo dormir. Sigo oyendo todavía el juramento de Perón. ¡Es como si me hubiese casado hoy!”, le dijo al facultativo, olvidándose de la enfermedad. Sin embargo, el cáncer que anidaba en sus entrañas seguía haciendo su trabajo devastador. En las últimas semanas, el Presidente no concurría por las tardes a la Casa de Gobierno y se quedaba horas enteras a su lado, conversando, leyéndole o viendo cine juntos. Cuando por las noches se quedaba a solas, Evita, insomne, se preguntaba, una y otra vez, “¿sabrán mis grasitas todo lo que yo los quiero?” Por las mañanas, cuando caía en la cuenta de que el fin estaba cada vez más cerca – fiel a su estilo -, solía increpar a los médicos, pidiéndoles que la salven: intuía que sin ella en este mundo el pueblo y Perón se quedarían muy solos...
El final
A mediados de julio, arreciaron los dolores. Las crisis se sucedían una a otra, dejándola extenuada. Eran tan intensos los padecimientos que a veces pedía morir. Apenas se sobreponía, recuperaba una amarga sonrisa y, para quebrar la tensión, exclamaba: “¡Dios es justicialista, no se fijó en que yo era la esposa del presidente de la República para mandarme esto!”.
La noche anterior a su muerte hizo llamar al general Perón y pidió quedarse unos momentos a solas con él. Lo último que le dijo fue: “pase lo que pase, Juan, lo único que te pido es que no abandones nunca a los humildes”. Poco después, su confesor y amigo, el sacerdote jesuita Hernán Benítez, le dio la extremaunción. La llama se apagaba inexorablemente. El óbito llegó el sábado 26 de julio a las 20.25 horas. Esa misma noche, el profesor Pedro Ara preparó su cuerpo para interrumpir el proceso natural de descomposición y poder embalsamarlo posteriormente.
Desde que se conoció la noticia de su fallecimiento, el país sufrió una convulsión. Se decretó duelo nacional y millares de crespones negros brotaron en todos los rincones del país. La capilla ardiente se instaló en la sede del Ministerio de Trabajo y Previsión, en el amplio vestíbulo del primer piso. Allí fue trasladado el féretro de Evita y expuesto al público el día domingo 27 a partir de las 11.30 horas. Las notas gráficas de época muestran a Perón, compungido, recibiendo las condolencias a un costado del catafalco, presenciando el desfile incesante de gente ávida por dar su último adiós a la difunta. El pueblo fue el gran protagonista de las exequias de Eva Perón, las más grandes del siglo. Primero tumultuosamente, luego en disciplinadas y larguísimas filas que ocupaban varias cuadras, uno a uno, hombres y mujeres sollozando por igual, pugnaban por llegar ante la imagen amada. Ni la lluvia – torrencial por momentos – ni el frío, arredraron a la gente. Mujeres con hijos pequeños en sus brazos o tomados de la mano; ancianos con bastón, ayudados por algún familiar; enfermos, incluso en sillas de ruedas, eran la postal repetida del dolor popular. Algunos portaban una flor, otros se arrodillaban ante el féretro, la mayoría besaba el cristal que dejaba ver la expresión serena del rostro de la venerada extinta, otros se desmayaban. Quienes no pudieron acudir hasta ese lugar, oraban con unción frente a altares improvisados y capillas ardientes levantados en plazas, sindicatos y casas de familia en memoria de la muerta querida. La emotividad y fervor de esas manifestaciones espontáneas superaron largamente, una vez más, a la empalagosa pompa oficial. La contrapartida del dolor popular se vivía, seguramente, tras los ventanales cerrados de muchas residencias de barrio Norte y Recoleta, donde bien se sabe, se descorchó champán y se festejó la muerte de “esa mujer”. Por decisión de Perón, para que todos pudiesen ver a Evita por última vez, el velatorio se extendió mucho más de lo previsto. “Intenso duelo popular”, “El pueblo presente bajo la lluvia”, “Hasta el cielo llora”, titulaban los principales diarios del país, bajo cuyos pliegos entintados muchos de los que estaban en las colas se guarecían de la lluvia incesante. Los que salían eran acosados a preguntas por los que aún aguardaban ingresar: “¿la vieron?”, “¿está linda?”, eran las preguntas más repetidas. Para hacer más corta la espera, los presentes hablaban de Evita. Algunos recordaban haber recibido de sus manos el primer juguete o una de las miles de máquinas de coser que la Fundación diseminó en todo el país. Todos sabían que sin esa mujer nada volvería a ser como antes.
El mito Los días transcurrían y el duelo persistía. Las señales de luto estaban por todas partes: en los automóviles, en las prendas de vestir, en la vía pública, en los escaparates de los comercios. Mientras tanto, en la sede de la Confederación General del Trabajo (CGT.) se aceleraban los trabajos para recibir el féretro, que quedaría depositado allí hasta que estuviera lista su morada definitiva. El traslado a ese lugar se demoró más de la cuenta porque el velatorio en la sede del Ministerio de Trabajo se extendió hasta el 9 de agosto. Recién ese día se clausuraron las pesadas puertas y, en medio de un clima cargado de gran solemnidad, la caja mortuoria portada por Perón, Juan Duarte –hermano de la muerta -, Atilio Renzi – su fiel mayordomo –y varios sindicalistas, fue depositada en la cureña que, seguida de un inmenso cortejo, la transportó al palacio del Congreso. Allí se reanudó el desfile del público hasta el día siguiente, en que, tras una serie de panegíricos a su memoria, el cuerpo de Evita fue trasladado al edificio de la CGT. El desplazamiento de la cureña, esta vez conducida a pulso por dirigentes sindicales, se hizo sumamente lento debido a la marea humana. Se tardó más de tres horas hasta arribar a la sede sindical de la calle Azopardo, bajo la lluvia incesante de flores que caía de los balcones de los edificios. Allí quedarían los restos de Evita hasta que se levantara el monumento que proyectaba el escultor italiano León Tomassi, en cuya cripta sería enterrados. Sin embargo, el polémico mausoleo jamás se construyó y otro destino, mucho más azaroso, le esperaba al cadáver de Eva Perón. Pero ese es el comienzo de otra historia o, más bien, de un mito: el de la mujer que un día prometió que volvería y sería millones...
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