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Oficialismo y oposición en la Historia Argentina

Las últimas elecciones dibujaron un nuevo mapa político en el país, con la consiguiente reconfiguración de espacios oficialistas y opositores, actualizando un juego de roles repetido a lo largo de la historia.

Puede afirmarse que ningún gobierno, desde 1810 en adelante, tuvo adhesión unánime. Por el contario, todos los oficialismos, sin excepción, soportaron, a su tiempo, oposiciones con las características propias de cada etapa: virulentas y desestabilizadoras las más de las veces, contemporizadoras y cooperativas las menos.

Por eso mismo, en general, en la política argentina, las alternancias no fueron pacíficas ni abundaron los pactos de gobernabilidad, los gestos amigables o las políticas de Estado y sí, en cambio, las relaciones conflictivas y las tentaciones hegemónicas.

Lo que sigue es un sucinto repaso de ese juego recurrente.

Tensiones tempranas Bernardino Rivadavia, el primer presidente argentino, tuvo una fuerte oposición, encarnada sobre todo por jefes federales, como Facundo Quiroga y Juan Bautista Bustos, que confrontaron con el proyecto unitario.

Juan Manuel de Rosas, la figura política excluyente entre 1829 y 1852, debió lidiar con el bando unitario y los federales llamados “lomos negros”, incluso con potencias extranjeras. Sin embargo, mantuvo a raya a sus enemigos merced a un variado repertorio que incluía a la temible “Mazorca”, la policía rosista. No en vano, el grueso de la oposición más ruidosa emigró a Uruguay o Chile.

Tras la sanción de la Constitución nacional en 1853, todos los presidentes tuvieron que soportar opositores, muchas veces del mismo palo. Fenecida la Confederación Argentina, los tres mandatarios siguientes –Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento y Nicolás Avellaneda- a más de los desaguisados internos propios de la etapa fundacional, enfrentaron la enconada resistencia de los últimos federales, como Ángel Vicente Peñaloza, Felipe Varela o Ricardo López Jordán, exterminados uno a uno.

Hasta allí, podría decirse que el internismo entre facciones del régimen se dirimía en la prensa o en las roscas palaciegas, en tanto que a los enemigos se los aplastaba sin miramientos. El parlamento era la caja de resonancia de la política, pero acotado a los partidos que formaban parte de un sistema amañado y elitista.

La oposición al modelo roquista protagonizó la llamada Revolución del Parque, en 1890, que desestabilizó al régimen y derivó en la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman, cuñado de Julio A.Roca.

Para entonces, además de la oposición propiamente partidaria, encarnada por el radicalismo, la fuerza política emergente, el orden conservador era hostigado por las luchas obreras encabezadas por anarquistas y socialistas, a las que se reprimía con violencia.

Siglo 20 Desde su nacimiento, la Unión Cívica Radical ejerció una oposición encarnizada a los gobiernos de turno, cultores de un orden cerrado, que incluyó un abanico de recursos que iban desde el abstencionismo en los comicios fraudulentos hasta la organización de revoluciones cívico-militares como las de 1893 y 1905. Hasta que la sanción de la llamada Ley Sáenz Peña abrió el camino para que la fuerza liderada por Hipólito Yrigoyen se institucionalizara como tal y llegara al poder, convertida en oficialismo entre 1916 y 1930.

Durante ese período, los papeles se trocaron y la oposición cerril corrió por cuenta de las fuerzas conservadoras, que mantuvieron representación en el Congreso nacional y el control de varias provincias, entre ellas Córdoba.

Los roles se invirtieron nuevamente en la década de 1930, tras el golpe de Estado que interrumpió la segunda presidencia de Yrigoyen. En ese período, conocido como “Década infame”, el radicalismo fue víctima del llamado fraude patriótico y volvió a protagonizar una resistencia cívica basada en el abstencionismo y la denuncia.

Eran tiempos de matones y “pesados”: las cuitas políticas solían dirimirse a balazos, como ocurría a menudo en la provincia de Buenos Aires -principal bastión conservador- e incluso en Córdoba, donde corrió sangre en Plaza de Mercedes, en los comicios complementarios de 1935.

Más tarde, entre 1946 y 1955, el peronismo gobernante tuvo una férrea oposición de todo el arco político preexistente que participó de la Unión Democrática, la coalición derrotada en las urnas por Juan Domingo Perón. El justicialismo en el poder fue poco tolerante con los opositores, que no tuvieron acceso a los medios oficialistas e incluso sufrieron cárcel, como le sucedió, entre otros, a Ricardo Balbín, presidente del bloque de diputados radicales.

Sin embargo, recién cuando la Iglesia, la Marina y parte del Ejército se sumaron al bloque opositor, la balanza se inclinó y provocó la caída del gobierno merced a un nuevo golpe de Estado.

A su turno, los presidentes Arturo Frondizi y Arturo Illia, ambos provenientes del tronco radical, tuvieron en el peronismo proscripto la principal oposición civil, sobre todo la que ejercía el movimiento obrero organizado, que protagonizó por esos años grandes huelgas y movilizaciones. Sin embargo, ambos fueron derrocados por las Fuerzas Armadas, convertidas en factor de poder.

La dictadura que asoló el país entre 1966 y 1973 suprimió el juego democrático y abrió la puerta a la violencia que dominó la escena en los años siguientes, empalmada en 1976 con el terrorismo de Estado que caracterizó al llamado Proceso de Reorganización Nacional.

De 1983 para acá Raúl Alfonsín, el primer presidente de la democracia recuperada, tuvo la doble oposición ejercida por el peronismo sindical que controlaba la CGT comandada por Saúl Ubaldini que realizó 13 paros generales y por la dirigencia renovadora que gradualmente desplazó a la vieja ortodoxia peronista de los espacios institucionales. Además, debe computarse la actividad sediciosa de los militares llamados “carapintadas”.

Carlos Saúl Menem, el presidente que le sucedió en 1989, recién enfrentó una oposición más vigorosa durante su segundo mandato, encarnada por el ascendente FREPASO y, aunque en menor medida, por el radicalismo que había convalidado el llamado Pacto de Olivos, hasta que ambas fuerzas conformaron la Alianza que se plantó como principal fuerza opositora.

No fue la única oposición que tuvo el gobierno menemista: existió además la que ejercieron los movimientos piqueteros y sociales con fuerte presencia callejera, la CTA, y la corriente interna liderada por Eduardo Duhalde que sobre el final del segundo mandato de Menem taponó la re-reelección.

El tercer presidente de la saga, Fernando de la Rua, cayó víctima de los errores de su gobierno y por la crisis temprana de la Alianza oficialista provocada por la renuncia del vicepresidente Carlos Álvarez, antes que por la gestión opositora que sin embargo tuvo que ver en el desenlace final.

Capeado el temporal post 2001, durante el ciclo kirchnerista, la oposición no logró reunir la fuerza electoral suficiente para imponer un cambio sino al cabo de 12 años. Hasta entonces, las manifestaciones de mayor tono opositor fueron, entre otras, las que surgieron del seno de la sociedad en reclamo de mayor seguridad, como la encabezada por Juan Carlos Blumberg (2004) y las que protagonizaron las entidades agrarias para frenar la Resolución 125 (2008). Más acá en el tiempo, el gobierno de Cristina confrontó más con un grupo editorial que con los propios opositores.

El presente El nuevo ciclo muestra un oficialismo y una oposición en vías de consolidación tras la reconfiguración obligada por los cambios en el escenario político.

Del lado del oficialismo, su suerte estará atada a la mayor o menor capacidad en gestionar y construir acuerdos para dirimir una agenda intensa, donde emergen no sólo los desafíos económicos sino la cuestión social y la seguridad pública, entre otros tópicos sobresalientes.

Del lado de la oposición, aún es prematuro pronosticar quién liderará ese espacio y, sobre todo, con qué modalidad o perfil. Sin embargo, siendo el radicalismo parte del oficialismo, todo indica que el rol opositor recaerá en el peronismo que previamente deberá atravesar por una etapa de recomposición interna.

Como fuere, la sociedad anhela un equilibrio institucional maduro y que las confrontaciones estériles del pasado no vuelvan a repetirse.

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