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Ojalá

Argentina arrastra muchos y viejos problemas que fuimos incapaces de corregir. Con el Bicentenario a la vista podría enumerarse un catálogo completo de ellos, donde más de uno sobresaldría por su pertinaz recurrencia a lo largo del tiempo. Por ejemplo, la pobreza institucional de un país próximo a cumplir sus primeros 200 años. O, dicho con otras palabras, la institucionalidad de bajas calorías, lábil, que padecemos desde siempre, desde la primera hora podría decirse. Tanto que la excelente Constitución sancionada en 1853 rigió a medias durante décadas y lo que es peor aún, en cierto modo sigue rigiendo a medias hasta el presente, pese a que hace 26 años vivimos en estado de Derecho. Es que aun cuando suene doloroso reconocerlo, nuestra Argentina es una república apenas en las formas, pero con graves falencias en los contenidos sustanciales, aquellos que marcan la diferencia entre naciones maduras y las que no lo son. Y si no veamos: la división de poderes, la piedra angular del republicanismo, es poco más que una ficción en un país como el nuestro donde el poder presidencial acota, condiciona y perturba a los otros dos. En los últimos años, el parlamento no ha tenido vida propia y ha venido actuando como una mera prolongación del Poder Ejecutivo, y algo parecido pasa con la Justicia, que deja mucho que desear a la hora de poner freno a los excesos del poder político y castigar los actos de corrupción. La representación ciudadana, otro de los pilares de las democracias modernas, hace rato que fue lastimada por la mala praxis de la dirigencia política sin que hasta el presente logre recuperarse del todo. Todavía está fresco el recuerdo de los aciagos días de fines del 2001, cuando el piso tembló bajó los pies de los representantes de entonces, aturdidos por el reclamo popular de “que se vayan todos”. Pese a que se acallaron las cacerolas y casi nadie se fue, todo el mundo sabe que la insatisfacción ciudadana está a flor de piel y que asoma cada vez que se tira de la cuerda más de la cuenta, como ocurrió durante el largo conflicto con el campo, donde quedó nuevamente a la vista el hartazgo de la sociedad.

Sin embargo, hay algo todavía más grave: la crisis terminal del federalismo argentino. Si hay una ficción que supera holgadamente a todas las demás es nuestra pretensión de ser un país federal. No lo somos ni cerca, y si repasamos la historia comprobaremos que casi nunca lo fuimos, al menos cómo dicen los libros que debe ser un país federal de verdad. Quizás puede inducir a error el hecho de que existan provincias que reúnen todas las formalidades propias de los estados federales, pero es sólo eso, apariencias, porque en la práctica las provincias –salvo honrosas y escasísimas excepciones- son hoy absolutamente dependientes del poder central. De la caja, como se dice vulgarmente. Duele, sin ir más lejos, que una provincia como Córdoba haya caído tan bajo cuando supo volar junto a los cóndores. En fin.

Para completar el panorama institucional, a todo lo anterior deben agregarse otras cuestiones, como por ejemplo las dos leyes que el Congreso aprobó a tambor batiente y en tiempo de descuento y que pueden, según cómo se las aplique, mejorar o empeorar las cosas más de lo que están. Una, la Ley de Medios Audiovisuales, fija nuevas reglas de juegos para canales, radios y diarios de todo el país, en tanto que la otra, la llamada Reforma Política, regulará la vida interna de los partidos y condicionará la selección de los candidatos. Pronto se verá si fueron pensadas para elevar la calidad de la democracia argentina o simplemente para ejercer más controles y alejarnos a su vez de los parámetros civilizados en ambas materias. Más o menos en los mismos plazos comprobaremos si el nuevo Congreso estará a la altura de las circunstancias o si las últimas movidas del 2009 fueron sólo destellos de una efímera ilusión que se quedará sólo en eso. Y una más: ¿la justicia cambiará de actitud o seguirá como hasta hoy, morosa y complaciente con el poder de turno?

Como se ve, la agenda del nuevo tiempo asoma erizada de viejos y nuevos problemas cuya resolución pronta y feliz la ciudadanía aguarda con expectativa. De cómo encaremos esta etapa decisiva que se abre ante nosotros como una nueva oportunidad dependerá nuestro destino como Nación: si resurgimos o seguimos en la pendiente en la que nos hallamos. Sería bueno entonces que el inminente debate preelectoral del 2010 pase por cuestiones realmente de fondo y no por ambiciones personales, banalidades o pretensiones vanas porque de ellas está empedrado el camino del fracaso argentino. Ojalá así sea.

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