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Qué fue de ellos

Para 1810, hacía tiempo que algunos criollos acariciaban la idea de sacarse de encima la tutela de la corona española y darse su propio gobierno, especialmente después de las invasiones inglesas. Las brevas –a las que solía aludir Saavedra, el comandante de los Patricios–, finalmente maduraron aquel año. Aprovechando la acefalía producida en España a raíz de la invasión napoleónica, los independentistas forzaron la instalación de un gobierno local -la Primera Junta- en reemplazo de las depuestas autoridades españolas. Si bien los artífices de aquella primera hora tuvieron éxito en desplazar al virrey, no lograron ponerse de acuerdo entre ellos, y, al poco tiempo, ese grupo fundacional, resquebrajado por las divisiones internas, se disolvió y sus integrantes fueron cayendo en desgracia. Incluso, hacia fines de 1820 varios de ellos habían muerto ya. Los que sobrevivieron, en un escenario dominado por la anarquía que asolaba el país, no retornaron al primer plano, condenados al ostracismo político. La década de 1820 y las que vinieron después ya no los tuvieron por protagonistas y un “primer pasado” tendió un manto de olvido sobre los principales actores de la primera hora de la patria.

Ellos lo hicieron Los vientos independentistas que soplaban fuerte en la América española no tardaron en llegar al Río de la Plata. Inspirados en las ideas iluministas en boga e inflamados de fervor patriótico, varios criollos inquietos, muchos de ellos vecinos notables de Buenos Aires, pusieron en marcha la revolución en estas lejanas tierras. Las sesiones furtivas que se realizaban en lo de Nicolás Rodríguez Peña o Hipólito Vieytes –socios de la legendaria jabonería- reunían, además de los dueños de casa, a Manuel Belgrano, Juan José Paso, Juan José Castelli, Manuel Alberti y Agustín Donado. Este grupo conspirativo –conocido como la Sociedad de los Siete- mantenía a su vez fluidos contactos con Cornelio Saavedra, comandante del Regimiento de Patricios y hombre fuerte de la plaza.

Varios de los mencionados supieron ser “carlotistas”, o sea que habían adherido a la pretensión de la infanta Carlota Joaquina de Braganza -hermana de Fernando VII y consorte del príncipe regente de Portugal- de proclamarse soberana de estas latitudes. Desvanecida la fantasía “carlotista”, sus adeptos se plegaron abiertamente a la causa revolucionaria. Otros eran “alzaguistas” y como tales habían participado del malogrado complot de 1809 encabezado por Martín de Álzaga para destituir al virrey Liniers.

¿Y Mariano Moreno? Curiosamente, quien luego sería el referente de todos ellos, hasta ese momento no había participado activamente de la conjura. El autor de la flamígera Representación de los Hacendados en contra del monopolio español, que durante los sucesos de 1809 había tomado partido por Álzaga, estaba más dedicado a atender su bufete de abogado -el más importante de Buenos Aires- que al trajín revolucionario.

Cuando los acontecimientos se precipitaron, los principales cabecillas de este sector fueron quienes promovieron y condujeron las acciones que desembocaron en la memorable jornada del 25 de Mayo de 1810. A Belgrano, por caso, le tocó reunirse el día 19 con el Alcalde de Primer Voto para gestionar una urgente convocatoria a un cabildo abierto. Castelli debió poner su elocuencia y lucidez en juego para argumentar en el inolvidable cabildo del 22 de mayo a favor de los derechos del pueblo rioplatense, olímpicamente desconocidos por el obispo Benito Lué, férreo defensor de la preeminencia española en las colonias. Domingo French y Antonio Beruti fueron los encargados de movilizar gente “orillera” hacia la plaza y dirigir las acciones de apoyo desde el terreno.

En un ambiente confuso, la composición de aquella Primera Junta fue transaccional. La presidencia le correspondió a Saavedra, cuyo regimiento tuvo una gravitación decisiva al volcar su apoyo al movimiento revolucionario. Por debajo de él, dos abogados de prestigio: Moreno, al que se le confió la estratégica Secretaría de Gobierno y Guerra, y Juan José Paso. La integraron, además, varios de los que concurrían a las reuniones de la jabonería. Muy pronto se establecieron los liderazgos y aparecieron las primeras divisiones. Moreno se convirtió súbitamente en el miembro más apasionado de la Junta y encarnó el ala dura, junto a Castelli. Más moderado, Belgrano era el fiel de la balanza entre los mencionados y el ala conservadora, representada por Saavedra y Domingo Matheu.

La precariedad de la situación creada tras la destitución del virrey Cisneros y las urgencias militares de la Revolución, llevaron a la Junta a plantear posiciones extremas, muchas de las cuales quedaron asentadas en el famoso “Plan Revolucionario de Operaciones”, cuya autoría se adjudica a Moreno aunque no está debidamente probado. Lo que sí está probado, por ejemplo, es que de él partió la orden de pasar por las armas a Santiago de Liniers, cabecilla de la contrarrevolución de Córdoba. Castelli fue sin dudas quien llevó a la práctica con mayor unción las ideas jacobinas de Moreno, especialmente en el Alto Perú, hacia donde marchó al frente de la primera expedición libertadora.

Muertes tempranas Los intransigentes Moreno y Castelli fueron los primeros en morir. Moreno, derrotado por Saavedra en la puja de poder, abandonó la Junta y partió hacia Inglaterra en misión diplomática, falleciendo en alta mar en marzo de 1811 a la edad de 31 años. Asesinado para algunos, para otros víctima de la mala praxis del capitán del barco que le administró un medicamento contraindicado, el fogoso ex secretario de la Primera Junta desapareció de la escena que dominó durante apenas siete meses, los que van de mayo a diciembre de 1810. Su cuerpo, como era de estilo, fue arrojado al mar, llevándose consigo el secreto de su repentina muerte. Juan José Castelli murió poco tiempo después, el 12 de octubre de 1812, a la edad de 48 años, víctima de un cáncer de lengua, presumiblemente ocasionado por una quemadura de cigarrillo. Al tiempo de su muerte su salud política también estaba seriamente resentida: la derrota de Huaqui, el 20 de junio de 1811 lo había golpeado duramente. A raíz de este revés militar que significó la pérdida del Alto Perú, Castelli fue separado de su cargo y sometido a un largo y humillante proceso que lo llevó a la prisión donde encontró la muerte. A estas desapariciones tempranas debe sumarse la del sacerdote Manuel Alberti, vocal de la Junta, ocurrida en enero de 1811 también a la edad de 48 años, víctima de un fulminante paro cardíaco producido, según algunas crónicas, durante el curso de una acalorada discusión con el Deán Funes. A partir de ese momento, las turbulencias políticas que devoraron sucesivamente a la Primera Junta y a la Junta Grande fueron dejando a la vera del camino a los hombres de Mayo. Con la sola excepción del ubicuo Juan José Paso, ningún integrante de los gobiernos anteriores volvió a ocupar cargos en los Triunviratos y Directorios que rigieron los destinos de las Provincias Unidas hasta 1820. Paso, tras integrar ambos Triunviratos, fue luego diputado al Congreso de Tucumán y allí le cupo el honor de dar lectura al acta de Declaración de la Independencia el 9 de julio de 1816. Su última actuación fue como diputado al Congreso reunido en 1824. Murió en Buenos Aires el 10 de setiembre de 1833, a la edad de 75 años, alejado ya de toda función pública.

El bando “morenista”, que había quedado seriamente golpeado tras la muerte de su jefe, sufrió otro sacudón en abril de 1815, cuando la caída del Director Supremo Carlos María de Alvear arrastró, a su vez, a dos de sus principales espadas: Bernardo de Monteagudo, que debió exiliarse en Europa, y Nicolás Rodríguez Peña, confinado primero en San Juan y luego en Mendoza, desde donde pasó a Chile. Allí residió hasta su muerte, ocurrida en 1853 cuando tenía 78 años. Sus restos fueron repatriados recién en 1910, en ocasión de la celebración del Primer Centenario. Monteagudo, por su parte, víctima de una intriga palaciega, fue asesinado en Lima, Perú, en 1825. Tenía 40 años. Otro conspicuo y entusiasta patriota de la primera hora, Hipólito Vieytes, murió el 5 de octubre de 1815 “de pesadumbre”, como diría Bartolomé Mitre varios años más tarde. Sus restos fueron inhumados en la parroquia de San Fernando, desconociéndose hasta hoy el lugar exacto de su sepultura.

Manuel Belgrano permaneció muy poco tiempo en Buenos Aires luego de la Revolución de Mayo. En setiembre de 1810 partió hacia el Paraguay, al frente de la expedición que debía llevar la semilla independentista a tierra guaraní. Luego marchó al Alto Perú, de donde regresó definitivamente en 1820, bajo el peso del fracaso de la campaña militar en aquella lejana tierra, convertida ya en una devoradora implacable de hombres públicos. Pobre y olvidado, falleció en Buenos Aires el 20 de junio de aquél año. Sus restos fueron trasladados años más tarde al mausoleo erigido en su memoria en el atrio del convento de Santo Domingo, en la Capital Federal.

Sigue la lista French y Beruti, los fogosos agitadores del 25 y seguidores incondicionales de Moreno, cayeron en desgracia tras el eclipse del secretario de la Junta y fueron alejados del gobierno en 1811. Beruti, militar de profesión, fue luego oficial del Ejército de los Andes. Murió en 1841, a los 69 años de edad, hallándose aún en actividad. Domingo French, el otro integrante del renombrado dúo, tuvo alguna actuación militar, pero en 1817 debió exiliarse en Estados Unidos junto a Manuel Moreno, hermano de Mariano. Murió en Buenos Aires el 4 de junio de 1825.

Otro partidario de Moreno, Juan Larrea, fue también víctima del levantamiento de abril de 1811 y removido de sus funciones, sufriendo la confiscación de su propiedad y el destierro a San Juan. Un par de años más tarde fue uno de los miembros más activos de la Asamblea de 1813, pero en 1815 volvió a sufrir la persecución política y el exilio. Apartado de la acción política, reanudó sus actividades comerciales, cayendo nuevamente en desgracia durante la época de Rosas. Vencido por la adversidad, se suicidó el 20 de junio de 1847, degollándose con una navaja de afeitar. Tenía 65 años de edad.

Don Miguel de Azcuénaga, también morenista,tuvo que exiliarse en la ciudad de Mendoza tras la “operación limpieza” de abril de 1811. Azcuénaga, el miembro de más edad de la Primera Junta, murió el 19 de diciembre de 1833 en su chacra de los Olivos, heredada por Carlos Villate Olaguer en 1903 y convertida luego en residencia presidencial. Al tiempo de su muerte había cumplido 79 años.

Uno de los más prominentes hombres de Mayo, Cornelio Saavedra, ganador de la pulseada contra los morenistas, también fue arrastrado por la mala fortuna de las armas criollas en el norte. Saavedra fue “extrañado” y luego sometido a juicio de residencia por la Asamblea de 1813.

Años más tarde se le restituyeron funciones militares aunque de escasa relevancia. Murió en 1829 a la edad de 70 años. El único acto reivindicatorio de su memoria al tiempo de su muerte es el mausoleo que Juan Manuel de Rosas ordenó levantar en el cementerio de La Recoleta.

El principal aliado de Saavedra fue el diputado por Córdoba a la Junta Grande, el deán Gregorio Funes, que a poco de hacer pie en Buenos Aires se convirtió en el adversario más enconado de Mariano Moreno. El clérigo cordobés tuvo destacada actuación en la Asamblea General Constituyente de 1813 y posteriormente en el Congreso de Tucumán y fue el autor de la primera memoria histórica de los años fundacionales. Sin volver a su provincia natal, falleció en Buenos Aires el 10 de enero de 1829 a los 80 años de edad. Sus restos descansan en el atrio de la Iglesia Catedral de Córdoba.

Domingo Matheu, pese a ser español, fue uno de los principales financistas de la revolución, lo que le valió ocupar el cargo de vocal de la Primera Junta. Reemplazó a Saavedra en el ejercicio de la presidencia cuando éste abandonó Buenos Aires. Luego de disuelta la Junta, Matheu fue director de la fábrica de armas. Retirado a la vida privada, murió en 1831, a los 66 años.

Epílogo Podríamos continuar con el relato, pero este rápido paneo del final que le tocó en suerte a los principales protagonistas de la Revolución de Mayo permite comprobar que prácticamente ninguno de ellos logró hacer pie en la convulsionada Argentina de los tiempos fundacionales y que, incluso, varios fueron víctimas de muertes tempranas, destierros y otro tipo de crueldades.

Tuvieron que pasar varias décadas para que el nombre de aquellos personajes subiera al podio de la veneración popular. Hasta que ello ocurrió, vivieron y murieron como hombres de carne y hueso que eran.

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